Dom 30.09.2007
radar

Vi luz y subí

› Por Rodrigo Fresán

Las puertas giratorias. La cola frente a la boletería. Las entradas enrolladas. Preocuparse (mucho) si estaba el terrible cartelito ese que advertía de problemas en cuanto al estado de la copia a proyectarse. La cuidadosa lectura del programa (porque los programas del San Martín –a diferencia de los de los imberbes y escuálidos programas de otros cines– se leían cuidadosamente y, supongo, se siguen leyendo y hasta coleccionando) donde se nos advertía de las maravillas no sólo de la película de ese día sino de las que se nos habían pasado (pero que tarde o temprano serían reprogramadas en algún futuro ciclo) y de las que todavía podíamos llegar disfrutar. El cruce del hall hasta la otra cola. Apostar mentalmente cuál ascensor te iba a tocar. Ganar. Perder. No importa. Ascender y llegar. Al cielo. Buenos Aires desde ahí arriba. La alfombra. Las paredes tapizadas de madera (si mal no recuerdo). La butaca favorita en la fila de siempre. Sacarse el sobretodo y la bufanda (adentro siempre es otoño o invierno). Comprobar en silencio si había venido o no esa chica (igual a Melody, la chica inglesa más argentina jamás filmada) a la que nunca se le dirigió la palabra pero con quien se mantuvieron tantas conversaciones imaginarias y perfectas y, sí, cinematográficas. La película. La Obra Maestra. Salir. Bajar por las escaleras (a veces corriendo). Volver a casa previo paso por alguna librería, para así volver a empezar.

Empecé a ir a la Sala Leopoldo Lugones del San Martín a la edad en que otros empiezan a ir a la plaza. Primero con mis padres. Después mis padres me dejaban en la entrada y me recogían a la salida. Luego, casi enseguida, al fin solo.

Ahí, a los nueve o diez años, vi por primera vez Citizen Kane. ¡Rosebud era el trineo! Las últimas veces que pasé y vi luz y subí –1998, 1999– fue por varias de Nanni Moretti y una de Alain Resnais donde todos cantaban. La efeméride, sin embargo, me hace recordar la sala mucho antes, con la mirada de un niño anciano, un poco como si se tratara de esa especie de hotel cósmico al final de 2001: Odisea del espacio desde el que se contempla, como proyectado, el milagro de la ínfima existencia propia de espectador compaginada con todas esas vidas enormes en blanco y negro y en colores y en tantos idiomas –a veces un poco en mal estado, rayadas o con saltos pero, aun así, inmortales– de todos esos astros y estrellas, delante nuestro, en la inaccesible pantalla, pero al mismo tiempo tan cerca.

Ahí, siempre, nuestras vidas –elevadas por esa luz que nos hacía subir más alto– siempre fueron y seguirán siendo de película.

Muchas gracias por eso.

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