› Por Edgardo Cozarinsky
En mayo de 1985 volví a la Argentina después de once años de ausencia. Por aquel entonces, había elegido guardar a Buenos Aires como un territorio de la imaginación, el escenario de mi juventud, que no debía contaminar con ningún atisbo de la ciudad actual. El motivo de la visita era una invitación de la Cinemateca Argentina y del (entonces) Instituto de Cinematografía; más bien de los Fernández Jurado y de Manuel Antín (siempre he creído en los individuos más que en las instituciones). La Sala Lugones programaba una muestra con algunos de los films que yo había realizado hasta aquella fecha.
Bastó que viera esos films en compañía de un público porteño, joven en su mayoría, que recibiese sus vibraciones, aun la ocasional indiferencia ante lo que veían y oían, para sentir, como sesenta años antes había sentido el Gran Ciego, que nunca me había ido, que siempre había estado y estaría en Buenos Aires.
Gran parte de los jóvenes que estaban en la sala iban a hacerse amigos míos más tarde. Hoy que paso la mayor parte de mi tiempo en Buenos Aires y he aprendido a gozar de su vitalidad, de su energía recuperada, aquella semana en la Lugones permanece más fuerte en mi memoria que cualquier festival o cinemateca a la que haya estado invitado. Me pregunto si no fue la semilla de mi tardío enamoramiento con mi ciudad.
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