Dom 30.09.2007
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Nacional y popular

› Por Fernando Martin Peña

Pocos hombres de cine han sido tan queridos e influyentes como el preservador y programador Octavio Fabiano (1947-2003), responsable de los míticos ciclos del Cine Arte entre 1979 y 1987, creador del Club de Cine y de la Filmoteca Buenos Aires, coordinador del rescate de miles de latas de los laboratorios Alex halladas en los sótanos de la Escuela Nacional de Cine. Es poco conocido que Fabiano fue designado para programar la Sala Lugones cuando a fines de 1973 la Municipalidad quiso una programación distinta de la que hasta ese momento preparaban Guillermo Fernández Jurado y Manlio Pereira. "En el '73 ganó Cámpora", recordó Fabiano en una entrevista de 2002, "y a las nuevas autoridades no les agradó que los programadores de la principal sala de revisión de la ciudad fueran gente nombrada por funcionarios de la dictadura. Como yo venía de la militancia peronista y tenía experiencia organizando programación alternativa, me ofrecieron encargarme de la sala y acepté encantado. Yo trabajaba en Cinemateca para Roland y en el Museo del Cine para Jorge Miguel Couselo, a quienes admiré enormemente, pero en cambio me parecía que Jurado y Pereira tenían una mirada demasiado ortodoxa –por no decir snob– sobre lo que debía ser un ciclo de revisión. Daban sólo lo consagrado y había muy poco espacio para otras cosas. Se pasaba muy poco cine argentino, nada de la clase B norteamericana, nada que estuviera fuera del canon de ese entonces. Yo diría que rompí un poco con todo eso y traté de ofrecer una programación más desprejuiciada: pasamos Manuel Romero, Hugo del Carril, hice dobles programas como en las viejas matinés... También hacíamos lo que había empezado a hacer Sammaritano en el Cineclub Núcleo, que era molestar un poco a la censura: pasábamos preestrenos sin calificar, antes de que los cortaran o los prohibieran. En fin, me di varios gustos. Por supuesto, no bien asumieron los milicos en el '76 me echaron a patadas."

De Fabiano como programador, el crítico Rodrigo Tarruella escribió que era "el paraíso del cinéfilo: abundante y democrático; no tenía nada que envidiarle al MoMA o a la Cinemateca Francesa en sus mejores épocas".

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