› Por Scott Foundas
Cuando hablamos de las películas que amamos, a menudo olvidamos mencionar los lugares en los que las vimos, aunque difícilmente sean entidades independientes. Tal vez ésta es una idea anticuada en una época en la que la próxima generación de cinéfilos –si es que va a haber una– crecerá viendo películas en laptops, iPods de video, y esos otros lamentables descendientes de las máquinas-para-un-solo espectador de Edison. Y sin embargo, propondría para aquellos de nosotros a quienes todavía nos deleita ver las películas en una gran pantalla pública, en compañía de unos pocos cientos (o quizá de tan sólo una docena) de extraños, que el cine apropiado puede hacer que una gran película parezca todavía más grande.
La Sala Leopoldo Lugones es uno de esos cines –uno de los mejores del mundo, de hecho–. No es el más grande, ni el más palaciego, ni el más moderno. (Ni lo son, debería agregar, la mayoría de las películas que se dan allí.) Es más bien cálido y muy vívido, un poco ajado por el tiempo, y tan cómodo como las pantuflas gastadas que preferimos a un par nuevo y brillante. Su principal cualidad es una que no puede diseñarse en planos arquitectónicos, pero es similar a las cualidades que poseen las grandes catedrales del mundo. Es un sentimiento que uno adquiere cuando franquea la entrada, una sensación compartida de estar que dice que éste es un lugar en el que otros como uno –los verdaderos creyentes en el cine– han llegado a lo largo de las décadas a idolatrar en el altar de la luz parpadeante. Para llevar la metáfora un paso más allá, llegar a la Lugones requiere un ascenso –diez pisos, para ser exactos, ya sea por un lento ascensor o, si uno tiene menos suerte, por escaleras–, tras el cual uno se siente con seguridad penitente por los pecados terrenales que sea que uno ha cometido.
Mi primera visita a la Lugones tuvo lugar en abril de 2004, durante el primer Bafici –un verdadero annus mirabilis durante el cual la Lugones hospedó retrospectivas de John Ford, Glauber Rocha, Jonas Mekas y James Benning, así como un menú secundario de rarezas (incluyendo la película muda de Frank Capra The Matinee Idol) prestadas por la Cinemathèque Française–. Algunos de aquellos días entré al edificio al mediodía y no salí hasta bien pasado el atardecer. Y desde entonces he regresado a la Lugones muchas veces, durante las ediciones subsecuentes del Bafici, y mentalmente, cada vez que he recordado las películas vistas allí. Somos personas fundamentalmente en tránsito, nosotros los cinéfilos, recorriendo la tierra en busca de nuevos horizontes para ver cine. Así que debemos, como todos los peregrinos, buscar hogares adoptivos en varios rincones remotos del globo, y la Lugones es uno en el que yo sé que volveré a refugiarme, tan pronto como la aguja de la brújula apunte al sur.
Scout Foundas es el editor de la sección cine del LA Weekly y programador del New York Film Festival.
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