› Por Rafael Filipelli
Mi relación con la Sala Lugones comenzó en 1962, cuando yo tenía 23 años. El año anterior, el primero en que el Instituto Nacional de Cinematografía otorgó subsidios a óperas prima de cortometraje, había filmado mi primer trabajo como director: Porque hoy es sábado. Y el estreno de los cortos realizados en 1961 fue en la sala Lugones, que todavía no había sido consagrada en forma exclusiva a la proyección de cine de arte. Si bien todavía no habíamos llegado a la entonces mítica calle Lavalle, estrenar una película en la calle Corrientes no estaba nada mal. Ese comienzo generó en mí la sensación de tener un lugar. Y a partir del '67, cuando pasó a ser programada en continuidad por la Cinemateca Argentina, la sala del Teatro San Martín se iba a constituir en la referencia cinematográfica posterior al cine Lorraine.
Sin embargo, los momentos más intensos de relación con la sala llegaron precisamente cuando ocurrieron dos cosas simultáneas: el advenimiento de la democracia, a partir de 1983, y el progresivo deterioro de la calidad de las películas en las salas de estreno.
Desde entonces hasta hoy, pudimos asistir a las revisiones de Dreyer, Mizoguchi, Syberberg, el estreno de Allemagne neuf zéro, de Godard y tantas otras. Con estos nombres, quiero agradecer a la Sala Lugones y a su programador, Luciano Monteagudo, habernos permitido resistir la invasión de un cine que sólo piensa en éxitos de mercado.
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