› Por Luciano Monteagudo
Por más que me esfuerce, no logro recordar con precisión cuál fue la primera película que vi en la Lugones. De algo estoy seguro: era un programa dedicado al cine cómico mudo, probablemente a Chaplin o a Keaton. Tendría unos nueve o diez años y supongo que había ido de la mano de mi padre. Pero si alguna imagen me ha quedado de esa tarde en blanco y negro, que quizás fabulo, es la de unos policías de casco ridículo, uniformes fuera de talle y enormes bigotes, que corrían desaforadamente y se caían de unos autos que parecían bañaderas con ruedas. Después lo supe: eran los Keystone Cops, un improbable cuerpo de policía que Mack Sennett había creado como una de las formas simples de la felicidad.
Unos pocos años más tarde –esto sí ya tiene contornos más definidos– vi Horizontes perdidos, de Frank Capra, en un ciclo dedicado a los premios Oscar. El programa de mano, elegante, venía adornado en su tapa con la estatuilla de la Academia. Yo estaba solo, sentado en la última fila, y la sala estaba llena. Creo que era un domingo. Inmediatamente, la película me cautivó: esa China de utilería, en pleno fervor revolucionario, evocaba el misterio y la aventura; el accidente de avión prometía una travesía inesperada por el Himalaya; y detrás de esas montañas de cartón esperaba Shangri-La, un mundo ideal, un paraíso en la Tierra. Como el protagonista de la película –que preferí guardar en la memoria: nunca más la volví a ver– yo también aprendí que los mundos perfectos no existen. Pero siento que desde aquella noche, de alguna manera, me quedé a vivir en las alturas tibetanas de la Lugones, como si fuera mi secreto Shangri-La.
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