› Por Martín Pérez
Hablar de la sala Leopoldo Lugones implica, para quienes se han hecho habitués, hablar de las escaleras del Teatro San Martín. O, mejor dicho, de ese inevitable recorrido diez pisos escaleras abajo luego de cada función. Porque si bien a esa curiosa ubicación para una sala –es fácil imaginar un cine en un subsuelo, pero nunca tan alto– se accede a través de los ascensores del teatro, a juzgar por la cantidad de espectadores que eligen bajar las escaleras resulta difícil entregarse a ellos para realizar el camino inverso. En los más de veinte años desde que conozco la Lugones, pocas veces al terminar una función me he resignado a hacer cola esperando que se abran las puertas de uno de esos ascensores. Salgo de la sala y busco la escalera, tal vez para seguir con ese movimiento que implica el cine, que uno soporta quieto en la butaca gracias al vértigo que regala la imagen en pantalla –que, aun en el plano más inmóvil, corre a 24 cuadros por segundo–, pero cuando se encienden las luces el envión obliga a moverse y no detenerse hasta llegar abajo.
Con la Hebraica hace tiempo fuera de servicio, la Lugones es lo único que queda de aquellos tiempos. Pero la sala del San Martín no sólo es nostalgia, sino que se ha puesto al día, tiene compañías más modernas –como el Malba, por ejemplo– e incluso forma parte integral del celebrado Festival de Cine porteño. Y no es la nostalgia de aquellos tiempos –en los que había un solo ascensor funcionando (con suerte)– lo que me sigue haciendo bajar por las escaleras cada vez que voy a la Lugones. Somos muchos los que nos dejamos llevar hasta la planta baja regulando descanso tras descanso la inestimable ayuda de la fuerza de la gravedad. Durante el descenso, entre los comentarios que se escuchan aquí o allá, la vista se pierde en ese detrás-de-la-escena que es el mundo de las escaleras en cualquier edificio. Muchas de las imágenes robadas en ese trayecto las inmortalizó Lisandro Alonso en su película Fantasma, protagonizada por los personajes de dos de sus películas, que vagan por los pasillos vacíos del San Martín. Eso somos nosotros: los fantasmas de la Lugones. Por una vez el cine se ha equivocado: no se trata de los personajes inmortalizados en la pantalla, sino de los que vivimos aún inmóviles en las butacas. Y luego bajamos las escaleras lentamente, una y otra vez, para hacer más humano el regreso a nuestro día a día.
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