› Por Alejandro Ros
Empecé a ir en los años '80 porque recién llegaba de Tucumán y no había tantos lugares donde ver cine arte: Truffaut, Bresson, Jacques Tati, el ciclo de Derek Jarman al mediodía...
Me gusta que haya que subir 10 pisos, le da un aire de club privado. Me gusta ir cuando hay poca gente, aunque a veces me encuentro con conocidos, como cuando iba Omar Chabán, que era muy habitué.
Pero para mí la Sala Lugones es sobre todo un lugar de resistencia: por lo general, la película la dan un solo día. La sala te impone una especie de militancia, tenés que ir ese día. A mí me da mucha curiosidad saber por qué cuando hay un festival de cine el público se agolpa para ir a ver películas y después no van a la Lugones.
Igual, me gusta cuando hay poca gente, y yo siempre me siento en la fila 3 al medio y siempre bajo por las escaleras, como si fuera un ritual. La escalera pasa por lugares abandonados y todos van comentando la película.
Voy mucho a ver cine japonés, Kon Ichikawa, Kenji Mizoguchi o Nobuo Nakagawa. Ozu no, porque me aburre. Esas películas son más o menos de la época en que se inauguró la sala, y entonces hay como una correspondencia estética. Hace poco me pasó que estaba viendo La mansión del gato fantasma, de Nakagawa, y ahí mostraban una casa toda derruida, ¡y el techo de la Lugones estaba igual que en la película!
De todas formas, tiemblo cada vez que veo que está en refacción o que le están por hacer algo. Me parece que tiene que mantenerse así, distinto del resto, alejado del mundo shopping.
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