› Por Marcelo Figueras
Ocurrió en otro mundo. Un planeta donde sólo existían cuatro canales de TV. (Cinco, si tu antena se imponía a los vientos y demás calamidades, verbigracia las obstrucciones edilicias.) Donde no había video ni laserdiscs ni DVDs, y tampoco Internet ni iPods ni teléfonos móviles, por lo cual no existía otra manera de ver películas que dobladas al español y con cortes en el televisor, o bien en las salas "del Centro, o de barrio", según los diarios dividían aguas. Mi barrio de entonces estaba lleno de cines: el más coqueto era el Pueyrredón, pero también estaban el Rivera Indarte y el San Martín y el San José y el Fénix, y un poco más lejos –cruzando la frontera, esto es en Floresta– podía contar también con el Gran Rivadavia. Pero todos ellos exhibían las películas del momento, o en algunos casos del momento que en el Centro acababa de volverse pasado. Era muy rara la ocasión en que reponían films clásicos. Recuerdo una tarde de domingo con mi padre, viendo King Kong en el San Martín en doble programa con otra de gorilas gigantes. Cuando salimos era de noche, y una parejita se permitió reír dado que juraban no haber visto nunca "películas más peludas".
Si el cine te gustaba en serio, quiero decir más allá de las novedades comerciales que se compartían con los amigos, no quedaba más remedio que disponerse a la aventura a lo Vito Dumas. Acopiar lectura para sobrevivir al viaje largo y subir al colectivo o al subte en busca de las Mecas. Que no eran muchas. Vi Citizen Kane en el cine Arte, acompañado por una rata que se paseaba por el borde del escenario. También frecuentaba la Hebraica. Sin embargo, mi favorita era la Lugones, que formaba parte del Teatro Municipal General San Martín, pero que a la vez se recortaba del conjunto, por su altura olímpica. Era el único cine al que se llegaba tomando un ascensor. Hace más de veinte años que no voy, pero reconocería el perfume de la sala en cualquier parte. Todavía conservo los programas que los acomodadores daban a cambio de monedas, dentro de los libros que participaron de la expedición. Con el dibujo de siluetas humanas recortadas sobre fondo amarillo, e información y comentarios sobre el film de marras que leía cuantas veces fuera posible antes de que se apagasen las luces (y de que se hiciese la luz).
Entre las primeras cosas que vi fue un ciclo de Ken Russell. No tardé en convencerme de que era el mejor cineasta del mundo. Claro, después vi todo lo demás. Fritz Lang, el expresionismo alemán. La nouvelle vague. John Ford. Un ciclo de la BBC abrió mi mente a las comedias shakespeareanas y me regaló el mejor Hamlet que recuerde, protagonizado por un joven Derek Jacobi. Las primeras películas de Wim Wenders y de Werner Herzog me enviaron de cabeza a aprender alemán, al Goethe Institut de Corrientes al 300. La vida cultural estaba en el Centro, sin duda alguna. Ya no arrastraba a mi viejo a ver pelis de gorilas (si quería ver gorilas no necesitaba ir al cine) sino en pos de Taxi Driver o de Muerte en Venecia.
Una de mis hijas estudia hoy cine, con la menor pidiendo cancha en la misma universidad. Es posible que a esta altura ya hayan visto más y mejores películas que yo: entre la DVDteca, los DVDclubes y mi colección personal (todavía conservo un montón de laserdiscs, hay joyas que no he encontrado editadas en otros formatos), tienen el grueso de sabiduría al alcance de sus manos. Pero nunca dejo de lamentar que les resulte tan fácil, que se pierdan la sensación de conquista que sólo sucede a la aventura. Jamás conocerán la peregrinación a tierras incógnitas, el perfume de la sala, la mirada huidiza con que los acólitos nos reconocíamos en el ascensor. En aquellos tiempos de ratas, el proyector de las Lugones brilló siempre en las alturas con luz de faro. Aunque más no fuese por un rato, nos preservaba de la muerte, que es siempre rastrera.
Y aquí estamos. En parte por su gracia.
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