Viernes, 8 de julio de 2016 | Hoy
17:59 › EL DEBATE DE LA INDEPENDENCIA
Fabio Wasserman* parte de la polémica desatada por la invitación a Juan Carlos I para analizar las implicancias de las presencias y sobre todo las ausencias en la conmemoración de este Bicentenario.
La decisión del gobierno nacional de invitar a Juan Carlos I para que participe en la conmemoración del bicentenario de la independencia, provocó el rechazo de un sector de la sociedad y dio lugar a una polémica sobre su significado político. Se trata de una discusión legítima, pero que puede hacer perder de vista algo que quizás sea tanto o más relevante en términos político se históricos: las ausencias. Según trascendidos publicados por la prensa y que no fueron oficialmente desmentidos, el macrismo decidió restringir las invitaciones alegando que el acto será modesto y que la sala en la que se juró la independencia tiene poca capacidad. De ser cierto, se trataría de un argumento pueril, pues resulta evidente que el criterio de selección no es protocolar, y que es en clave política que deben ser interpretadas tanto las presencias como las ausencias. Algunas de estas últimas han sido señaladas por la prensa, como la de los expresidentes argentinos, quienes no fueron convocados para “no generar discordia”, apelando al curioso argumento de que así se fortalecería la unidad nacional. Pero hay otras de las cuales se ha dicho poco y nada, y es la de los presidentes latinoamericanos pues, al parecer, sólo la chilena Bachelet y el paraguayo Cartes participarán de la ceremonia. Dejando de lado las consideraciones que puedan hacerse sobre las alianzas internacionales pergeñadas por el gobierno de Macri, lo cierto es que si hay un mandatario que por razones históricas debería estar presente, ese sin duda es Evo Morales, ya que en el Congreso de Tucumán también estuvieron representados algunos pueblos altoperuanos que hoy integran el Estado Plurinacional de Bolivia.
Ahora bien, más allá de que quizás finalmente participen otros mandatarios latinoamericanos en los festejos, en este punto no deberíamos recargar las tintas sólo en el actual oficialismo. Es que la omisión de Latinoamérica en general, y de Bolivia en particular, incluso en las discusiones suscitadas en estos días, revela algunos rasgos profundos de la sociedad argentina. Entre otros, la forma parcial, fragmentada y anacrónica con la que miramos el proceso revolucionario e independentista. En ese sentido nos parece natural que el 9 de julio se declaró la independencia de la nación Argentina, completando así la revolución comenzada el 25 de mayo de 1810. Sin embargo, al iniciarse la revolución no era tan claro que su propósito fuera declarar la independencia, cuestión sobre la que sus principales protagonistas tenían distintas posiciones. Más importante aún, en el Congreso de Tucumán no estaba representada la nación argentina sino algunos de los pueblos que habían formado parte del Virreinato del Río de la Plata, cuyos diputados proclamaron la Independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica. Esto implica algo que es tan sencillo de decir, como difícil de admitir: en ese entonces no existía la nación argentina y tampoco estaba destinada a constituirse como tal. Pero no se trata tan sólo de que tenía otro nombre, o de que su territorio no se correspondía con el actual, sino de una diferencia radical en la forma de concebir a las comunidades políticas, pues aún no se había formulado el principio de las nacionalidades según el cual las naciones constituyen la expresión política de pueblos poseedores de rasgos distintivos, una historia en común y un territorio propio. Los sujetos políticos eran los pueblos, es decir, las ciudades o provincias que se consideraban soberanas, libres e independientes, y que por eso podían acordar o no su integración en una nación según su voluntad e interés.
Para entender este proceso debemos remontarnos a 1808, cuando la monarquía española se sumió en una profunda crisis como consecuencia de las Abdicaciones de Bayona y la ocupación francesa. En esas circunstancias, los pueblos españoles crearon juntas que reasumieron la soberanía provisoriamente y lucharon por su independencia. Los criollos, por su parte, apoyaron a esta lucha, ya que si bien tenían razones para criticar a las políticas de la corona, lo cierto es que se consideraban miembros de la nación española y solían identificarse como españoles americanos. Esto comenzó a cambiar con gran rapidez a partir de 1810, cuando el triunfo de las armas francesas provocó la disolución de la Junta Central que había asumido el gobierno de los dominios de la monarquía española. En varias ciudades de América se crearon juntas que asumieron provisoriamente la soberanía en nombre del pueblo y del monarca cautivo, tal como sucedió en Buenos Aires en mayo de 1810. Fue entonces que comenzó a plantearse la independencia de los pueblos americanos. Sin embargo había divergencias en cuanto a sus alcances, pues la independencia podía tener distintos significados y usos que expresaban también diversas alternativas políticas. Mientras que algunos actores aspiraban a una mayor autonomía dentro del orden monárquico, o a dejar de depender de las capitales virreinales o intendenciales, como ya lo habían intentado las juntas de Charcas y La Paz en 1809, otros pretendían asumir la soberanía plena para emanciparse. Esta última posición es la que se fue imponiendo al calor de la revolución y de la guerra. Ahora bien, aún entre quienes propiciaban una ruptura total había diferencias en relación a qué implicaba la independencia. Por eso se enfrentaron quienes proponían constituir una soberanía única y un poder centralizado, con quienes defendían la soberanía de los pueblos reunidos en una confederación como el artiguismo.
En 1815 la revolución estaba desgastada por las divisiones políticas, ideológicas y regionales. Para peor, Fernando VII había recuperado el trono tras la derrota de Napoleón y contaba con el apoyo de las monarquías europeas para recuperar sus antiguos dominios, mientras que los otros focos revolucionarios americanos habían sido derrotados. Fue en esas difíciles circunstancias que se convocó a un Congreso en Tucumán para declarar la independencia y sancionar una constitución que les diera una organización política a los pueblos rioplatenses. El Congreso se integró con diputados de Buenos Aires, Córdoba, Catamarca, San Luis, San Juan, Mendoza, La Rioja, Santiago del Estero, Tucumán, Salta, Jujuy, y de tres pueblos del Alto Perú: Mizque, Chichas y Charcas. La decisión de denominar Provincias Unidas en Sud América al nuevo cuerpo político que se quiso constituir al declararse la independencia,expresaba la posibilidad de incorporar a los otros pueblos que habían formado parte del Virreinato: los altoperuanos que estaban bajo dominio de las fuerzas virreinales peruanas; Paraguay que se había autonomizado; Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe, Misiones y la Banda Oriental (actual Uruguay) que integraban la Liga de los Pueblos Libres liderados por Artigas.
Como sabemos, esto sucedería parcialmente. Tras años de enfrentamientos y de acuerdos, terminarían constituyéndose cuatro naciones independientes en lo que había sido el territorio del Virreinato del Río de la Plata: Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay. Pero contra lo que muchas veces se sostiene, esto no fue consecuencia de una conspiración para debilitar a los americanos del sur, ni el robo de territorios que supuestamente le pertenecerían a la nación Argentina, ni una obra de la providencia como argüía Mitre, sino el resultado de procesos históricos que podrían haber tenido otros desenlaces. La historia nos puede servir entonces para recordar que cada momento del pasado fue también un presente en el que se plantearon distintos futuros posibles. En ese sentido, y pensando en las ausencias y en las presencias, la conmemoración de la independencia debería constituir un acicate para que en este difícil presente también podamos pensar el futuro que queremos para nuestra nación y para nuestro continente.
* Historiador. Investigador del Instituto Ravignani (Universidad de Buenos Aires - Conicet).
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