Viernes, 19 de septiembre de 2008 | Hoy
UNIVERSIDAD › OPINION
Por Horacio González *
Suele escucharse a algunos despistados calificar de “barroquismo” a tal o cual escrito. Creen así denostarlo. La empresa sería fácil, pues se trataría de cierto tipo de textos que estarían fuera del alcance del lector común. No por su dificultad interna, inherente quizás a su naturaleza temática, sino por una voluntad manierista que surgiría de un deseo ornamental innecesario. En los últimos tiempos he leído el calificativo de “barroco” usado despectivamente en numerosos artículos, supuestamente no barrocos. Artículos cancheros que han optado por “un voto no positivamente barroco”. Emplean este calificativo muchas personas, pero ahora me referiré especialmente a Juan José Sebreli. No daré más nombres para no pelearme con tantos al mismo tiempo. ¡Ellos están tan seguros de lo que dicen!
La palabra “barroco”, efectivamente, tiene mala fama. Por lo menos desde el Renacimiento ha sido utilizada despreciativamente hacia las obras que se consideran sobrecargadas, retorcidas, intrincadas, y varios etcéteras más. A pesar de que en su nombre se han escrito obras fundamentales –se sabe cuáles–, el barroco está siempre en la picota. Recuerdo los balances que a propósito del barroco hizo Severo Sarduy, el gran escritor cubano, que lo veía como una necesaria contraposición a las reglas de intercambio capitalista en el lenguaje. Ellas darían una supuesta “claridad”, tal como lo postularía una hipótesis maestra de medios de comunicación.
Lo mismo había sospechado Walter Benjamin en sus críticas al “lenguaje comunicativo”. Paradójicamente, las póstumas lecturas que se están haciendo de Benjamin en todo el mundo, particularmente en la Argentina, donde aún se lo cultiva es en las carreras de ciencias de la comunicación. Curiosamente, ellas parten del respeto a las ruinas del barroquismo y del lenguaje enigmático que Benjamin llamó “edénico”, como si se pagara una antigua culpa.
Lo cierto es que luego de José Lezama Lima, que construyó una reverenciada cosmogonía barroca, el hecho de que personas medianamente informadas utilicen la expresión “barroco” para referirse a lo que desde ya postulan como inapropiado para la era comunicacional es una gran torpeza. Pero no es inadmisible. Es apenas una tontería reinante, a la que estamos acostumbrados. Con esa palabra ya saben que invocan el talismán de la exclusión, el sobreentendido básico de la cofradía de vigilancia de la vulgaridad mediática, que envía al ostracismo a los réprobos barrocos.
La sentencia suena diariamente en los patíbulos y tribunales que imparten patrullajes para guardar la “buena comunicación”. Pero ¿es posible que se tenga como patrón de lenguaje una confusión entre la claridad necesaria y el modo que la televisión interpreta la claridad? La primera sólo puede ser una síntesis consumada luego de esfuerzos notables, al modo de unas matemáticas del lenguaje que muchos grandes escritores prefirieron mostrar como un logro final de sus investigaciones.
Borges se apartó conscientemente del barroco. Lo calificó (¿despectivamente?) como la última etapa de un arte que en su decadencia muestra de golpe, de-sordenadamente, vomitando súbitamente sus elementos originales, todo aquello que no supo ser. Pero Borges mismo, a quien siempre le intrigó el barroquismo, encarna una paradoja... hmmm, “barroca”. Irónicamente se instaló en la idea de un infinito “borrador” pero expuso textos finales cuya despojada luminiscencia provenía de tantas operaciones previas que la crítica de ese ascetismo sin despilfarros sólo puede ser de índole “barroca”, si es que se quiere desentrañar al personaje y sus escritos. Lo mismo pasa con Viñas y, en cierta forma, con León Rozitchner.
Sebreli, en cambio, tiene una claridad que proviene de la estética de los medios de comunicación. La crítica al barroquismo tiene una primera manifestación rutinaria en el inconsciente colectivo standard de un poder mediático sin exigencias mayores sobre sí mismo. No digo con esto nada nuevo. A Sebreli ni lo estoy atacando, pues no lo miro con desdén ni dejo de considerar con cordialidad su itinerario intelectual, al que sigo desde los años ’60 como su lector... y todo lector, se sabe, es un bicho finalmente reconciliante. Debo decir que su estilo de divulgación, quizás inaugurador de la hipótesis de que es posible la filosofía por televisión, tiene soluciones ingeniosas y pegadizas cuando presenta la historia del pensamiento argentino del siglo XX. Pero no concuerdo, desde luego, con su teoría liberal de la razón y las simplificaciones obligadas que introduce con sus úkases didácticos, lo que a veces lo coloca muy cerca de los mismos dogmatismos que un buen liberal debería descartar. Didáctica de mercado, aunque perduran hilos subyacentes de la emulación existencialista de su juvenilia.
Pero Sebreli tomó de Sartre justamente su divulgacionismo –que es la mitad de la obra sartreana, envidiosa del cine pero practicante de una gran dramaturgia, siempre recordable- sin tomar realmente el interior de la lengua sartreana, heredera de la gran filosofía de la escritura fenomenológica. Esta lengua es casi una grandiosa imposibilidad, pues debe describir los recursos de la lengua cotidiana como si fueran un enigma a ser tratado por eruditísimos signos filosóficos, que sin embargo no deben ser ajenos a la vitalidad en que se desenvuelven las cosas reales.
Sartre es Sartre por esta asociación entre literatura del espacio público y su propia filosofía, en la que intenta descubrir en el mismo acto del lenguaje la forma del ser y su vacío, los grupos actuando en la historia y la conciencia insincera del sujeto. Su escritura real no se presta a divulgación y es la que justifica su aventura de propagación social, siempre digna y no sometida a la lógica inmediatista de los medios. Obviamente, no ocurre lo mismo con Sebreli, que mantuvo una cutícula “existencialista” y una plena aceptación del idioma liberal-comunicacional, con una idea lineal de la transparencia que Sartre rechazaba. Con esa adecuación, Sebreli se afilia a la crítica que el poder mediático tradicional realiza a las escrituras que intentan innovaciones. De ahí que muchas veces sea encargado del dictamen oficial de destierro: “¡barrocos!”. Sin duda, Sebreli es agudo en establecer ciertos paralelismos, y no está exento de una gracia erudita, pero desmontada de su significación compleja. A la erudición ahora la “salva” por medio de un uso ornamental, degradado. Así sazona culturosamente su proyecto divulgacionista de filiación liberal pero de retórica autoritaria.
Cuando en un reciente artículo Sebreli dice sobre el estilo de Ernesto Laclau que “está empedrado de indefinidos plurales”, tales como “ideales emancipatorios”, “prácticas articulatorias”, “materialidades de la estructura discursiva”, “especificidades del vínculo hegemónico”, que según él “traen el eco del barroco krausista-yrigoyenista”, está hablando desde su pacto imaginario con los medios de comunicación, a los que él entiende perfectamente, a diferencia de quienes serían portadores de la “jergosidad académica” o del “alambicamiento que sustituye la argumentación”. ¿Será verdad esto?
La discusión es larga y por muchas razones Sebreli, en la cúspide de sus prejuicios, se equivoca. Son las escrituras académicas las que hoy intentan invariablemente acercarse a los requerimientos de expresión de los medios. Lo que despectivamente llama “alambicamiento” –o sea, ¡el barroco!– es una figura fácil de atacar. Con nombrarla ya tiene asegurado el acuerdo implícito con lo que imagina que es la jerga dominante en los medios. Pero ya no hay tal alambicamiento donde Sebreli imagina encontrarlo. ¿No vemos por doquier a la mismísima “jerga académica” apenas pimentada con patéticos esfuerzos de “intelección total” para adecuarse a las necesidades divulgativas? Son muchos los aprendices del maestro graduado Sebreli. Debería ser más rebelde contra esas jergas, incapaz de percibirlas en su propio trabajo. Debería aplicar aquí algo de su “rebelión inútil” contra el fútbol en tanto dramaturgia de masas, que es su capricho también de índole liberal, que no pasa de una curiosidad tolerada y que se le reclama chistosamente como complemento picaresco en cada inicio de un Mundial.
Una consideración en serio sobre el tema de la vida popular que vemos ir del Estadio a la Televisión, y también sobre sus símbolos y abjuraciones, está por ser realizada. Sebreli puede apenas insinuar una graciosa equiparación entre Laclau y la prosa yrigoyenista. Ya fue intentado algo parecido por Anzoátegui entre Yrigoyen y Borges, y por Piglia entre Macedonio e Yrigoyen. Justamente, creo que el padre de Laclau, también llamado Ernesto, fue dirigente yrigoyenista. No hay nada con eso. Pero la prosa de Laclau proviene en realidad de su experiencia política argentina y de varios yrigoyenistas barrabravas, conocidos bajo el nombre de Derrida, Gramsci, Heidegger o Lacan.
Tener una concepción política en la Argentina de hoy supone también una lucha sobre qué es inteligibilidad, sobre cómo escribir en el espacio público, cómo divulgar la alta filosofía o la historia –si tal cosa es posible- y cómo aceptar que no hay una sino múltiples maneras documentales en los movimientos sociales. Sebreli, con su antena en vibración permanente –no lo digo irónicamente-, ha descubierto el tema y por eso, en nombre de los poderes más conservadores de la Argentina, se lanza a combatir la discusión libre y la pasión crítica con dos o tres fintas y gambetas para la tribuna. Dice “son barrocos” e imagina, en su ilusión de niño travieso y feliz, que ya nos ha refutado. Que hizo su tarea diaria de opresión e injuria infantil hacia los movimientos críticos que siguen hablando en la Argentina.
* Sociólogo, profesor de la UBA, director de la Biblioteca Nacional.
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