Viernes, 1 de diciembre de 2006 | Hoy
UNIVERSIDAD › OPINION
Por Axel Kicillof *
En una nota publicada en abril intenté llamar la atención sobre las causas profundas de la crisis política que atraviesa la UBA. Detrás de las dificultades para elegir nuevo rector, se esconde en realidad una historia mucho más prolongada y, también, más penosa: la privatización encubierta de la universidad. El ahorcamiento presupuestario que asfixia a la universidad pública tuvo su más nefasta consecuencia en la consolidación de las fuentes “alternativas” de recursos; estos recursos le permitieron sobrevivir, pero al costo de resignar en buena medida los que siempre fueron, supuestamente, sus atributos distintivos: gratuidad, autonomía y cogobierno. Esto es, su carácter público. Las llamadas “camarillas” de la universidad no son otra cosa que grupos de autoridades y de profesores que utilizan a la UBA como una fachada para sus negocios privados y que durante años han “interpretado” convenientemente el estatuto para legalizar negocios ajenos a las funciones de la universidad. Lamentablemente, el actual “acuerdo” entre los decanos no parece cambiar, en lo fundamental, el fondo de la cuestión, ni el “programa” presentado apunta a trasformar la universidad de raíz.
La UBA recibe anualmente del presupuesto nacional una partida que distribuye entre sus facultades. Más del 96% de los recursos se utiliza para pagar los sueldos de docentes y no docentes. Si se computa también al CBC, dispone de un presupuesto de 224 millones de pesos para pagar a casi 30 mil docentes y formar a casi 300 mil estudiantes. Esto representaba en 2004 un total de $64 por mes por estudiante y, en promedio, $400 por docente. Redunda señalar que estos montos son irrisorios y los sueldos miserables en comparación con cualquier universidad del mundo. Lo que no parece haberse admitido es que, en la práctica, su escasez limita las múltiples funciones de la universidad a una: la enseñanza. Este es el caso de la UBA, donde los recursos alcanzan –a duras penas– para sostener las actividades propias de un centro educativo, pero en donde los restantes fines –la producción de conocimiento a través de la investigación y la extensión hacia la sociedad– no pueden sostenerse con el presupuesto. En términos más concretos: el presupuesto de ocho millones anuales no alcanza ni siquiera para pagar los servicios como la luz, el gas o el teléfono; menos todavía permite comprar libros, insumos, costosos equipos o para reparar edificios e instalaciones. En realidad, está condenada a impartir los conocimientos producidos en otra parte y con otros fines. Nada tiene esto de parecido a la producción de ciencia y pensamiento crítico para el desarrollo del país.
La UBA no se quedó de brazos cruzados sino que sus autoridades, investigadores y docentes salieron, con creciente desesperación, a “pescar” fondos para continuar investigando. Hoy, después de más de 30 años de “financiarse” de cualquier modo, la UBA dispone de recursos, sólo que no le pertenecen. La distribución de esos recursos y su empleo no los decide el rector ni los decanos ni los órganos del cogobierno, sino que son las empresas e instituciones que la financian en la práctica las que fijan las metas, los procedimientos, las evaluaciones, los planes de investigación, sus objetivos, sus “beneficiarios”. Y este reemplazo de fondos internos por fondos externos no fue resultado de una campaña para obtener más recursos, sino un intento de evitar la muerte por inanición. La universidad recibe una porción del presupuesto nacional, justamente, para manejarlo de manera autónoma, sin sujetarse a condicionamientos externos. En contraposición, los fondos no presupuestarios son, por definición, todos ellos, condicionados. De hecho, hace años que la UBA no planifica y no decide qué investigar ni cómo, sencillamente porque no tiene con qué hacerlo. Se fue vaciando así de su carácter público hasta convertirse, en el mejor de los casos, en un centro de enseñanza con profesores mal pagos o en una comunidad de científicos que luchan individualmente, por las suyas, para conseguir fondos externos; en el peor de los casos, en la cáscara que recubre a una federación de quioscos ubicados en distintas facultades.
En el cuadro adjunto se calculan algunos “índices” que ilustran la gravedad de la actual situación. Como puede verse, la distribución de los fondos “externos” entre las facultades es muy heterogénea, pues depende de la capacidad de cada una, según su “especialidad”, para por un lado vender servicios al sector privado y, por el otro, “captar” fondos de investigación provenientes de otras fuentes públicas y privadas. Pero vale insistir: el gobierno de la universidad sólo tiene potestad para administrar los recursos del presupuesto, mientras que los fondos restantes escapan casi por completo a su incumbencia y están en manos de los profesores, investigadores y autoridades que los obtienen directamente. En ese caso, las actividades se realizan en, desde y con la universidad; pero no es la universidad misma quien las hace, pues no tiene potestad sobre ellas.
El coeficiente de privatización (relación entre los recursos privados y los recursos presupuestarios) exhibe una primera realidad escalofriante: la facturación por ventas de la UBA es equivalente a un 40% de sus recursos presupuestarios; en algunas facultades, duplica y hasta cuadruplica los recursos genuinos. Son facultades pobres con camarillas ricas. El número impresiona: en 2004 (último y único dato disponible), el valor de la venta de servicios de todo tipo que, vale decirlo, no puede utilizarse para pagar sueldos de docentes de grado, ascendía a 92 millones de pesos. En otras palabras, buena parte de la UBA ya está, en la práctica, al servicio y bajo el control de las necesidades de sus financiadores privados. El índice de autonomía ilustra la capacidad de la UBA para decidir sobre el manejo de los recursos y, por tanto, sobre las actividades diferentes a la docencia; se calcula como el porcentaje que representa su presupuesto nacional respecto de los recursos totales que obtiene (presupuestarios, privados y de otras agencias). La universidad controla algo más de la mitad de los recursos que recibe, mientras que el resto ingresa y se aplica según criterios externos. Su autonomía real no llega al 60% de los recursos. Podrían agregarse más cálculos e indicadores. Pero el propósito es mostrar que una democracia real en la UBA tiene, como requisito previo, la recuperación de la autonomía, es decir, la desprivatización. Esa desprivatización, probablemente por sí misma, se encargará de expulsar a las camarillas que perderán entonces su razón de ser. Según diversas versiones, el Gobierno ha ofrecido un sustancial incremento presupuestario: sería una oportunidad para evaluar qué es lo que realmente se hace hoy en la universidad, qué parte de esa actividad vale la pena y se condice con su carácter público, establecer prioridades, discutirlo abierta y democráticamente, con el objeto de sustituir financiamiento externo por recursos presupuestarios no condicionados. De otro modo, el gobierno de la UBA será sólo una junta de negocios y no la dirección de una institución científica con trascendencia social.
* Profesor regular e investigador de la Facultad Ciencias Económicas (UBA).
D *: Docentes / P *: Privatización / A *: Autonomía
Fuente: elaboración del autor y P. Ceriani a partir de información del Rectorado UBA, Conicet y Agencia correspondiente a 2004, excepto la distribución docente (2000).
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