VERANO12

Rachmaninov por Boyd Tchaikovsky por White

Por William Boyd

MAPA DEL CORAZON HUMANO

Mi verdadera pasión por Rachmaninov empezó hace dos años, mientras me recuperaba de una gripe (una gripe de quince rounds, según recuerdo). Postrado en cama, me había resignado a romper mi promedio de resistencia frente a un televisor encendido, pero afortunadamente mi convalecencia coincidió con el Torneo Leeds para Pianistas, que terminé viendo de punta a punta. La curiosidad más comentada de esa edición del torneo era que la mayoría de los finalistas parecían haberse puesto de acuerdo a la hora de elegir su repertorio: casi todos optaron por Rachmaninov y la mayoría por su Rapsodia sobre un tema de Paganini.

Debo confesar que me sentí decepcionado. Conocía la Rapsodia demasiado bien –o eso creía– y me preguntaba si, recostado en mi lecho de enfermo, toleraría escucharla una y otra vez. En otras palabras, fui poseído por ese ligero y prejuicioso desprecio del que suele ser víctima Rachmaninov, en particular sus obras para piano, como la Rapsodia, el Preludio en Do menor y los cuatro conciertos. Este es el destino de muchas obras musicales –en rigor, de muchas obras de arte– que tienden a resultarnos demasiado familiares. La lista es larga, pero nuestros preconceptos son siempre profundamente complacientes. Y nunca comprendí esto mejor que durante aquella semana que vi el Torneo Leeds para Pianistas. Una y otra vez escuché los primeros compases de la Rapsodia y una y otra vez me encontré conmovido y transportado por la música.

Esta súbita conciencia de Rachmaninov habría de llevarme a recorrer de nuevo toda su obra. Los tres primeros conciertos escalaron de manera inmediata e irrevocable mi lista de favoritos, y en los últimos tiempos he comenzado a sentir devoción el cuarto. Para ponerlo del modo más sencillo: me acerco a la música como alguien que no es músico, en busca de emociones, en el sentido más amplio de la palabra: quiero que me exalte y me hunda en la melancolía, quiero ser llevado hasta las lágrimas y dejado sin aliento. Y me parece que, sobre todo en el tercer concierto, Rachmaninov cubre este espectro de sentimientos con una maestría tan ejemplar como asombrosa. A esta altura, los comienzos de estos dos conciertos se me presentan cargados de un poder anticipatorio: conozco lo que me espera, las melodías que acechan, los ritmos que se agitarán, el trueno de las cuerdas, los pasajes de simpleza y belleza elegíacos. Hay un momento, entrado el cuarto minuto del primer movimiento, durante una serena secuencia melódica, que me llena los ojos de lágrimas, no importa cuántas veces lo haya escuchado. ¿Por qué? ¿Es ésta la respuesta individual al arte que desafía todo análisis? Creo que sí. Podría comparar esta experiencia con la lectura de ciertos poemas, como “The Whitsun Weddings” de Philip Larkin, que debo haber leído cientos de veces, y cuyas últimas líneas (“A sense of falling, like an arrow-shower/ Sent out of sight, somewhere becoming rain”, “Una sensación de caída, como una lluvia de flechas/ enviada desde un sitio invisible, convirtiéndose en lluvia en algún lugar”) todavía me provoca el mismo júbilo que Rachmaninov, la misma percepción de algo logrado hasta la perfección, una emoción captada de manera absoluta y para siempre.

Este texto está incluido en la edición de Penguin del CD Rachmaninov: Conciertos para piano No. 3 y 4 / Interpretada por la Orquesta Filarmónica de Londres, Vladimir Ashkenazy & André Previn.

Por Edmund White

CARNE TREMULA

Cuando era un adolescente snob que despreciaba a los románticos, convencido de que la música se detenía en Bach y resurgía con Stravinsky, escuché una vez el Segundo Concierto para piano de Tchaikovsky, antes de salir a comer con el solista. Era un pianista célebre e interrumpió uno de mis mordaces comentarios sobre el compositor ruso diciendo: “¿Pero no se da cuenta de que fue el orquestador más versátil y sutil de todos los tiempos, sólo igualado por Berlioz? ¿Y qué me dice de sus ingeniosas voces debajo de las melodías, tan complejas como toda la polifonía barroca que usted tanto admira?”. De pronto, mis prejuicios se disolvieron y pude oír el genio de su música expresiva. Me volví un converso de por vida.

Ese aprecio por su música se vio profundizado cuando supe que Tchaikovsky había sido homosexual. Durante los ’50 –la década más conservadora de la historia norteamericana contemporánea–, mientras nadie se atrevía siquiera a susurrar la palabra homosexual, los gays nos abocábamos a confeccionar una lista de los grandes homosexuales de la humanidad. Aunque la versión oficial de su vida, auspiciada por Hollywood, lo pinta como un genio atormentado por el amor no correspondido de su mecenas, Madame von Meck, una mujer a la que nunca llegó a conocer, ahora sabemos que la causa de su tormento era su homosexualidad, compartida con su hermano Modeste (la correspondencia entre ellos se encuentra repleta de referencias a sus gustos sexuales prohibidos). Recuerdo haber oído el carácter especial de La Patética dentro de ese contexto: ¿acaso no le había confiado Tchaicovsky a su hermano “Esta es nuestra sinfonía”? Si esto realmente era música gay, no me sorprendía que fuera tan trágica, por lo menos durante los ’50, un período durante el que la mayoría de los escritores gay terminaron en la locura o en el suicidio y las parejas de hombres luchaban tanto contra sus impulsos naturales como contra la persecución de la sociedad. Por todo eso, en esta música, compuesta por Tchaikovsky poco antes de su muerte en 1893 a los cincuenta y tres años, se oye a la vez su último testamento y su réquiem.

Lo que también escucho en esta sobria y terrible sinfonía –quizá porque Tchaikovsky compuso los primeros grandes ballets de la historia, o simplemente porque soy un adicto al ballet– es la música que evoca una coreografía dramática. Los cambios de humor en el primer movimiento, entre el lamento de la apertura y la dolorosa dulzura del segundo tema, se nos aparecen como imágenes sobre un escenario: un joven marchito, moviéndose de un lado al otro, hasta que su compañero, un hombre mayor, lo hace bailar casi en el aire durante un largo y etéreo adagio.

Este pasaje silencioso, descendiente, es interrumpido por uno de los momentos más dramáticos de la literatura sinfónica: el repentino y ensordecedor estruendo del desarrollo. Imagino hordas con antorchas en alto irrumpiendo desde ambos lados del escenario para agobiar a los amantes. Este contraste y la elaboración siguiente del primer movimiento termina siendo una introducción tan dolorosa que deja su estigma en todo lo que sigue: una marca grabada a fuego sobre la carne tierna de esta obra.

Este texto está incluido en la edición de Penguin del CD
Tchaikovsky: Sinfonía No. 6 “La Patética”/ Interpretada por la
Filarmónica de Berlín, dirigida por Herbert Von Karajan.

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