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Hay una paradoja central a la literatura de Juan José Saer. Por un lado está el Saer objetivista, el de esas descripciones de espacios y movimientos tan minuciosas que pasado cierto umbral el objeto termina disolviéndose ante nuestros ojos, a la manera de las imágenes fotográficas que, ampliadas, revelan cada vez más detalles y de pronto desaparecen en una mera dispersión de puntos o píxeles.

Pero este mismo Saer, y en los mismos relatos, ha dotado de una realidad física y sensorial inigualada a una zona geográfica (Santa Fe y alrededores) y creado personajes, como Tomatis, Angel, Barco, los mellizos Garay, que siguen sus vidas de una novela a otra, que a uno le parece conocer de toda la vida.

Cicatrices es, a mi entender, la novela donde estas tendencias en teoría antagónicas mejor se complementan y armonizan. Cuatro capítulos, cuatro monólogos de cuatro personajes, cada uno con su historia, cruzándose a veces por mero azar y otras en las obligadas familiaridades cotidianas de la ciudad chica de provincia.

El homenaje implícito al maestro Robbe-Grillet y su novela La celosía, que Saer pone en boca de Tomatis en el primer capítulo (“es archisabido que el hombre celoso no mata a puñaladas a la mujer que lo engaña sino que se dedica a [...] contemplar cómo se va corriendo la sombra de la pilastra sudoeste de la galería de su bungalow”), se vuelve método en el tercero: para contar la vida desolada de un puto de ciudad chica del interior (para peor: un puto juez, es decir, un puto respetable, un puto obligado a respetar las apariencias, un hombre al que la palabra “sus semejantes” no puede resultarle más que un error grotesco del lenguaje o una broma siniestra), nada mejor que la minuciosa, obsesiva descripción de la lluvia a través de las ventanillas y los recorridos sin rumbo de un auto a través de un paisaje minuciosamente extrañado, poblado de gorilas.