Martes, 23 de febrero de 2010 | Hoy
Por Leonardo Moledo
Pero ven, y te diré, y tú retén las palabras oídas, qué únicos caminos de busca son pensables. El uno, que es y que no es posible que no sea, es la vía de la Persuasión, pues sigue a la Verdad. El otro, que no es y que necesario es que no sea, éste, te digo, es un sendero ignorante de todo. Porque ni puedes conocer lo que no es, pues no es factible.
Parménides, poema ontológico
...que lo que es no se ha generado y es imperecedero, pues es de intactos miembros, intrépido y sin fin. Ni nunca fue, ni será, puesto que es, ahora, junto todo, uno, continuo. Porque ¿qué origen le buscarás?, ¿cómo, de dónde habría tomado auge? De lo que no es, no te dejaré decirlo ni pensarlo, pues no es posible decir ni pensar que no es. Y ¿qué necesidad le habría hecho nacer después más bien que antes, tomando principio de lo que nada es? Así, necesario es que sea totalmente, o que no sea.
Parménides, poema ontológico
Nadie que haya fatigado las páginas de las Lecciones preliminares de filosofía de García Morente, que reúnen una serie de conferencias dictadas en Buenos Aires, si no me equivoco, allá por los años ’40 o ’50, puede olvidarse del tremendo capítulo sobre Parménides (Elea, sur de Italia, siglo V a. de C.): para García Morente, Parménides es el origen de toda metafísica, y su poema ontológico, donde establece los principios del Ser (el Ser es, el NO-Ser no es), constituye el punto de partida de toda metafísica futura. Es un capítulo, como ya dije, tremendo, parece que allí Parménides aborda la cuestión de fondo: ¿por qué es Ser? ¿Por qué, y no la Nada...? da la sensación de que inicia y termina la ontología.
Pero esto no es una breve introducción a Parménides, sino a lo que hace César Aira con él en ese exquisito librito (¿un cuento?, ¿una nouvelle?) que llama precisamente Parménides y que no debe tener más de cincuenta páginas (estoy escribiendo sin el libro a la vista, que puede estar perdido en los recovecos de mi biblioteca o en los más peligrosos recovecos de los libros prestados y no devueltos).
Allí, Aira pone en juego los recursos de su “realismo absurdo”, un paso por delante del realismo mágico, que en su literatura es sólo un recurso, un ingrediente más, para la construcción de un mundo estrictamente propio, en el que el realismo mágico (con el que es fácil confundirlo) no tiene otra función muy diferente de –digamos– un destornillador. Aira se mueve en un mundo de por sí incoherente, apelmazado por el recurso a la belleza exquisita o, como dijo acertadísimamente Alan Pauls, con frases que se desvanecen en el aire un instante antes de volverse bellas.
Y así las cosas, me olvidé de hablar del librito “en sí” (¿existen las “cosas en sí”?), pero en realidad no importa: basta recorrer esas páginas para sentir, agudamente, la felicidad de la literatura.
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