Martes, 23 de febrero de 2010 | Hoy
EL PAíS › ENTREVISTA CON EDUARDO RINESI, FILóSOFO Y POLITóLOGO
Con una reflexión que parte de la literatura, Rinesi plantea la necesidad de aceptar la conflictividad social para poder pensar y construir “una república popular y democrática”, enfrentando los discursos asociados al consenso y la armonía.
Por Javier Lorca
“En la tensión entre el conflicto y la necesidad de un orden radica la fuerza de la idea de república. Y nos perdemos esa fuerza cuando convertimos a la república apenas en un conjunto amable de buenas maneras”, dice el politólogo Eduardo Rinesi, volviendo sobre un tema recurrente en sus últimos escritos, la urgencia de aceptar el conflicto como algo inherente a toda organización comunitaria. En su nuevo libro Las máscaras de Jano. Notas sobre el drama de la historia (Gorla), asedian ése y otros problemas políticos contemporáneos y lo hace sobre una base inesperada y atractiva, que ya había ensayado en trabajos anteriores: la obra de William Shakespeare, en este caso, particularmente, El mercader de Venecia.
–La literatura constituye una herramienta muy poderosa para pensar los problemas de la vida social, quizá porque está menos obligada que las ciencias sociales o la filosofía a ser fiel a los hechos y, por eso mismo, es más libre frente a ellos. En particular, la tragedia y la comedia tienen una gran potencialidad para pensar la vida política de los hombres y los pueblos. La tragedia es muy útil por dos motivos. Primero, porque es una reflexión sobre la materia misma de la política, que es el conflicto. Es posible decir que hay política porque hay, entre los hombres y los grupos, conflicto, y que hay tragedia, también, porque hay conflicto. Por supuesto, el conflicto con el que lidia la tragedia es diferente del conflicto con el que lidia la política. Y la propia dignidad de la política radica en tratar de sostener esa diferencia: la diferencia entre los conflictos políticos, que pueden procesarse y tratar de resolverse, y el conflicto trágico, que es radical e irreductible. De modo que la tragedia permite pensar la política no porque la política sea necesariamente trágica, sino porque la tragedia nos muestra el límite de la política, su cifra oculta, su posibilidad última y siempre desplazada. En segundo lugar, la tragedia es muy útil para pensar la política porque supone una reflexión sobre lo precario y frágil de la existencia humana, sobre el hecho de que los hombres siempre estamos en manos de fuerzas –de dioses, digamos– que nos exceden. La tragedia sirve para pensar la política en la medida en que, en el mundo de la política, los hombres y los pueblos estamos siempre expuestos a esas fuerzas que no controlamos.
–A diferencia de la tragedia, la comedia plantea situaciones en que los hombres consiguen derrotar a los dioses o burlarlos, siquiera provisoriamente. Mostrarles que no son tan omnipotentes y que los mortales, con su astucia, su virtud o su piedad, a veces pueden abrirse paso en medio de los azares y los imponderables de la vida. La política, la vida política de los pueblos, tiene un poco de esas dos cosas. Hay política porque siempre hay fuerzas que nos superan y dominan, pero también porque, a pesar de eso, los hombres, peleando, conversando, acordando o no, vamos abriéndonos camino en medio de “los dardos y flechazos de la insultante fortuna”, de las fuerzas que no podemos controlar. Vamos construyendo colectivamente, con más o menos sagacidad y suerte, órdenes que son siempre contingentes, nunca definitivas, pero que nos permiten ir viviendo la vida e ir imaginando otros destinos. La tragedia y la comedia, esos dos grandes inventos de los viejos griegos, se articulan después, se yuxtaponen durante el Renacimiento inglés, y especialmente en la obra, magnífica, de Shakespeare, y a esa mezcla solemos llamarla drama. El drama es sumamente útil para pensar la política porque la política, como la vida misma, mezcla siempre estos dos elementos, estos modos de plantearse la relación entre los hombres y las fuerzas del mundo: la subordinación o la impotencia y la decisión de, como dice Hamlet, tomar las armas contra las adversidades y tratar de derrotarlas. Shakespeare presenta siempre con gran sensibilidad lo difícil, lo complejo de estos combates, que no suelen tener una resolución nítida sino un final siempre abierto. Kierkegaard decía que no sabemos si la historia de la humanidad es trágica o cómica, porque no conocemos el final.
–Porque tiende a volverse hegemónica en la discusión política, periodística e incluso académica una idea sobre lo que sería un buen orden político que querría creer que el conflicto no es inherente a las sociedades, que las sociedades podrían vivir sin conflictos, y que cuando el conflicto aparece, debemos atribuirlo al carácter más o menos pendenciero de tal o cual dirigente y no a algo que constituye la naturaleza misma de todo orden. Es necesario recuperar la idea de que los conflictos son inevitables e incluso, en ciertas circunstancias, buenos. De que los órdenes sociales nunca “cierran”. Disimular la conflictividad inherente a la vida social es ideología pura. No habría vida individual ni colectiva, ni historia universal, si no hubiera conflicto. Por eso trato de recuperar, con la ayuda de estos grandes instrumentos que son la tragedia y la comedia, la centralidad del conflicto para pensar cualquier orden político. Más todavía cuando se trata de pensar, como es el caso hoy en Argentina, la cuestión de la república. En efecto, la cuestión de la república aparece con gran insistencia, hoy, entre nosotros, pero lo hace en general de un modo muy pobre, asociado a la reivindicación de las reglas y los procedimientos, a la crítica de la corrupción y a la celebración de la división de poderes. Es más interesante recuperar del gran pensamiento republicano clásico la constatación de la tensión entre el hecho de que la cosa pública –eso quiere decir res publica– es una cosa común, una cosa de todos, y la verificación de que esa cosa de todos es una cosa conflictiva. En esa tensión entre el conflicto y la necesidad de un orden radica la fuerza de la idea de república. Y nos perdemos esa fuerza cuando convertimos la república apenas en un conjunto amable de buenas maneras.
–David Viñas suele insistir en la fuerza de lo que llamó la inversión de la dicotomía sarmientina de civilización y barbarie hacia el 1900. Mientras antes de eso el pensamiento de nuestros grupos dominantes tendía a ver a la ciudad como el alma civilizada de la nación, y al desierto o el campo como el cuerpo indómito que había que civilizar, cuando la ciudad se ve “invadida” por nuestros abuelitos, feos, sucios y malos, y se vuelve “peligrosa”, la élite empieza a verla como el cuerpo enfermo de la patria, y a recuperar idílicamente al campo como su alma espiritual. Sin conflictos. Análogamente, cuando uno lee la ideología que aparece en los suplementos “Countries” de los grandes diarios, o en las entrevistas realizadas en la muy interesante investigación de Maristella Svampa sobre la fuga de los sectores acomodados hacia los countries en los ’90, se encuentra de nuevo con esa vieja ideología del no-conflicto, ahora vestida con los ropajes new age de la “vida verde”. Pero se trata siempre de lo mismo: el conjuro de la ciudad y de sus vicios. Que es también el modo en que lo que se llamó “el campo” logró tematizar, con mucho éxito, el conflicto que sostuvo con el gobierno nacional en 2008, presentado hábilmente como una lucha de almas puras y virtuosas contra un invasión fiscalista externa. Para pensar esto me resultó iluminadora la contraposición que establece Shakespeare, en El mercader de Venecia, entre la ciudad de Venecia, la ciudad capitalista, “real”, de los comerciantes y los usureros, y la de Belmont, una ciudad que no existe, paraíso imaginario del amor idílico, puro y como fuera de la historia. Esto nos devuelve a la cuestión republicana: aquí uno puede pensar en una tradición republicana oligárquica, que es la de la era de oro de los dueños de la tierra, y en otra tradición republicana, asociada a la lucha de los sectores populares urbanos modernos, que nos da una idea de república muy distinta. Si en una tradición la república es armonía, amanecer campestre y ausencia de conflicto, en la otra, la república está asociada a la lucha permanente entre clases sociales.
–Con la palabra “populismo” pasa algo parecido a lo que pasa con la palabra “república”. Ambas contienen cierta tensión. Si república contiene la tensión entre la cosa pública, que es de todos, y el conflicto, que es inherente a esa unidad, la tradición populista expresa la ambivalencia contenida en la propia idea de “pueblo”, que –como viene insistiendo sistemáticamente Ernesto Laclau– es al mismo tiempo la parte y el todo, puesto que “pueblo” es el conjunto de los pobres que se oponen a los ricos –y ahí tenemos la dimensión del conflicto del populismo– y el conjunto de todos los ciudadanos. En esa tensión radica el hecho de que el populismo sea siempre un blanco fácil para pensamientos políticos muy distintos, incluso en muchos sentidos opuestos, y que ligue, por así decir, tanto por izquierda como por derecha. El populismo liga por izquierda porque es demasiado consensualista –lo es–, y por derecha porque es demasiado conflictivista –también lo es–. Esas tensiones que expresan las ideas de república y de populismo son análogas porque, en el fondo, son la misma. De ahí que sería interesante dejar de insistir en la contraposición entre republicanismo y populismo, que está asociada a una lectura muy parcial y sesgada de ambas tradiciones –a una lectura de la tradición republicana que enfatiza su carácter consensualista y procedimental, y a una lectura de la tradición populista que enfatiza su carácter democrático arrebatado y poco cuidadoso de las formas–. En cambio, habría que tratar de pensar sus múltiples formas de articulación. En los modos de construir, en otras palabras, una república popular y democrática.
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