Miércoles, 29 de diciembre de 2010 | Hoy
Por Gustavo Nielsen
Odio las fiestas que pasan a fin de año; siempre las odié. La idea de Papá Noel bajando por la chimenea me daba terror de niño, tanto que tuvieron que develarme el misterio tempranamente. Mi hermana Machi volvió a pasar por lo mismo con su hija Sofía, mi preciosa sobrina. Vi repetirse en ella la historia que me contaron, y de la que fui protagonista infantil, alguna vez. En Sofi la fobia fue más agresiva: quiso matar a Papá Noel. Y no sé si odia las Fiestas como yo, me da miedo preguntarle ahora que es adolescente. Estimo que de las Fiestas adora los regalos. Por el momento también cree en Dios como su madre, con el tiempo a lo mejor se vuelve atea como el tío. Sería bueno, porque la religión, a mi entender, es una pérdida de tiempo.
Para hacer este cuento mezclé ese resentimiento con un sueño que me siguió como a una sombra desde mi propia adolescencia. El sueño duró hasta que pude ponerlo en el papel, letra a letra, en el cuento que sigue. Luego no desapareció, sino que fue reemplazado por otro un poco menos siniestro, en el que también el líquido juega un rol fundamental.
Es un día de sol y estoy en la playa, vestido con camisa, corbata, un traje negro, medias y zapatos. Hace calor. El mar está ahí, para que me meta. Voy hacia él. Entro hasta que el agua me cubre. Tener la ropa puesta me preocupa más que respirar. Doy media vuelta y salgo. Sobre la orilla de la arena, al sol, mi cuerpo no chorrea. Mis ropas están secas, mi piel está seca. El pelo está así. El agua no pudo mojarme.
Esta es mi pesadilla actual, la que mi inconsciente cambió por la anterior cuando escribí “La fe ciega”. No sé qué significará. El cuento fue publicado recientemente en una colección de siete relatos que lleva el mismo nombre, y que acaba de sacar, en España, la editorial Páginas de Espuma, de Juan Casamayor. Pronto se conseguirá en la edición argentina.
Nunca me psicoanalicé; tampoco intento demasiado interpretar mis pesadillas, pero estas dos, la del cuento y la nueva, se convirtieron en mis obsesiones, debido a la persistencia. La nueva me acompaña varias veces al mes, como antes lo hizo la otra. En ocasiones la veo noche a noche, la película preferida por mi parte secreta. Miento si digo que a estos dos sueños –en particular– no intenté develarlos.
La conclusión barata a la que llegué, a fuerza de reflexión, es que no formo parte de la naturaleza. Eso es algo que siempre sentí, desde pequeño. Nunca quise tener hijos, y tal vez nunca los tendré. Mi decisión me aleja de lo natural. Si el mar no puede mojarme y el café caliente no pudo quemarme en la edición publicada, yo no soy natural. Este es el mensaje que me mando a través de la almohada, cada vez, a la hora de las brujas. Suena a reproche interior, lo sé. Suponer de qué se trata me evitará ficcionar el sueño en el futuro.
Si a alguien se le ocurre otra interpretación, le ruego que me la envíe a mi casilla de mail, muy fácil de encontrar en Internet.
“La fe ciega” es mi cuento más psicológico, a mi pesar.
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