Miércoles, 29 de diciembre de 2010 | Hoy
VERANO12 › GUSTAVO NIELSEN
Sofi nació el día en que murió su abuelo. Decidí quedarme al lado de mi hermana y de mi nueva sobrina. Había odiado en vida a mi padre; ahora no iba a cambiar de sentimiento. Nadie entendió bien que Enrique fuera al entierro, si era solamente el yerno, y su primera hija acababa de nacer. Para llegar a Bahía Blanca había que viajar seiscientos kilómetros. Toda una noche arriba de un auto. Sandra, mi hermana, nunca le perdonó que la dejara en un momento así. Y nadie, jamás, se enteró de las verdaderas razones del viaje de Enrique. El tampoco había querido a su suegro. Cuando le preguntamos, no pudo, o no quiso, contestar.
Desde ese día, hasta la cuarta Navidad de Sofi, muchas veces me desperté con el mismo sueño. Al principio los acontecimientos se repitieron casi sin diferencias. El sobresalto era el de las pesadillas, aunque el relato del sueño no suponga ningún tipo de miedo. Aparezco sentado en la cocina de mi infancia, con seis o siete años. Mi madre me sirve la leche en un jarro de cerámica. El jarro es azul con un asa blanca. Estoy vestido para ir al colegio, con pantalones de franela, camisa y corbata. Levanto el jarro por el asa. Mi madre me habla, pide que coma algo. Mi mano pequeña acerca el jarro a los labios. Pero no alcanzo a probar el contenido. El asa se rompe, inexplicablemente. Y la leche se me derrama, íntegra, sobre la ropa limpia del colegio.
Amé a Sofi desde el primer segundo en que la vi, casi por contraposición al odio que le tuve a mi padre. Le enseñé a leer a los cuatro años, porque me lo pidió.
Aprendió fácilmente. Sofi es una niña de gran inteligencia; lo dicen sus maestras. Al año y medio preguntó por el abuelo. Lo había encontrado en una foto, abrazándome. Enrique le dijo que estaba en el cielo, al lado de Diosito. Tengo dos años más que Enrique, y mi intención es no involucrarme en la educación de los hijos de los otros. Siempre ha sido así. Sin embargo, cuando Sofi vino a preguntarme, le dije: Dios no existe. Dios es un invento. Ella me miró y abrazó a su Barbie sin ojos. Le agujereaba los ojos no bien se las compraban. Después, fue a lavarse los dientes sin hablar.
No tuve hijos. Decidí no tener hijos, así como decidí no tener Dios. Soy arquitecto: construyo las casas donde ustedes viven. Si alguna vez tuviera que diseñar una sociedad, lo primero que inventaría es la idea de Dios. Alguien capaz de perdonar, pero sobre todo de castigar. Y castigar violenta, metódica, exactamente. Como hacía el abuelo de mi Sofi conmigo.
La semana anterior a esa Navidad me había quedado a dormir una noche en casa de mi hermana. No era la intención; simplemente había ido a comer y, cuando estaba a punto de regresar a mi departamento, Sofi dijo: “Tío, ya te armé el sillón”. Hasta me había puesto su almohada a lunares, para que soñara cosas lindas. ¿Qué iría a soñar ella, mientras tanto, en una almohada ajena?
Mi trabajo de arquitecto comienza muy temprano. Al día siguiente tenía que terminar una obra en Caballito. La casa de mi hermana queda lejos del centro, y pretendía dormir. Pero a la una de la mañana se abrió la puerta del estar. Sofía venía en camisón y pantuflas, con un vaso de agua en las manos.
–Me pelié con papá –dijo.
Separó el cubrecama para meterse.
–¿Y el vaso de agua? –le pregunté.
–Por si me da sed.
Esa noche tuve el mismo sueño. El jarro se soltaba de su asa como si la rechazara. La mancha era algo espesa y marrón, que se expandía rápidamente sobre mi uniforme escolar. Esto era raro: aunque había tenido que acercar el jarro a mi boca para soplar el humo, la leche sobre la piel era apenas una molestia tibia. Si me hubiera quemado, tal vez me habría importado menos eso de quedar manchado. La mancha era el argumento de la pesadilla. Se presentaba tan indeleble a mi razonamiento de niño, como el sueño a mi cordura de hombre.
Si bien no soy el padre de nadie, al menos soy un padrino. En el bautismo de Sofi, el cura la roció. El agua estaba bendita. En el lugar donde a Sofi le cayó, quedó marcada. Son tres gotas que aún tiene en su frente. Tres manchas.
La primera variación del sueño se dio en el asa. Donde cambiaba de color al azul del jarro, aparecían las rajaduras. Había dos: una abajo, otra arriba. Me fijé cuando estaba soplando la leche. El asa, esta vez, había sido pegada. El miedo a mojarme fue anterior al hecho mismo de mojarme, pero no atiné a llevar mi otra mano hasta allí, para ayudar a sostener el jarro lleno. Simplemente advertí que podía soltarse. Como en las veces anteriores, el jarro se despegaba, caía, manchaba.
Sofi me pateó durante toda la noche. Al amanecer se había apropiado definitivamente de su almohada blanca a lunares rojos. Cuando me levanté, su vaso de agua estaba intacto. Fui a hacerme un café. Volví a pasar por delante del sillón, a punto de salir, y la encontré sentada.
–Me hice pis, tío –dijo.
El colchón estaba mojado. El vaso estaba por la mitad.
Un día se le cayó el primer diente. Sofi lo exhibió sobre su palma abierta.
–¿Papá, es verdad que un ratón va a entrar a mi pieza?
–Sí, es un ratoncito muy simpático.
–¿Y va a venir debajo de mi almohada?
–Sí, para llevarse tu diente.
–No quiero.
–A cambio te va a dejar una moneda.
Sofi pensó un instante.
–¿Cómo sabés que no es como los que cazaste con la trampera?
–Porque es el ratón Pérez.
–¿Y cómo me voy a dar cuenta?
–Porque viene vestido con un overol anaranjado. Porque le voy a pedir los documentos. Si no los muestra, no entra.
Sofi no quería un ratón adentro de su pieza.
–Porque es así. Porque todos los chicos creen en eso.
El martes 16 de febrero de 2001, Enrique fue a tirar por primera vez. Había comprado una pistola Garand Beretta calibre 22 y tres cajas de balas. Se había hecho socio del Tiro al Segno de Ciudadela. Según él, ese martes fue el día de su bautismo de fuego. Escribió la fecha con un marcador en la puerta de la heladera. Sandra no lo esperó para almorzar, y se fue a la cama con su botella de whisky marca Teacher’s. Enrique le dijo que iría al polígono cada sábado por la mañana, y que nunca lo esperara para almorzar. Ella no lo escuchó.
Terminé la obra en Caballito. Todo salió bien: me felicitaron, cobré lo que me debían. Dos pintores se quedaron dando los últimos retoques. Estaba tan contento que invité a la familia de mi hermana a cenar en casa. Serví la cena sobre unas mesas bajas, japonesas, que me traje de un viaje de estudios. Puse almohadones para que nos sentáramos en el suelo, música de Satie, platos de porcelana blanca uruguaya.
Enrique encendió las velas y el sahumerio. Sandra destapó la botella de vino. Sofi se sentó con su Barbie sin ojos, e inmediatamente se empezó a reír. No paró en toda la cena. Tal vez le pareciera gracioso eso de estar ahí sentados en el piso, en unas mesitas de juguete.
A lo mejor pensó:
–Qué raro, juegan...
O peor:
–Qué idiotas, juegan...
Acompañé a Enrique al Tiro al Segno. Me lo había pedido mientras cenábamos en casa. Sabe que no me gustan las armas. Me llamó la atención su forma ostentosa, grandilocuente, de saludar a la gente de allí. Como si quisiera que yo lo notara. Algunos levantaron la mano con la mirada seca, como si no supieran quién era. Teóricamente, había ido todos los sábados de los últimos cuatro años. Pensé: “nadie de aquí te conoce”. Tiré un cargador y me fui a pasar la mañana al bar. Probé el whisky por primera vez. Me gustó más que otros alcoholes que había bebido anteriormente. Los cubitos de hielo hacían ruido a Navidad.
¿Cómo se construye una relación? No lo sé. Los hombres sabemos construir muebles, avenidas, casas. Somos constructores. Sin embargo, desde que cumplí cuarenta años, la palabra construir me parece una palabra femenina. Mi última pareja me lo dijo: “¿Vos jamás vas a construir nada que valga la pena, verdad?”. Le contesté: “Los arquitectos vivimos construyendo”. Nunca más volví a verla. El sueño que construyo es real. Lo siento así. Quedar manchado es una de las peores cosas de mi vida. El uniforme escolar no se podrá limpiar. Tampoco mi piel.
¿Se moja, Sofi? Nadie ve nada. Es de noche. Sofi duerme, Sofi está volcando esa copa, Sofi se pelea contra sí misma: no quiere ser mayor. Por la mañana la retarán. ¿Lo hace dormida, o ve cuando se tira el agua?
Quiero a Sofi más que a nadie en el mundo.
–¿Va a aparecer un tipo por la chimenea?
–Se llama Papá Noel, viene con regalos.
–¿Viene por ahí?
–Sí.
–¿Y va a entrar acá?
–Deja los regalos en el árbol y se va...
–Pero para dejar los regalos tiene que entrar a la casa...
–Sí... un poco. Dos metros, hasta el árbol...
–¿Y lo vas a dejar entrar?
–Es un señor muy bueno: te va a traer el regalo que pediste...
Sofi lo piensa más.
–¿Y si se roba algo?
–¿Cómo se va a robar algo Papá Noel?
–No sé..., ¿de dónde lo conocemos?
–¡De otros años!
–¿Y por eso lo vamos a dejar entrar a casa así como así?
Enrique piensa.
–Si no entra, no vas a tener tu regalo...
–No quiero el regalo, papá –dice, y se larga a llorar–. ¡Si entra, disparale!
–¿Cómo vamos a lastimar a Papá Noel?
–Lastimarlo, no. Matalo, papá.
Por un instante, Enrique se asusta de haber tenido esa hija.
–Papá Noel somos nosotros, mi amor. No te preocupes. Ningún extraño va a entrar a nuestra casa.
Para demostrárselo, trae los regalos y los reparte. Cada uno abre el suyo. Son las diez y media de la noche. Todos, menos Sofi, nos sentimos decepcionados. Sofi abraza a su padre y dice:
–Gracias, papá.
A Sofi le debe dar asco derramar su orina real. Mearse encima le parecerá un signo de debilidad, una cosa de niñas comunes. El pis es sucio. El agua, en cambio, es para lavarse. Por eso el pis que ella se hace en la cama es un líquido bendito, algo que aún no ha pasado por su cuerpo. Ella mueve la mano, inclina la copa. El jarro se suelta del asa. Se da vuelta. La leche sale como una lengua marrón. ¿Está cortada con café, o es chocolate? Una lengua líquida que surge y toma la dimensión entera de la mancha, como si fuera un pájaro que extiende sus alas en el aire. La mancha se posa sobre los muslos del niño que, perplejo, aún sostiene el asa en su mano derecha. La aprieta como si fuera su herradura de la suerte. El cuerpo del jarro rebota sobre sus muslos y se estrella contra el piso. Sin ruido. Las partes quedan balanceándose solas, mudas. La aureola sobre el pantalón hace creer que el niño se ha meado.
Tampoco creo en nada, como Sofi. No creo en el matrimonio, ni creo en el amor. Creo solamente en mi trabajo, en los edificios que levanto, en las ventanas que abro, en los muros que derribo. En la construcción que tiene que hacer mi razón, para no creer. Creer es fácil; no creer es complicado. Creer es aceptar, es acostarse en la cama a tomar whisky. No creer es un trabajo constante, ingrato, impago. No creer es estar sobrio cada minuto de la vida.
Miro a Sofía. Tiene la piel lisa y suave. Sin marcas.
Eso que escribí sobre las marcas del bautismo era pura mentira de mal dormido. Puedo mentir ahora cuando escribo acerca de los detalles de esa noche, puedo mentirles a mis lectores. Pude mentirle a mi padre. Pero jamás le mentiría a Sofi.
Enrique cree en Dios como en un GRAN CALOR, lo dijo el otro día. Hizo así con las manos, para que el calor pareciera enorme. Por eso enciende fuegos, hace asados, fuma. Por eso compra petardos para Navidad, aunque mi hermana lo rete afirmando que es peligroso. Su visión de lo navideño es el encendido de pirotecnia.
A Sandra le gusta el champán. Su visión de lo navideño es consumir botellas hasta quedar desmayada. El alcohol enciende la fogata.
–¿Adónde está el abuelo?
–En el cielo –dijo mi hermana.
–¿Y papá va a tirar un cohete? ¿No lo podemos lastimar? ¿No lo vamos a ahogar con el humo? Mejor prendemos solamente estrellitas...
–Pero dejalo a tu papá, que quiere cohetes –dije.
–Odio esos petardos –interrumpió Sandra.
Enrique pensó antes de hablar.
–Es para ver si el abuelo está.
–¿Cómo? –preguntó Sofi.
–Con la luz.
Una cañita voladora cayó en el jardín, provocando el incendio de un cantero. Fui a apagarlo con un balde lleno de agua. La operación duró un par de minutos. El agua apagó el fuego.
Para eso son los bautismos.
Abrió mi paquete. Era la Barbie nadadora, la que me había pedido que le comprara. Eran las diez y treinta y seis, lo recuerdo porque miré el reloj. Después fue que salí corriendo a llenar el balde para apagar las plantas encendidas. Sofi también salió corriendo. A buscar el punzón para agujerearle los ojos a su muñeca nueva. Era viernes, y yo no debería haber estado allí.
Luego se fueron a hablar entre ellos, a su cama matrimonial. Y después Enrique salió hecho una furia. “¿Adónde va papá?”, preguntó Sofi. “Al Tiro al Segno”, le dije. Ella fue hasta el cajón de la mesa de luz, para mirar. Eran las doce menos veinte. Se puso el camisón y volvió.
–¿Todavía seguís peleada con tu papá?
Subió los hombros, como si no supiera. Podía escucharse el llanto de Sandra, manso, llegando desde la habitación.
El consuelo es algo difícil de manejar. Una de las cosas en las que me gustaría tener una fe ciega. Por eso dejé a Sofi en el sillón y fui hasta la habitación de mi hermana; por eso entré. La fe ciega es una redundancia; sobra la ceguera o falta la fe. Para creer hay que cerrar los ojos. Fue en la noche de Navidad del año 2005. Sandra estaba borracha, vestida, tirada en la cama. ¿Qué hacía yo ahí, en medio del huracán de la familia de otro? Simplemente pasaba una fecha difícil, de esas en las que todos hablan de las familias y nadie puede no tener una. De esas en las que necesitamos pastillas para dormir y la pequeña ilusión de que tenemos algo que funciona. Aunque sea la familia de la hermana. Aunque nunca hayamos creído en Papá Noel. Fui hasta la mesa de luz, a cerrar el cajón que Sofi había dejado entreabierto. La pistola estaba ahí, en su caja. Le saqué las balas y regresé al sillón.
Sofi se hacía la dormida, pero me sentí en la obligación de hablar para tapar el llanto de su madre. Era mi forma de apagar ese incendio; de unir el agua al fuego para certificar el cese del credo, para revalorizar el hecho de no haber creído jamás en nada. Dije:
–¿Mirá si Papá Noel se equivoca y baja de nuevo ahora, que son las doce?
Y dije:
–¿O mirá si Papá Noel se equivocaba de día y bajaba antes, una noche cualquiera, y te despertaba?
Y dije:
–¿Mirá si se apiada de nosotros y no vuelve más?
Sofi se asomó desde debajo de la sábana para verificar que su vaso de agua seguía allí.
–¿Qué es “apiada”?
–Que nos tenga lástima.
Sofi apagó la luz.
–No seas boludo, tío.
Esa noche soñé por última vez con el episodio del jarro. Se rompía el asa, la leche caía, me caía encima. Sin embargo, ni una sola gota llegaba al piso. Los pedazos de jarro cubrían la cocina de mi infancia. Era la primera vez que mi sueño se ocupaba de algo que no fuera la mancha sobre mi pantalón. Levanté uno de esos pedazos. La cerámica estaba seca por adentro. Ni rastros de la leche que tuvo. Como si el jarro jamás hubiera contenido líquido alguno.
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