Sábado, 25 de febrero de 2012 | Hoy
Por Samanta Schweblin
A mis ocho años tenía un novio que se llamaba Sergio. Un novio de verdad, de esos que se ocupan de que uno no se olvide el abrigo en el aula y, si cree que no prestaste atención cuando la maestra dictó sus consignas, llama a tu mamá por teléfono para pasarle la tarea. Así era Sergio. Estaba a cargo de nuestra relación, con todo el peso que eso supondría para un chico de esa edad. Así que un día en que estábamos en su cuarto jugando al Out Run dijo que tenía que decirme algo, y como lo dijo muy serio dejé el joystick a un lado e intenté prestar atención. Dijo que quería que tuviéramos un hijo. Que había estado averiguando cómo se hacía y que quería que yo hiciera también mi parte. Abrió su puño, que hasta entonces tuvo cerrado entre los dos. Tenía en la palma una semilla de naranja y dijo que, si yo tragaba esa “semilla de padre”, la semilla crecería en mi “estómago de madre” y un tiempo después nacería el bebé.
Empecé a escribir “Conservas” veintitrés años después. Supe el final desde la primera línea, pero en ningún momento pensé que estas historias podrían estar relacionadas. Me había olvidado del asunto de Sergio y su semilla de naranja, y fue sólo durante el proceso de escritura, llegando ya hacia el final de la historia, que recordé la anécdota y supe con precisión desde qué lugar tan lejano venían los miedos, las angustias y los monstruos que una supuesta maternidad a los siete años habían disparado en mi cabeza.
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