Martes, 8 de enero de 2013 | Hoy
Por Ariel Magnus
“Cambiala toda”, pidió la pelota Bobby, aunque estaba a sólo un par de metros del compañero que la arrastraba morosamente hacia el centro de la cancha. “Vení conmigo y picá por la punta”, probó en segunda instancia, sin arreglo a las posibilidades del cuerpo rechoncho y avejentado del otro. “¡Cuidado que te van!”, lo asustó al fin, y el otro empujó la codiciada pelota en su dirección. El balón rodó lento, a ras del suelo y sin ningún tipo de efecto hasta los pies de Bobby, pero la mala calidad del pase, las malas condiciones del terreno o lo mal que venían los botines últimamente le impidieron dominarlo. Un delantero del equipo contrario aprovechó el yerro para robarle la pelota y tomando a la defensa desprevenida marcó otro tanto, el quinto o sexto o séptimo de diferencia, a Bobby esas precisiones lo tenían sin cuidado. Lo que de ninguna manera iba a ignorar era la humillación a la que sentía haber sido sometido por su contrincante, con quien pasaba automáticamente a tener un duelo privado: no bien se presentara la oportunidad, o en su defecto en el momento menos oportuno, Bobby le haría entender al nazi ese que con él, incluso en el contexto de una cancha de fútbol, no se jugaba.
Y no solían ser bravuconadas intrascendentes, cobardes, futboleras en una palabra, las de Bobby. Más bien se diría que el jugador amenazado, de haber conocido el peligro que podían acarrearle las mismas, mal no habría hecho en retirarse preventivamente del campo de juego. Como director técnico de las divisiones inferiores, Bobby era partidario de lo que él llamaba un fútbol ofensivo, que consistía en ofender de forma verbal al adversario y al juez y de forma moral a los espectadores y al deporte en su conjunto, pues el objetivo explícito era conseguir un empate en cero y por lo tanto sólo se trataba de que la pelota estuviera quieta o fuera de los límites de la cancha la mayor cantidad de tiempo posible. Eso como director técnico de las divisiones inferiores, donde sentía que su misión era transmitir a los niños el amor y el respeto por el fútbol, porque como jugador del equipo de veteranos Bobby se inclinaba por estrategias menos pusilánimes: cada vez que trababa una pelota lo hacía con los tapones para adelante y con el objetivo de lesionar al rival, no para dejarlo fuera de competencia por el resto del partido o el resto del campeonato sino para inhabilitarlo por el resto de su vida. En la intimidad lo llamaban El Jubilador, habida cuenta de la cantidad de veteranos que había pasado a retiro rompiéndoles las piernas o la cadera.
Aunque Bobby era lo que en la jerga futbolera se denomina un carnicero, la suya no era una práctica sanguinaria sino discreta, razonada, prolija, en una palabra: kosher. Bobby carneaba con método y nunca en forma gratuita, sino a modo de respuesta frente a un ultraje imperdonable, ya fuera éste un robo alevoso de pelota como el que acababa de sufrir o un caño denigrante o un sombrerito que evidenciaba aún más su ya escasa estatura. Su anhelo era permanecer en la memoria del club como un defensor de golpe limpio, casi sin sufrimiento para la víctima, que quedaba de inmediato inconsciente. Su sueño mayor, inconfesable (el rito no estaba previsto en su religión), era que su figura adquiriera con el tiempo estatura mitológica y el Pueblo del Libro pasara a ser considerado el Pueblo del Líbero.
De todas formas, el castigo verdadero no consistía en lisiar al atrevido, sino en visitarlo luego en el hospital para, so pretexto de pedir perdón, poseer a su esposa. “No hay mal que por bien no venga, señora, ahora por lo menos lo va a tener los domingos para usted”, tal la frase favorita de Bobby para ganarse el favor de las damas; luego procedía sin gastar más ingenio a las escaleras de emergencia. Igualmente Bobby no era un iluso ni mucho menos un hipócrita, sabía muy bien que tras días de tener al marido hospitalizado las señoras eran presas fáciles (un hombre es una mujer que no tuvo sexo los últimos 10 días, era su definición favorita) y por lo tanto declinaba contabilizar estas aventuras en su haber de galán.
Sacaron del medio, la pelota vino a sus pies, avanzó con ella unos metros hasta que le faltó el aire, intentó luego colocarla en profundidad pero la cancha le quedó corta y el balón se perdió por el fondo. Bobby pateó el suelo y puteó al cielo. No estaban en su mejor día, ni él ni su equipo. No estaban en su mejor día ni en su mejor mes ni en su mejor año ni él ni su equipo ni su club ni su país, pensó amargamente, la verdad es que su vida en general y el universo en su conjunto no se le habían manifestado nunca en su mejor forma. ¿O alguien creía seriamente que había sido él con toda libertad y ante un sinfín de opciones quien había elegido jugar con esa manga de perdedores en ese club de mierda de ese país del orto (la adjetivación es de Bobby)? El asado de hacía unas horas y junto con el asado también el partido de las inferiores, el partido ahora con los veteranos, el que asistiría por la tardecita en la cancha y los que vería por la noche en la televisión, todo ese domingo y todos los domingos de su vida y toda su vida se le revolvieron en el estómago. Y como siempre que caía en estos pozos depresivos durante el juego, lo cual coincidía generalmente con la aparición de los primeros síntomas de cansancio corporal, Bobby aceleraba sus planes de venganza a fin de que el juez le facilitara mediante una tarjeta lo que él llamaba una salida decorroja.
Era el primer encuentro que disputaba desde las diez fechas de suspensión que recibiera por fracturarle la pierna a un adversario y luego participar de forma comprometida y aun entusiasta de los incidentes posteriores, pero no por eso Bobby escarmentaba. Las sanciones del tribunal de disciplina de la Federación Argentina de Centros Comunitarios Macabeos (Fuck Ma, la llamaba Bobby) le chupaban, para tomar prestada otra vez una de sus expresiones predilectas, el mismísimo huevo duro de Pesaj. Es que hacía algunos años, cuando cayó en la cuenta de que pasaba más fechas suspendido que jugando, Bobby tuvo la idea de crear un campeonato paralelo sólo para infractores.
La propuesta chocó en un principio con la indiferencia y aun el rechazo no sólo de los jugadores en general sino también de los mismos favorecidos, quienes por norma se sentían avergonzados de sus faltas y preferían pagar por ellas de la forma más desapercibida posible. Sólo muy de a poco pudo Bobby mostrarles que no tenían por qué ocultarse y que era hora de que salieran, por así decirlo, del vestuario. “No somos negros ni tenemos un hijo mogólico o puto, no tenemos nada de lo que avergonzarnos –argumentaba Bobby–, y así como errar un gol es humano, también lo es faulear a un enemigo o cantarle cuatro verdades al goi de mierda que por tener un silbato no recortado se cree que es más que uno.” (Bobby lideraba una batalla sin fronteras contra los árbitros de Faccma. “Todos acá somos moishes menos ese groncho que casualmente es el que nos dice a nosotros, a no-so-tros, ¿entendés?, cómo hay que jugar al fútbol”, se lo podía escuchar quejarse todos los domingos. “Es como con las shikses –decía Bobby–, compramos kosher y después se lo damos a una paraguaya roñosa para que lo prepare, no hay lógica.”)
Junto con los primeros adherentes creó una Asociación de Víctimas de la Persecución Arbitraria y cuando el movimiento tomó más cuerpo institucionalizó un Día del Orgullo Red, con su marcha de diez personas cortando el tráfico en dos carriles de alguna avenida, sus pancartas con máximas para pensar (“No hay fútbol con excluidos”) y la tradicional quema de banderas inglesas.
Al fin se juntaron suficientes voluntades como para arrancar con el campeonato. Puesto que los sancionados no pertenecían siempre a un mismo club o a una misma categoría, los equipos se conformaban de acuerdo al tipo y a la gravedad de las suspensiones. Estaba el conjunto de los que habían acumulado demasiadas tarjetas amarillas, el de quienes habían hecho falta siendo último hombre, los expulsados por insultar al árbitro, los rezongones, las víctimas de una tarjeta roja injusta, los golpeadores, los quebradores, etc.. Jueces suspendidos por impuntualidad o asociación ilícita dirigían los encuentros, que se llevaban a cabo en canchas inhabilitadas por la gerencia del club o clausuradas por orden judicial. Patrocinaba el campeonato el Centro Cultural Rojas y esponsoreaban a los equipos mediante leyendas en las camisetas la fábrica de suspensores Sexy Girl y el taller de amortiguación y suspensión Roberto.
La propuesta de Bobby resultó un éxito en todos los aspectos, empezando por los que a él menos le interesaban. La formación heteróclita de los equipos promovía la amistad entre personas de distintos clubes y edades (a veces coincidían en un mismo equipo los dos jugadores que habían sido expulsados en un partido por golpearse mutuamente y descubrían que hacían una gran dupla de mitad de la cancha para arriba), mientras que la casi nula autoridad del referí fomentaba paradójicamente un juego limpio y camaraderil. Muy pronto el campeonato se hizo conocido más allá de la colectividad, y acudieron a él suspendidos de otras asociaciones de fútbol. Así fue como Bobby y sus colegas tuvieron la oportunidad de jugar junto a los grandes cracks del fútbol vernáculo, lo que a su vez provocó que muchos jugadores de las ligas oficiales empezaran a hacerse expulsar adrede a fin de ser admitidos en la más inoficial de todas.
El público, la televisión y los espónsores, en ese orden o en algún otro, empezaron a prestar mayor atención al fútbol bastardo que al legítimo, y tanto Faccma como las otras asociaciones se vieron en el apuro de hacer frente a esta alarmante progresión con una medida ejemplar, de dureza inaudita: suspendieron las suspensiones, de ahí en adelante y también retroactivamente. Bobby no se inmutó: en una jugada que muchos consideraron una genialidad insuperable y otros un simple sofisma, decidió suspender por buena conducta a todos los jugadores suspendidos y crear para ellos la liga de los suspendidos en segundo grado. De este modo se aseguraba que nadie pudiera migrar de su liga hacia la liga oficial sin antes cumplir su pena en la de los doblemente suspendidos, a la vez que aprovechaba la ocasión para desquitarse por lo que venía observando en su campeonato y que para él constituía el peor vicio del fútbol, el fair play, que según Bobby no era más que una mariconada inventada por los europeos pusilánimes para desmerecer el fútbol guapo, viril, de Latinoamérica en general y de Argentina en particular.
El enfrentamiento se hizo feroz. En su afán por atraer a los jugadores de nuevo hacia la legalidad, las asociaciones lanzaron planes de refinanciación de las penas disciplinarias y se abocaron a la compra de culpa adeudada a terceros en concepto de infracciones futuras. Jugadores suspendidos de la primera, segunda y también de las ligas inferiores que fue creando Bobby podían de este modo pagar su rescate mediante el compromiso de cumplir la condena en el futuro dentro de la categoría legal, para lo cual las asociaciones decidieron crear su propio campeonato de suspendidos, de suspendidos del campeonato de suspendidos, de suspendidos a la tercera potencia y así. El fútbol oficial dejó poco a poco de girar en torno al gol, ese evento deslucido de acaecimiento más bien escaso, y pasó a definirse por la efectividad de los golpes, como en el box. Sólo un buen pegador lograba progresar, entendiendo por progreso el descenso de categoría, otro plus emotivo: si por el lado del ascenso todo terminaba muy pronto en una copa de hojalata dorada, para el otro el camino era prácticamente infinito.
Como respuesta a esta avanzada, Bobby profundizó su política revolucionaria en pro de los desplazados del sistema mediante la instrumentación de tarjetas de distintos colores, en este caso para sancionar las infracciones no cometidas. No frenar un contraataque con una falta menor en el mediocampo, no reaccionar coléricamente ante una decisión injusta del juez, no hacer tiempo cuando se va ganando o no cometer falta como último hombre por miedo a ser expulsado pasó a pagarse con la expulsión. A fin de democratizar la justicia (la única área según Bobby donde la democracia podía ser aplicada con algún provecho), la prerrogativa de echar a un hombre del campo de juego no era sólo del referí sino también del cuerpo técnico, de los jugadores y aun de la hinchada, que podía mostrar sus tarjetas enviando un mensaje de texto a uno de los números pagos que Bobby había comprado para su empresa de sexo telefónico judaico, donde las chicas estaban entrenadas para no decir barbaridades como “Ahora te voy a bajar el prepucio con los dientes” o “Derramá tu leche sobre mi carne”.
Cada color de tarjeta correspondía a un número de fechas de suspensión y cada número de fechas de suspensión señalaba la categoría a la que descendía el infractor. Este descenso, o bien ascenso, porque sólo progresaban los que jugaban como ángeles, este descenso o ascenso se efectivizaba, en teoría, de inmediato, pero en la práctica podía tardar meses en definirse. Tantas eran las tarjetas que recibía un jugador por, digamos, no robar un par de metros al sacar un lateral, que la pena de descender un determinado número de categorías no podía ser aplicada en ese momento por falta de un sistema de cómputos que así lo indicara. El procesamiento de tarjetas emitidas por referí, jugadores e hinchada después de cada buena acción de cada jugador requería un software de alta complejidad que Bobby se negó a adquirir, por lo que el trabajo quedó en manos de su empleada doméstica, quien hacía las cuentas durante sus quince minutos de almuerzo sobre servilletas de papel. Como ella era también la única designada para repartir los sobres, tarea para la que sólo tenía permitido utilizar sus dos francos trimestrales, las sentencias llegaban a los jugadores con meses de retraso y ya irremediablemente desfasadas respecto de las nuevas sanciones que habían surgido en el ínterin.
Conscientes de estos problemas logísticos y deseosos de que los mismos no interrumpieran el espectáculo, dirigentes y dirigidos se habían puesto tácitamente de acuerdo en dejar en suspenso todas las suspensiones, al menos hasta que éstas se hiciesen efectivas. Un jugador podía por lo tanto ser expulsado varias veces de un partido, de hecho casi ninguno llegaba al minuto noventa, pero eso no significaba que abandonara la cancha. Ocurría entonces que jugadores que por su prontuario deberían estar jugando para equipos diferentes en categorías distintas compartían camiseta en un encuentro que jamás deberían haber disputado. Con meses de retraso se descubría a veces que los 22 futbolistas que habían jugado cierto partido, en realidad, según el algoritmo de tarjetas en su haber, habían pateado cada uno para un equipo distinto. Al igual que en las plazas o en los patios de escuela, donde el espacio reducido hace que con frecuencia se mezclen pelotas y jugadores, la disputa de partidos disímiles en una misma cancha llevaba a absurdos que la prensa no dejaba de festejar, como la repetida circunstancia de que un jugador hiciera pared con un adversario para anotar un gol que se le computaba a un tercer equipo. El caso más grave registrado fue el de un deportista que la propia hinchada mató a golpes por un gol en contra que meses más tarde se reveló que en realidad había sido a favor, y valido un campeonato. Pero todo esto corresponde a la época en que Bobby ya se había abierto de la organización. Su sistema había demostrado que el fútbol es un deporte netamente individual donde el equipo es sólo una coartada para encubrir las ambiciones personales, y con haberle enseñado eso al mundo se retiró satisfecho.
Sacaron el lateral, la pelota llegó rápidamente al nazi (Bobby llamaba nazi a todo, personas y cosas, que le complicaran la vida a un judío en general y a él en particular) y Bobby se le fue encima con la no muy disimulada intención de quebrarle todos los huesos. Después de pasarse el partido entero tomando a los contrincantes de la camiseta, pateándoles por lo bajo los talones y mentándoles la madre al oído, actividades de segunda línea que Bobby llevaba a cabo con responsabilidad y orgullo por creerlas tan decisivas como un gol pero cuyo escaso protagonismo también a él terminaba desmoralizando, después de pasarse todo el partido en la retaguardia lanzarse así al frente con una falta ostentosa, una patada a matar, era la gloria.
Fractura de tibia y peroné, adivinó Bobby, a quien los años de experiencia habían conferido una sensibilidad asombrosa para realizar diagnósticos a partir del ruido que hacían los huesos al quebrarse. La víctima cayó aullando de dolor, sus compañeros se abalanzaron sobre Bobby y éste aprovechó la gresca generalizada para aplicar un puntapié enérgico, seco, un punto menos que letal, a la cabeza del caído. Un observador no avisado podría rechazar esta última aplicación física por gratuita o sádica, pero lo cierto es que sólo así Bobby se aseguraba de que su enemigo estuviera hospitalizado el tiempo necesario como para que él pudiera proceder al verdadero objetivo de su accionar, esto es, y como ya quedó dicho, entrarle a su esposa. Dios quiera que esté pasable, rezó Bobby mientras comenzaba a repartir trompadas hacia un lado y hacia el otro sin moverse del lugar, con la serenidad y la precisión de los grandes mediocampistas.
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