Viernes, 16 de enero de 2015 | Hoy
Por Paula Pérez Alonso
Un viaje a la aridez del norte chileno puede ayudar a darle una inflexión precisa a un cuento.
Durante la travesía no pude ponerle palabras a lo que veía. Unos meses después-presumo que las difíciles condiciones del clima en el encuentro del desierto con el Pacífico generan personalidades extremas que se ubican fuera de los lugares comunes, más bien bordean el desatino-recupero algunos datos históricos y sociales en relación con la transnacionalidad de la zona (y de una ciudad en particular que verifica estas situaciones complejas).
En el relato, los individuos componen vidas que, sin proponérselo, recuerdan a Los desterrados de Quiroga, en un ámbito muy distinto. La violencia de la naturaleza, en uno y otro caso, encuentra su curso y recurso en expresiones y actitudes radicales, que no están liberadas de cierta irrealidad. (Los extremos te exponen a una marginalia, se pierden las referencias. El farallón se desprende de la roca y termina siendo un monumento natural.)
Este cuento se iba a llamar “La bomba humana” (si el pornógrafo llega a abrir su impermeable, su gesto espanta no por la exhibición de una desnudez forzada sino por los cinco kilos de trotyl que lleva atados a su cuerpo), pero preferí “La frontera”, porque es lábil. Es sólo un nombre; queda en el imaginario del lector ubicar la delgada línea entre lo habitual y lo extraordinario, entre lo fantástico y lo real. Es una anécdota incivil hecha con sentimientos civilizados.
Como en toda frontera, la realidad se filtra a través de sus poros y desaparece dejando sus sombras, trazos de lo real.
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