Martes, 22 de enero de 2008 | Hoy
Por Nicolás Olivari
Desde que murió Rodolfo Valentino, aquel meridional de ojos de carnero degollado, por cuyo imposible amor suspiraron las jovencitas de cinco continentes y hubo un desmayo de rumbas en las Antillas, la tristeza de su ausencia empañó la lente de las cámaras fotográficas de Hollywood.
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Desde la península de Kamchatka hasta el cabo de Hornos, sus viudas sentimentales exigían un nuevo consorte y los capitanes de la industria cinematográfica yanqui, los ingenieros de sonido, los drenadores de dólares, tendían su mirada de carpa vencida hacia los sets, añorando la resurrección del Lázaro.
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Pero el meridional había muerto definitivamente y sobre su sarcófago de oro y caoba lloraban, despintándose el rouge, distendiendo el arco de rimmel, las inconsolables Natacha y Pola, viudas cercanas que gozaron del placer, acre y bárbaro, de cerrar los ojos al Apolo de la tercera dimensión.
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No había sustituto visible. El “astro” se había apagado solitario en una fugaz lluvia de “estrellas” en el constelado firmamento de Hollywood. Ronald Colman no podía ser. John Gilbert tiene demasiada nariz. Barrymore posee el orgullo de los actores que vienen de las tablas y es demasiado infernal para las jovencitas púdicas. Conrad Nagel es demasiado rubio y las doncellas –como está escrito– los prefieren morenos.
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Había que buscar entonces en el ejército de “extras”, precisamente en el mismo escuadrón de muertos de hambre de donde surgieron todos. Y los directores y los ingenieros, y los capitalistas y los drenadores de dólares interrogaban sus almanaques de bolsillo, pensando:
–¿El nuevo día nos traerá otro Valentino?
Y esperaban...
Un día, en una película en donde actuaba Joan Crawford, con esa su boca sinuosa que parece una víbora injertada en la raíz misma de sus encías, el áspid de Cleopatra acaso, vimos por primera vez a Clark Gable.
Su presencia fue la revelación. Ese muchacho de ojos incandescentes y fuertes labios de osezno joven podía congregar junto a su flanco un revuelo internacional de faldas...
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Era el único hombre del mundo que podía agacharse sobre la tumba de Rodolfo Valentino en donde se mece un pino de Italia y escuchar su consejo.
Preguntarle del arte simple y esencial de encantar a las mujeres. Y Valentino le habría dicho: “Sé lo más idiota posible”...
Era la receta de sus grandes éxitos.
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