Viernes, 22 de enero de 2016 | Hoy
VERANO12 › PAULA PEREZ ALONSO
No me gusta llegar tarde a las citas, y ese día el exceso de celo con la puntualidad me jugó una pasada extraña. Tenía cuarenta y cinco minutos para hacer tiempo. Varios andamios obstruían las veredas alrededor de la plaza Libertad y al querer abrirme hacia la 9 de Julio me encontré con la entrada de una galería oscura que nunca había visto antes. La galería parecía abandonada, los primeros locales estaban cerrados, pero vislumbré al fondo del pasillo una librería de viejo, con cantidad de libros apilados, del piso al techo, de una manera caótica y loca. Me llamó la atención por su anacronismo: ya nadie ofrece o exhibe libros de ese modo si quiere venderlos.
Al entrar vi a dos hombres conversando en voz baja; el que estaba sentado sobre una escalera de tres escalones me indicó: “El librero está aquí”. Agradecí, sobre todo porque sabía cómo iba a pasar los cuarenta y cinco minutos que creí muertos. Vendían libros en distintos idiomas e imaginé que tendría alguna chance de encontrar la correspondencia entre Darwin y Wallace. El local estaba iluminado con luces blancas de cierta potencia y noté el mal estado de la mayoría de los usados. En los estantes que cruzaban el ambiente abovedado había dos filas, y en el centro tres mesas repletas de columnas con volúmenes acostados. Miré los lomos intentando interpretar algún orden, y por suerte lo encontré.
Cuando el visitante se fue, me acerqué al dueño a preguntar el precio. Me sorprendió: era el hermano de un compañero del secundario, un colegio tradicional de varones. “Vos sos Esteban Menéndez”, le dije sonriendo. No me reconoció, nos habíamos recibido hacía más de treinta años y él era cuatro o cinco años mayor que nosotros y, en general, uno se acuerda de los más grandes y no tanto de los menores. Le pregunté por Luis y me contestó secamente: “Murió hace un par de años en Canadá”. Yo no recordaba haberme enterado, me sorprendí. Se quedó callado, y después de un momento dijo: “Sí, alguien le robó la idea de un proyecto que estaba desarrollando y no resistió el disgusto”. Me contó que Luis vivía en London, Ontario, y que “los canadienses no son tan serios como se cree”. Confundido por la explicación, pagué y me fui.
El eufemismo con que había contado esa muerte Esteban me inquietó. Si hubiera sido una causa natural, un “infarto” o un “ACV”, lo habría dicho.
Esa noche, al llegar a casa, gugleé a Luis Menéndez, busqué la noticia de su muerte; me resultaba raro que se hubiera ido a vivir a otro país. Pero sí, ahí estaba su obituario, en el típico formato anglosajón que le imprimía la página web de una casa mortuoria de London, Ontario. No había foto de él. Los avisos de siempre, mujer e hijos, familia, amigos de los parientes, pero ningún amigo reciente o del colegio. Los textos eran convencionales, las fórmulas con las que se acompaña al deudo; en la manifestación pública de las condolencias nadie se había esforzado en escribir algo más personal. Además, todos mencionaban que había muerto en CA, Estados Unidos; habían tomado la CA de Canadá por California. Otra imprecisión.
Me fijé en los obituarios de otros velados en esa funeraria y todos publicaban alguna foto del muerto en la que aparecían con su mejor cara.
En la red tampoco encontré fotos de Luis, pero sí de su mujer, una argentina, bióloga, que tenía varios papers publicados, hacía trabajo comunitario y aparecía en Facebook, en Linkedin, en Pinterest. Sara Heft siempre sonreía. Ella expresaba su pesar hacia el “repentino fallecimiento” de “su amado marido y mejor amigo, maravilloso padre...” con los textos provistos por las casas velatorias. ¿Esa mujer sonriente había aceptado las convenciones porque el dolor no la dejaba pensar algo propio o porque prefería las palabras neutras que no inquietan ni dicen nada de más? Me extrañó que no participaran los compañeros de trabajo de ella, o sus colegas, como en los otros fallecimientos que comunicaba esa misma empresa, y pensé que tal vez ella había ocultado la muerte de Luis en ese primer momento “repentino”.
Me acordaba muy bien de él. Siempre me había parecido demasiado alto, le costaba moverse con naturalidad, no lograba disimular la altura. ¿Cómo camaleonizarse con el resto? Lo cargábamos, en el colegio podíamos ser muy crueles. Ahora me impresionaba su muerte. Habíamos sido amigos durante un tiempo, pero después yo me había aburrido. No encontraba en él nada ingenioso o audaz o distinto. Sus temas variaban poco fuera de la arrogancia posada de la prosapia familiar, de un campo privilegiado en la provincia de Buenos Aires al que nunca invitaba ni iba porque probablemente estuviera arrendado o vendido. Por eso me extrañaba que se hubiera convertido en un inventor, más aún, un inventor de un proyecto sustraíble.
Yo había ido muchas veces a su casa, un petit hotel impresionante a mitad de camino entre mi casa y el colegio, que me fascinaba porque era deslizarse por un cuento de Poe. Por dentro era lóbrego, casi sórdido, las ventanas que daban a la calle nunca se abrían. En esas salas guardaba el padre su famosa colección de armas. Cada vez, después de cruzar las habitaciones solitarias y oscuras de la planta baja, las paredes cubiertas de seda color lacre que se deshilachaba, y constatar que las puertas a las salas más importantes se mantenían cerradas, subíamos al primer piso, y enseguida se oía a la madre tocar la guitarra en su dormitorio, la puerta entornada; pasábamos por los cuartos de los siete hermanos y hermanas, y llegábamos al cuarto de Luis, una buhardilla que no compartía con ninguno, allí charlábamos un rato. En la planta alta había que moverse con sigilo porque se preservaba el silencio que la madre necesitaba para la música. Ella se protegía, en el verano no salía a la calle sin una capelina clara y un pañuelo de seda al cuello. Cada vez que pasábamos por el dormitorio de la puerta entornada, yo miraba de refilón y me demoraba unos segundos, por si acaso: tal vez tuviera la suerte de toparme con el padre. Quería conocer al que, además de armas, coleccionaba autos antiguos: se sabía que tenía uno de los primeros Jaguar E type y yo era un fanático del automodelismo, en mi colección de prototipos tenía ese mismo modelo que operaba con control remoto en una pista. Pero no lo vi nunca.
La información que reuní en Internet me permitía especular sobre la poca visibilidad que Luis había querido o logrado para él y esperé a la reunión de exalumnos –faltaban apenas dos meses– para averiguaciones más concretas.
Lo que ellos sabían era que la esposa de Luis era una científica que había ganado una beca en “cambio climático”, su especialidad, en London, Ontario, y por eso se habían mudado a Canadá poco después de casarse. Habían tenido dos hijos que ya eran estudiantes universitarios. Me di cuenta de que no recordaba haber comentado la muerte de Luis en la siguiente reunión de exalumnos porque en aquel momento yo estaba viajando por Asia Central y, cuando volvimos a reunirnos, ellos ya ni se acordaban de Luis. De todos, yo era el más cercano. El no pertenecía al grupo de los cancheros ni al de los tragas, no compartía intereses con ninguno. Yo podía estar con unos y otros y, después de terminar el colegio no volví a verlos. A estas reuniones de exalumnos me había sumado mucho más tarde y en las ocasiones en que nos reunimos nunca mencionamos a Luis Menéndez.
Esa noche, cuando volví a casa, me puse a buscar entre los papeles, certificados y títulos universitarios fotos de aquella época, alguna en la que estuviera Luis. La encontré: la típica foto en blanco y negro del año en que nos recibimos. Unos, parados en la fila de atrás; otros, sentados en un banco al lado del rector y del profesor de matemática, y los más petisos acuclillados adelante como un equipo de fútbol. Estábamos todos, los reconocí uno por uno, algunos tranquilos, otros más en pose o actuadores. Cuando llegué a él –por su altura, se destacaba atrás–, me pareció que había algo ambiguamente sombrío en su expresión, algo le restaba nitidez. Su presencia era débil. Me impresionó. ¿Qué podía haber inventado Luis que no había llegado a patentar a tiempo?
Ese año viajé a la península de Yucatán y a Oaxaca y unos días antes de volver decidí “abrir” mi pasaje y tomé un avión a Toronto y de ahí otro a London, Ontario. Recorrí la pequeña ciudad arbolada, llena de calles con nombres de la Londres original: Piccadilly, Oxford, Regent, Waterloo, Covent Garden... ¡Incluso había un río Támesis que la cruzaba –aunque este no era navegable– y ómnibus rojos de dos pisos! Una cruza forzada entre la tradición y la modernidad de Inglaterra y Canadá; pero no se parecía a Londres. Imaginé en esas calles al Luis que creía recordar. Llegué hasta su casa perfectamente mantenida, con jardín obsesivamente cuidado, como tantas otras de un suburbio próspero, de la que no salía ni medio sonido (sus hijos universitarios ya no vivían ahí); di vueltas por el pacífico vecindario sin querer parecer sospechoso. Allí no había más que una señal. El no había portado ningún rasgo de la casa inolvidable y misteriosa en la que había vivido y que yo había conocido, una inscripción a la que él refería con orgullo como un núcleo de su identidad.
Al día siguiente llamé a su esposa a la oficina. Me atendió una secretaria. Sara se sorprendió cuando le dije que era un compañero de colegio, que pasaba por ahí y que me gustaría saludarla. Ella me dijo que viajaba al día siguiente, si quería verla tenía que ir esa misma tarde antes de las cuatro.
Llegué a las tres en punto y la secretaria me hizo pasar a una sala de reuniones. El edificio era moderno, lo que se llama un edificio inteligente. Mientras la esperaba me pregunté qué le diría, no sabía bien por qué estaba allí, a qué había ido. Reconocía, sí, que algo parecido al afecto me había movilizado.
Cuando la vi, pensé que no recordaba haber salido de noche con Luis nos distanciamos antes, no sabía qué tipo de mujeres le gustaban, pero esa seguro que no le había gustado; lo que significa profundamente “gustar”, seguro que no. Sara extendió la mano y forzó la sonrisa, las fotos en Google mostraban lo que ahora confirmaba en directo: una persona insegura con un afán desmedido por caer bien. Le conté que Luis y yo habíamos sido amigos en la época del colegio y hacía poco tiempo me había enterado de su muerte, de casualidad, por un hermano que me había dicho que le habían robado un proyecto y él no lo había resistido. La sonrisa se le borró de la cara y me dijo con disgusto: “No es cierto. No hubo ningún proyecto robado. Será algo que dice la familia en Buenos Aires.” “¿Pero el proyecto existió?”, insistí. “Perdón, me tengo que ir. Fuimos muy felices”. Se levantó para evitar una nueva pregunta y no me quedó otra alternativa que despedirme.
Al volver al hotel me pregunté por qué la juzgaba con severidad; era cierto que los textos de despedida que se le atribuían a ella o que ella suscribió no escapaban a las frases hechas vacías de verdadera emoción, pero qué podía saber yo, a pesar de que lo que ella me transmitió, la posición defensiva y el acting de la cordialidad, susurraran la soledad de esa muerte.
Ya en la habitación, busqué los lugares que aparecían en los datos que brindaba el obituario. En los registros online Luis no aparecía como “miembro activo de acción social” pero sí aparecía Sara; tampoco había noticias de él o de su fallecimiento ni en el London Free Press ni en Our London, o en The Londoner, ni en La Jornada Bilingual Hispanic Newspaper, o en el Magazine Latino ni en el London News. Silencio y ausencia. En la guía figuraba el teléfono de una suite que usaba como oficina; ahí me contestaron que el número era correcto pero no conocían a nadie con ese nombre, y que ese número siempre perteneció a esa compañía. Fui a la dirección de la oficina y me dijeron que en el tiempo que mister Luis Menéndez alquiló el lugar apenas lo usaba, aunque pagaba regularmente.
¿Acercarme a él, con esas dudas y cavilaciones, tantos años después, era una forma de rendirle un homenaje? ¿A qué? ¿A quién? Ni la información que se daba en el obituario, ni la casa aséptica y estándar en la que vivía, ni el breve diálogo con su mujer, que no preguntó a un amigo de la infancia nada acerca de él, daban una clave personal. Un ser borrado.
Al día siguiente, llegué al aeropuerto con tiempo para tomar el avión a Toronto y a DF para hacer la conexión a Buenos Aires. En la barra del bar, con una cerveza, pensé en la posibilidad de que, con los años, Luis se hubiera ido ausentando de sí mismo. El viaje y la vida en otro país hacían concreta la ausencia, y quizá, durante un tiempo, le habían dado mayor consistencia a ese devenir. Ahora me resultaba incomprensible la invisibilización, también, de su muerte.
Un hombre de mediana edad se sentó a mi lado. Con la típica ansiedad del que no aguanta el silencio, me sacó tema preguntándome de dónde era. “De Argentina”. “¡Ah! ¡Argentina!”, me dijo. “Hace años conocí a un argentino; estaba desarrollando un proyecto, pero le robaron la idea. Lo mataron (He got killed). Una lástima, buena persona...” No me dio tiempo a preguntarle nada, enseguida agregó con rapidez: “Me tengo que ir, ya sale mi avión. Adiós, ¡buena suerte!”. Y se alejó por el pasillo.
Me quedé clavado en mi asiento. Cuando pedí la cuenta noté que mi compañero ocasional no había tocado la cerveza que había pedido. Ni siquiera se la había servido. Por los altoparlantes anunciaron la partida de mi vuelo y dudé un instante en tomar ese avión. En el regreso a Buenos Aires pensé que, despojado de su invento o idea o fantasía, a Luis no le quedaba más que la muerte. Los hechos no reclamaban ninguna justicia; haber seguido una pesquisa real o ilusoria habría sido meterme en una intimidad a la que no era convocado.
El tampoco estaba ahí.
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