Domingo, 28 de febrero de 2016 | Hoy
VERANO12 › ANTONIO SKARMETA
Al volver del colegio, su madre ya había hecho las maletas. No quedaba nada en las paredes del cuarto, salvo un calendario con la imagen de Cristo donde se le veía el corazón granate bajo un rayo de luz que caía flanqueado por dos ángeles rubicundos.
Su hermana comenzó a llorar.
–¿Qué pasa? –preguntó.
–Nos vamos a Chile.
–¿Cuándo? –dijo fúnebre.
–Mañana mismo –dijo la madre.
–Yo no me voy.
–Cuando cumplas veintiún años tendrás la libertad de hacer lo que se te dé la gana. Pero para ese melancólico momento te faltan aún nueve años. Dile a tu profesor que te adelante un día el certificado de la escuela.
–Imposible. Para la fiesta de fin de curso tengo que decir un poema patriótico.
–¿Sobre qué tema?
–El general San Martín.
–Al general San Martín no le va ni le viene que le reciten poemas. Además nos vamos a Chile, y el general San Martín luchó también por la libertad de Chile. Le va a fascinar si se entera de que tu padre vuelve para allá.
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Al llegar a la casa de Carlos Enrique, su mejor amigo, le bajó el volumen a la televisión donde veía el hit parade.
–Nos vamos a Chile –dijo.
–¿Cuándo?
–Mañana.
El muchacho cerró con llave la puerta de su pieza.
–¡Estás loco! El domingo jugamos contra Avellaneda y no hay nadie que pueda reemplazarte en el arco.
–Sí, lo sé.
No sólo lo iban a desgajar del nutricio árbol en que había crecido con las mejillas tersas y rojas en Buenos Aires, sino que exponía con su destino fatal al equipo del barrio a otra derrota frente a los pedantes de Avellaneda. Hacía dos meses habían jugado de visitantes contra ellos y, ante el escarnio general, habían perdido dieciséis a cero. Cuando le contó el resultado a su padre, éste sólo atinó a preguntarle si el partido había sido de fútbol o básquetbol.
–¿Qué hago? –suspiró.
–¡Tienes que quedarte!
–¿Pero dónde?
–Conmigo. Eres mi mejor amigo. Te quedas en mi pieza.
–¿Y qué va a decir tu mamá?
La señora Lucía era una mujer elegante que el joven incluía en sus sueños prohibidos junto a la hermana de Carlos Enrique.
Usaba vestidos de seda, muy leves, y aun sin tocarla se podía sentir la delicia de su piel. Tenía ojos marrones y una mirada larga y lenta que se quedaba prendida en los ojos de los hombres no menos de tres minutos después de emitir una frase. El muchacho vivía bajo su hipnosis. Hubiera querido ser un tipo de veintiún años con bigote, hablarle ronco al oído y llevarla a una playa como esas de película y que la ola furiosa empapara la tela de su blusa mientras él la besaba.
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La mujer leía un libro sobre el sofá del living y, antes de hablarle, lo inundó con sus ojos y el chico cayó en trance. Miró dramático hacia sus rodillas sucias de barro.
–Mis padres parten mañana.
–¿A dónde?
–A Chile.
La mujer puso un indicador de cuero entre las páginas y dejó caer el libro sobre la alfombra.
–¿Así que te vas, Chilenito? ¡Y yo que había soñado verte algún día grande y con bigote!
Un maremoto, un ciclón, un vendaval, una catástrofe roja le subió desde las uñas de los pies hasta el jopo disciplinado por la gomina de su madre. ¿Por qué había dicho esa frase? ¿Entonces sus sueños no eran secretos? ¿Había algún lugar donde sus fantasías quedaban grabadas en un televisor?
–Te pusiste rojo, che –dijo la mujer con melancólica displicencia.
Esa misma semana le habían enseñado en la escuela la palabra eufemismo. Era un mortal eufemismo el que le había aplicado. ¿El rojo? ¡No! ¡Carmesí, granate, ígneo, achicharronado, febril, caliginoso!
–No quiero que se vaya –rogó Carlos Enrique.
–¿Y qué puedo hacer yo para impedirlo?
–Hable con su mamá y dígale que se puede quedar con nosotros.
–¡Robarle a su madre un hijo tan bien peinado y justo ahora que la familia vuelve a Chile!
El joven hundió la vista en sus zapatones y deseó que fueran ataúdes para hundirse en ellos. La madre mordió levemente la punta del marcador de cuero.
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Volvió taciturno a casa, y ya lo esperaba su sopa cubierta con un plato para que no se enfriara. La tomó y la vació de vuelta en la olla sin probarla. El padre le hizo un gesto a su mujer de que no interviniera.
Al día siguiente lo acompañó hasta la esquina.
–Es el último día que usas uniforme –le dijo al despedirse–. A ver si se lo regalas a un chico pobre de un curso inferior.
El profesor Bottelli no tuvo inconveniente en anticiparle el certificado de graduación. Cuando supo que iba a Chile, le palmoteó el hombro con entusiasmo.
–Hombre, allá tienen un poeta formidable. Se llama Neruda. No te va a faltar material para aprender versos de memoria.
Su futura, inminente ausencia, no parecía inquietar ni a los colegiales ni a los profesores. La escuela seguiría ahí, sin él; otro alumno recitaría poemas patrióticos en julio y mayo, odas alusivas a la primavera en septiembre, y el profesor Bottelli silbaría levemente los mismos tangos en los recreos, fumando despacio bajo los rayos otoñales del sol.
Le confidenció su lúgubre observación al patrón de la frutería después de anunciarle que ya no volvería más al trabajo. Compartieron gajo a gajo una naranja sobre la cual se habían prendido las gotas de una breve lluvia. Después, el hombre secó sus dos manos napolitanas en el mismo delantal, tomó las del muchacho y le dijo:
–Así es el mondo. Porco. Ingrato. Semos y no semos y al final no semos nada.
–No somos nada –corrigió el chico.
–No semos casi nada –precisó el frutero.
A pesar de que sus padres lo llamaban a gritos, se sentó en la cuneta frente a su casa ansiando que el hambre del ayuno mitigara el otro dolor. Hasta allí peregrinaron los chicos del barrio. El primero, Carlos Enrique, con un libro que debería leer en el tren, La historia secreta de River Plate. Le hizo entrega además de un obsequio de su madre: Rimas, por Gustavo Adolfo Bécquer. Luego vinieron los hermanos Santos, de Santiago del Estero, que comentaban “a la pucha” ante cualquier noticia, fuera mala, regular, buena o pésima, y quienes traían una caja de chocolates Aero. El Chileno agradeció con modestia los obsequios y repartió los confites entre todos, pero él mismo se abstuvo de comer. Los otros mascaron las golosinas como si oyeran una música secreta. El mayor de los Santos dijo:
–Así que te vas a Chile.
–Me llevan a Chile.
–¡A la pucha!
Al oscurecer prepararon una fogata en el sitio baldío y recordaron sus exitosas guerrillas contra muchachos de otros barrios.
Cuando la noche apretó, las madres comenzaron a llamar a los chicos y el grupo se fue desgajando. Se separaron estrechándose las manos y se dijeron “hasta la vista”, aunque el Chileno intuyó que sería un adiós definitivo. Quedó solo con Carlos Enrique. De las casas vecinas comenzó a desprenderse el olor y el humo de las parrilladas. El joven sintió que estaba a punto de desmayarse de hambre y puso su cabeza contra el muro con la vista clavada en la luna. Entonces vino hasta el potrero la hermana de Carlos Enrique, la Lucía Alejandra, vestida con una blusa de seda azul, los labios encendidos de rouge, una flor blanca en la oreja y la cintura mareadora.
–Dice mamá que vayás a comer.
–Te pintaste los labios –dijo el Chileno.
–¿Te molesta?
–Así va a ser cómo te voy a recordar toda la vida. Con los labios rojos y tu flor en la oreja.
–Sabés hablar lindo, Chileno. Lástima que no tengás veintiún años. Los tipos de esa edad me vuelven loca.
El hambre le produjo una audacia de esas que un estómago lleno controla hasta estrangularla. Ni siquiera se puso rojo cuando le dijo, delante de su propio hermano:
–¿Sabés que cuando duermo sueño que te beso en la boca?
Lucía Alejandra se cambió la flor de oreja y, apoyándose contra el muro, echó adelante las caderas.
–Sos cochino –dijo.
–Bueno, che –dijo Carlos Enrique–. A la vieja se le va a enfriar la comida.
Se levantaron al mismo tiempo y esta vez no evitaron mirarse a los ojos. Se abrazaron fuerte y largo. “Eres mi mejor amigo”, dijo el Chileno al oído. A punto de partir, Lucía Alejandra se dio vuelta con un impulso y le tendió la mano displicente.
–Che, cuando cumplás los veintiuno date una vuelta por el barrio.
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Al día siguiente era tal la dicha del padre, que el muchacho sintió con más rigor su tristeza. El hombre destellaba. Tenía la boca llena de frutas que mascaba con distraída fruición, entonaba canciones de Inti-Illimani, se subía a descolgar la cortina de cretona estampada como si fuera más alto de lo que era. El aire que respiraba le henchía el pecho cual velero en alta mar. “La insufrible dicha de los otros”, pensó el Chileno observando la tapa de la tetera saltar bajo el impulso del vapor.
Contagiado por esa fuerza, y ebrio de deseo, salió corriendo de la pieza antes de que nadie atinara a pararlo. Tenía el hábito de bajar los peldaños en tres brincos, y en menos de diez segundos estuvo en la calle, y en casi un minuto a las puertas de la casa de la señora Lucía.
Su turbación hizo que levantara el dedo y lo apretase imprudente contra el timbre. No aflojó la presión ni un segundo, ni supo qué estrépito era mayor: si el vibrato de la alarma o el de la arteria en su pecho. Solo soltó el dedo cuando la señora Lucía apareció en la puerta, cubierta apenas con una bata de toalla y el rostro joven sin mácula de maquillaje.
–¿Qué pasa, Chilenito? –preguntó–. Tocás como si fuera algo de vida o muerte.
El muchacho levantó la vista hasta la frente de la mujer y todavía un poco más arriba de su pelo alborotado. Sintió algo maduro, viril, en la postura de su mentón, como si este se acomodara para decir la frase que quiso pronunciar en ese momento: “Es que es una cosa de vida o muerte”.
En esa tensión, sin embargo, permaneció en silencio.
–¿Y qué? –dijo la mujer, limpiándose una leve legaña del ojo.
El muchacho se miró los zapatones y entrecruzó los diez dedos apretándolos sobre su pecho, casi como si rezara. Levantó la vista y el pelo le cayó sobre la frente. Destrabó los dedos y se los echó atrás más rápido de lo que le hubiera convenido para no quedar tan expuesto.
–Nos vamos –dijo–. Vengo a despedirme.
La mujer adelantó una mano y la puso sobre ese mechón de pelo del muchacho, otra vez oportunamente rebelde, y se lo peinó hacia atrás con los dedos. Y cuando lo hubo fijado, aún dejó la mano sobre su sien. El Chileno miró hacia el fondo por la puerta abierta y tragó saliva.
–¿Y sus hijos?
–Están en la escuela.
Sintió que algo enorme se le secaba en la garganta y solo atinó a carraspear. La mujer parpadeó como corrigiendo un pensamiento, soltó la mano de su pelo y se la extendió. El chico se la estrechó, sin retenerla.
–Cuando tengás bigote, vení a verme. Tengo curiosidad por ver cómo te sienta –dijo la mujer.
Apenas el tren hubo avanzado una hora, los padres abrieron el canasto de víveres, sacaron los alfajores que les había regalado el vecino, un humeante termo de café, y comenzaron a merendar con entusiasmo. El niño se puso a mirar el paisaje. El padre le extendió un sándwich y una taza, pero él los rechazó sin tocarlos.
–¿Qué te pasa? –le preguntó.
–No quiero comer.
El hombre intercambió una mirada con su esposa, luego con su hija, y puso todo de vuelta en el canasto.
–Así que no vas a comer –dijo.
–No –contestó con energía.
–¿Y qué vas a hacer entonces?
El muchacho apartó la vista de la ventana, se palpó la barbilla como comprobando si algo estuviera en proceso de brotar, y dijo con los ojos húmedos:
–Esperar a que pase el tiempo.
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