Miércoles, 7 de febrero de 2007 | Hoy
A los treinta y cuatro años, Juan Gelman se fue del PC. Fue el último de los exiliados de la dictadura en poder regresar: su destierro duró trece años. Hoy vive en México, visita la Argentina un par de veces al año y llena teatros cuando recita sus poemas. Ningún otro escritor argentino despierta un reconocimiento tan unánime.
–¿En qué momento decidió mezclar las dos cosas: poesía y política?
–Cuando descubrí la siguiente anécdota de Paul Eluard: Eluard estaba en el Partido Comunista Francés. En el año ’50 estalla la guerra de Corea –teóricamente porque el sur invade el norte– y los compañeros del partido le reprochaban que no hubiera escrito ningún poema sobre este tema, siendo que pocos años antes había escrito un libro muy hermoso y poco difundido sobre la guerra civil en Grecia. Su respuesta fue que seguramente escribiría sobre temas políticos cuando la circunstancia exterior coincidiera con la circunstancia del corazón. En general, eso es lo que me ocurrió. Cuando esas circunstancias coinciden, no es que se mezclen: son una. Más de una vez pensé que el único tema real de la poesía es la poesía; y por eso la poesía puede hablar de todo, inclusive de política o de la sociedad.
–Cuando estaba afiliado al Partido Comunista, ¿le entendían esa posición?
–El PC de esos años era muy cerrado, muy sectario. En general, yo estaba en grupos que no tenían nada que ver con la literatura y el arte. Dentro del PC predominó, durante bastante tiempo, el realismo socialista: ésa era la posición oficial del partido. Pero después estaban las personas, la gente que coincidía o no con ellas. No hubo mucho debate en torno del tema. Por lo demás, a la dirección del partido le interesaban más las posiciones políticas. Y las mías coincidían con las del partido, hasta que no coincidieron más.
–¿Qué circunstancias rodearon su expulsión del partido?
–Ridículas. Me expulsaron porque me fui: lo cual es un motivo un tanto extraordinario para determinar una expulsión. Yo dejé el partido en mayo de 1964, y un mes después me expulsaron por haberme ido. Desde luego, el fondo del problema era político. Fue el momento de la revolución cubana, y un grupo de nosotros sostenía que ese hecho era una línea divisoria. Se hablaba de llegar al socialismo por la vía pacífica, nosotros vimos en los sucesos de Cuba otro tipo de probabilidades y surgieron contradicciones muy grandes con las líneas del partido. Era la época de azules y colorados y la dirección del partido repetía el esquema de los militares buenos y los militares malos: Rojas era el bueno y Aramburu el malo. Recuerdo que en un editorial de Nueva Era, la revista teórica del partido, se establecían esas diferencias hasta en el interior del aparato de seguridad del Estado: “Hay un sector democrático y otro que no lo es”, decían.
–¿Fue entonces que empezó a ver el peronismo como la salida política para el país?
–No fue tan así. Lo evidente para todos nosotros fue que la clase obrera era peronista. Era evidente también todo lo que Perón había hecho en cuanto a las leyes sociales. Aunque no deja de ser cierto que lo que recogió fueron las propuestas que los obreros anarquistas, socialistas y comunistas demandaron en décadas anteriores. Pero, en todo caso, fue Perón el que convirtió esas demandas en ley, el que nacionalizó servicios esenciales del país y tuvo una política de distribución más favorable a la clase obrera. No recuerdo bien las cifras, pero hubo un momento en que los obreros eran dueños de más del 50 por ciento del PBI. Si las comparamos con las actuales, dan ganas de llorar. Lo que a mí, y a otros nos preocupaba era cómo vincular las ideas revolucionarias con el movimiento peronista, sin infiltrarse, sin engañar: tratar de buscar la síntesis política. Y esa síntesis se produce después, con la aparición de las distintas organizaciones armadas peronistas. Eso fue lo que definitivamente expresó la alianza de clases que podía producir cambios en el país.
–Usted dice que no hay diferencias entre el hombre político y el poeta. Repasemos: la Guerra Civil Española, Pushkin, la ilusión de enamorar a una vecinita, su afiliación al PC y su desilusión, el peronismo, la alianza de clases, las organizaciones armadas, ¿no varió en nada su actitud frente a la poesía?
–No. Mi actitud ante la poesía no cambió. Siguió siendo buscar el imposible. Lo que cambió, con el tiempo y con los libros, fueron los puntos de ataque o de abordaje para lograr ese imposible según las obsesiones. Sigo creyendo que la poesía es imposible. A lo sumo, lo que se puede hacer es escribir poemas. Esa imposibilidad apareció, a modo de prólogo, en mi primer libro. Y hoy me sigue pasando lo mismo. Sigo queriendo agarrar a la poesía por la cola, pero ya me di cuenta de que no se puede.
–¿Sintió que podía cambiar la sociedad desde la poesía?
–Nunca creí que con la poesía se pudieran producir cambios sociales. O, en todo caso, no sólo con ella. Sigo creyendo en aquella definición de Marx: “El arte es la mayor alegría que un hombre se puede dar a sí mismo”. Desde luego que hubo ejemplos contrarios. Maiakovski, de joven, estaba encandilado con esa relación entre poesía y movimiento revolucionario. Pero nunca creí que con versos se podía producir una revolución: son otros los motores de la escritura.
–Lo que Marx no dijo fue la contracara de ese enunciado: ¿cuál sería la mayor tristeza que un hombre se pueda dar a sí mismo?
–Y si no lo dijo Marx, ¿cómo puedo esperar decirlo yo? (Risas.) Quizá, para decirlo rápido, podría ser la maldad. O la injusticia y sus consecuencias. La única justicia que he visto funcionar es la justicia poética. (Risas.)
–¿Discute, aún, con esa justicia o injusticia poética que lo colocó como abanderado de los poetas del ‘60?
–No, es un cargo al que nunca aspiré. Todo eso formó parte del momento, y de algún modo se sigue prolongando hasta hoy. En los años ’60 hubo gente que escribía de modo muy diferente: Miguel Angel Bustos, Edgar Bayley, Alejandra Pizarnik, Paco Urondo, Alberto Girri. La producción poética argentina siempre mostró ese tipo de riqueza. Pero cuando se habla de la generación del ‘60, se habla de calificaciones políticas, no poéticas. Si percibo algo, en aquel entonces había gente de izquierda que pretendía que sólo se podía escribir poesía social o política. No eran muchos, pero eran. El grupo de poetas en el que me sentí más cómodo estaba en absoluto desacuerdo con eso. Después cambió la historia, el péndulo se movió hasta el otro lado, y parece que en la actualidad está prohibido escribir sobre temas políticos o sociales. En los dos casos se trata de una preceptiva político-literaria. Tal vez la poesía política sea la más difícil de escribir: hay que ser un Shakespeare o un Dante, un Vallejo para hacerla bien.
–¿Cree que hubo algún poeta argentino que la haya hecho bien?
–Francisco Urondo. Pero, de todos modos, el tema de verdad es la poesía. Se critica mucho la poesía social, pero parece que nadie se puso a pensar que también se escriben millones de poemas de amor, de pretendida metafísica o de poesía-idea muy malos. No todos pueden ser Girri.
–¿Influye el exilio en la escritura?
–No tengo mucha claridad sobre los cambios que provoca el exilio. Que los hay, seguro, pero también hay cambios que produce la edad. Ahora bien, no me resulta fácil detectarlos. Lo que me preocupa es lo que estoy haciendo o lo que no hago en cada momento. E. M. Forster decía que no le interesaba el desarrollo de su propia obra: eso que los críticos paternales detectan como caídas y levantadas en el camino de un autor. Lo que le interesaba era lo que cada libro proponía. Efectivamente, uno está detrás de cada nuevo libro que empieza.
–¿Cuál es el libro suyo que elegiría para que lo represente?
–Podría mencionar un libro que todavía me gusta: Los poemas de Sidney West. Pero hay poemas de otros libros que me gustan. Lo que ocurre es la insatisfacción entre lo que se siente, o se quiere sentir, y lo que se termina diciendo.
–Usted subtitula ese libro “Traducciones”. ¿Es eso la poesía: la voz de otro, con la cual uno hace lo que puede?
–Lo que se busca es nombrar lo inefable, lo que no se puede nombrar. Y yo sólo logro acercamientos. Me gustaría llegar a lo que llegó San Juan de la Cruz. No solamente dice lo que dice: también dice lo que calla. La de él me parece la poesía más alta de la lengua castellana.
–San Juan, Sor Juana, ¿cuál es su costado místico?
–No lo tengo. Yo mismo ayudé a crear esa confusión. En todo caso, si lo tengo, es un misticismo que aprecia a los místicos del tango. Pero creo que hay un par de puntos de contacto entre poesía y mística. El primero es la experiencia del éxtasis, del salirse de uno mismo. Pero ese punto lo tienen en común el amor, la amistad, la solidaridad y otros sentimientos humanos. El otro punto de contacto es la escritura: el éxtasis se cumple en la escritura.
–En ese sentido, Carta a mi madre sería el libro de mayor éxtasis?
–La Carta a mi madre la escribí en una sola noche, en un departamento de un ambiente en Ginebra, y cuando terminé –una versión que luego reduje, porque comprendí que había cosas que no debían figurar–, salí a la calle y me encontré con una de esas máquinas automáticas que sacan fotos. Me saqué una para ver qué cara tenía. Y tenía una cara rara, de loco.
–¿Tuvo algún momento de éxtasis, similar al de la poesía, con alguna tarea política?
–No recuerdo. Lo que sí me conmovió mucho son las expresiones de solidaridad entre compañeros o con la gente, protagonizar alguna vez esas sensaciones.
–¿Por qué sigue prefiriendo no vivir en la Argentina?
–Daría vuelta el enunciado, ¿por que me quedo en México? Es muy simple: porque estoy enamorado de mi mujer. Hemos pasado muchas cosas en estos años, y hay allá un par de nietos, una hija. De todos modos, venimos todos los años.
–¿Es mejor la Argentina viéndola una vez por año?
–En lugar de sufrirla todos los días, imagino que sí. Pero eso pasa en general. Viví en países extranjeros durante muchos años, y de repente aparecían amigos por diez o quince días que descubrían características insospechadas para el que vivía allí.
–¿Qué está escribiendo?
–Terminé un libro de poemas que saldrá, seguramente, en marzo o abril del ’97, y estoy escribiendo con mi mujer, Mara, un libro sobre los hijos de los desaparecidos, a raíz de la creación de la red H.I.J.O.S. Este libro es duro, doloroso para los dos. Nuestras voces no van a estar en el libro, estarán las de quienes quisieron hablar: hijos, gente de derechos humanos, historiadores, educadores. Es muy difícil, para ambos, entrar en las voces de los chicos, pero creo que es un libro necesario, que dará una idea más íntima de lo que pasó.
–¿Qué sensación le produce un país –como la Argentina– que les otorga prensa a los asesinos y silencia las voces de las víctimas?
–Esta es la continuidad civil del pensamiento militar. Por lo demás, esos militares fueron creados, criados y conformados en la sociedad que supimos conseguir, no en otra. No son un fenómeno ajeno al tejido social de la Argentina. Esto lleva a preguntas muy serias, y lo que ocurre es fruto de esa continuidad. Y a veces, también se expresa en el lenguaje. Acabo de volver de Córdoba, y todavía se ve en algunas paradas de colectivos una chapa que dice “Principio de la zona de detención” y otra que dice “Fin de la zona de detención”. Cada vez que encontraba una de ésas, cruzaba de vereda por las dudas. El debate no ha terminado, se fueron los militares pero nos quedó el debate. Estamos en un momento de grandes dificultades económicas, pelear por la supervivencia es tema excluyente, y eso crea obstáculos para que la memoria se establezca.
–Usted dice que el debate no terminó, ¿cree que empezó, efectivamente, o que sólo hubo intentos de empezarlo?
–Sí, creo que empezó el 24 de marzo de 1976, aunque las formas que fue adquiriendo a lo largo del tiempo no fueron necesariamente las que se entienden como propicias para un debate público. La cosa va por lo profundo. Cada tanto aparecen voces solitarias, pero lo notable es que no se hayan podido ahogar ni apagar. Hay un temor instalado en la sociedad. Hay esa repugnante teoría de los dos demonios que le debemos a Sabato. Pero lo sorprendente no es que él la haya inventado sino que haya sido aceptada por un sector muy grande de la sociedad argentina. Esa teoría permite resolver los problemas de conciencia en pantuflas, sin mayores sobresaltos: hay unos malos de un lado, malos del otro, y nosotros fuera. Eso pesa, efectivamente pesa. Confío en que se vaya abriendo para la gente –sobre todo para los jóvenes– la capacidad de preguntarse qué pasó. Los chicos de 19 y 20 años ya se lo preguntan. Los de 35 o 40 ni siquiera lo hacen. Lentamente, desde el punto de vista de lo inmediato, pero no tanto desde el histórico, esa verdad y esa conciencia de la verdad se están abriendo paso. Hay que preguntar sin remilgos, como hacen los jóvenes.
–Pero si, como dice, la gente de 35 o 40 ni siquiera se pregunta, ¿quién les respondería a esos jóvenes sobre las culpas de lo que ocurrió?
–A mí no me gusta hablar en términos de culpa, ya que allí se vela el tema de la responsabilidad. La Iglesia salió con la teoría de que todos somos culpables. En Alemania salen con la contraria: nadie fue culpable. Y es lo mismo. En cualquiera de las dos variantes, lo que se oculta es el tema de la responsabilidad, de asumirla.
–¿Cuáles fueron sus responsabilidades?
–Puedo hablar de errores, de los cuales soy responsable por no haber pensado con más claridad o corrección. Esos errores están entretejidos en un contexto en el que íbamos muchos. Y ese fenómeno es extremadamente complejo, ya que hay otro error que marca la tendencia a juzgar el pasado con patrones del presente. Hay chicos que vieron la película de Blaustein (Cazadores de utopías) y decían que jamás imaginaron que existía ese movimiento juvenil en la JP. La imagen que ellos tenían era la guerrilla montonera como asaltantes de bancos y ponebombas. Hay datos de esa realidad histórica que se manipulan, se ocultan y que no están al alcance de la gente. En la materia que antes se llamaba Instrucción Cívica se habla de gobiernos democráticos y de gobiernos autoritarios, no se dice “dictadura”. O se dice “flexibilización”, para encubrir que arrasan los derechos laborales de la clase obrera.
–¿Qué hace la poesía con esa destrucción del lenguaje?
–La poesía siempre va a buscar lo que el lenguaje no dice. En ese sentido, su función no ha variado: sigue siendo un dedo apuntando. Después vienen las posibilidades, las limitaciones del poeta.
–¿Por qué sigue escribiendo?
–Creo que sigo en la poesía para ver si alguna vez la pesco. La insatisfacción con lo que uno hace se convierte en acicate. También puede conducir al cansancio, pero yo todavía no me cansé. Sigo, emperradamente, tratando de ver qué puedo hacer con la poesía. Si la encuentro alguna vez, está por verse. ¡Esa señora se acuesta con tantos! Todavía no logré entender por qué, con algunos, se resiste de tal manera.
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