Domingo, 18 de febrero de 2007 | Hoy
Presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, el trabajo de Estela Barnes de Carlotto es buscar niños desaparecidos vivos, esos que nacieron en los campos de concentración argentinos y fueron separados de sus madres para cumplir con órdenes perfectamente establecidas por aquel Estado Mayor Conjunto. Cuando Carlos Ruckauf, el adalid de la mano dura y la tolerancia cero, postuló a Abuelas para el Premio Nobel de la Paz, ella no vaciló en replicar que esa organización no buscaba premios sino nietos.
Es paradójico; aunque las Abuelas son las únicas que podrían actualizar la consigna que se gestó en la Plaza de Mayo, Aparición con vida, ellas nunca la levantaron más allá de los primeros años de incertidumbre. “No podemos levantarla por nuestros hijos porque es ficticio y tampoco por nuestros nietos, porque sembraría la duda sobre si están muertos. Nuestros nietos son desaparecidos vivos, no pueden aparecer de otra manera.” Y, de hecho, ya son 70 los que despegaron su nombre de esa lista de 500 para darle un cuerpo, para encontrar una historia, para empezar a escribir otra. “Son muchos... y a la vez son tan pocos”, dice Estela que busca a su nieto Guido, nacido en el Hospital Militar Central el 26 de junio de 1978, cuando en las calles llovían los papelitos del Mundial 78 y ella tragaba en silencio la desesperación de no saber dónde estaba su hija. Y a pesar de todo seguir siendo la directora de una escuela en la que los alumnos debían escribir composiciones sobre el Mundial como si fuera una gesta patriótica, mientras Estela “impartía instrucciones, organizaba actos, hablaba”. ¿Cómo hablar sin que se le escape el grito que desde hacía casi un año la despertaba por las noches?
–Al principio una hacía su propio gueto. Porque era difícil explicarle a la sociedad lo que nos estaba pasando; toda la prensa, toda la difusión era que había terroristas, subversivos, que mataban gente. Entonces decir que mi hija había sido secuestrada era como que te podían marginar, entonces para afuera, hacías como que nada. No dije una palabra cuando secuestraron a mi marido, el 1º de agosto del ’77, cuando vi también a mi hija por última vez. Y fijate vos que de Laura tampoco dije nada y, cuando la asesinaron el 25 de agosto de 1978 y me entregaron el cuerpo, lo traje a La Plata para velarlo y recién ahí mis maestras, la cooperadora, el personal auxiliar se enteró de qué drama había estado viviendo.
Estela aprendió a vivir con las contradicciones aunque nunca más optó por el silencio. Esa militancia de sus hijas mayores –Laura estaba en Montoneros y Claudia en la UES–, que alguna vez quiso desalentar y que menospreciaba en las eternas discusiones familiares, ahora es motivo de orgullo.
–Laura argumentaba muy bien, siempre tenía la palabra justa para que entendiéramos lo que hacían. No digo que yo la ayudara a militar, pero las respetábamos porque veíamos su entrega. Una de las últimas veces que la vi, me dijo: “Mirá, mamá, nadie quiere morir. Tenemos proyectos, hacemos planes, queremos vivir. Pero sabemos que miles de nosotros vamos a quedar en el camino y no va a ser en vano”. Fue así, categórica.
–¿Puede decir ahora que tuvo sentido?
–Por supuesto. Perdieron, se cumplió el proyecto de la dictadura, se está cumpliendo su proyecto económico, se ajusta cada vez más a los humildes y hay que pagar sí o sí la deuda externa. Eso es lo que quedó, pero no fue en vano porque aprendimos a luchar, estamos predicando el nunca más, acá y en el exterior. Yo estaba en Roma cuando en el ’98 se creó el Tribunal Penal Internacional que es muy importante. Lamentablemente nuestros hijos perdieron, los mataron a casi todos, pero felizmente hubo sobrevivientes, no pudieron con todos. Están los hijos también y hoy, cuando aparece un pibe victimizado por la policía, la gente sale a la calle. Y algún día vamos a conseguir justicia, porque si no seguiremos siendo una sociedad enferma; fijate vos que estos tipos torturaron, mataron, violaron, robaron hasta niños, ¿y nosotros consentimos que estén libres?
–¿No le parece que mucha de esa condena institucional y de grandes organismos es retórica? Porque el mismo Carlos Ruckauf que las propone para el Premio Nobel de la Paz es quien alienta el discurso de la mano dura, la tolerancia cero y hasta pidió que no se aplicara en este país el Pacto de San José de Costa Rica. ¿No es eso una continuidad del aparato represivo?
–El gatillo fácil es una continuidad; la mano dura puede ser, pero nosotras y la gente lo denunciamos. Mirá el caso de Miguel Bru, por ejemplo. Ya dije que a mí me parece una ganancia que un tipo como Ruckauf, que tiene una historia y un presente, exponga en los fundamentos de susolicitud que aquí hubo terrorismo de Estado, que hubo robos, secuestros, violaciones...
–¿Es necesario entonces ese tipo de legitimidad para denunciar el terrorismo de Estado?
–Es importante que sea él porque fue quien firmó aquella ley que hablaba de aniquilar a la subversión. Y además nosotras no se lo pedimos; él es gobernador electo de la provincia y no es lo mismo que Bussi o Rico. Luder también firmó esa ley y estuvo postulado para presidente. Ellos argumentan que aniquilar no es crear 450 campos de concentración. Eso lo hicieron los militares. Para ellos aniquilar puede querer decir desarticular; son sus palabras no las mías, a lo mejor necesito más pruebas fuertes en su contra sobre lo que fue y lo que es. Convivimos con mucha gente que es de terror, que golpearon cuarteles y que ahora resulta que son grandes señores. El blanco y el negro no existen a veces. Y a nosotras nadie nos cierra la boca.
–Tal vez la propuesta del premio podría haber sido una oportunidad para denunciar actitudes peligrosas como haber puesto a Aldo Rico como secretario de Seguridad en su momento.
–¡Pero si todo esto lo decimos igual! Lo dijimos en su momento y lo seguiremos denunciando, hasta Ruckauf sabe que no puede cerrarnos la boca. Si sale el premio, nos vendría bien porque muchas veces la falta de dinero nos impide buscar a nuestros nietos, pero no queremos premios, queremos a nuestros nietos. Y eso lo dijimos tanto a Ruckauf como a Aníbal Ibarra, que también nos propuso, que ya que están buscando firmas que desarrollen proyectos y políticas que nos ayuden en la búsqueda de nuestros nietos y que podamos saber dónde están los 30 mil desaparecidos.
–¿Cuáles son sus límites para el diálogo, con quién no se sentaría nunca?
–Con ninguno de los militares de la dictadura, no con los actuales. Porque son corporativos, porque se defienden, no reconocen y no han hecho un solo gesto para recomponer las Fuerzas Armadas. Alguna vez, obligada por las circunstancias, aunque no soy ninguna tonta y sabía a dónde iba, me encontré con (Martín) Balza en un programa de televisión. Y creo que lo hice quedar bastante mal. Tampoco me sentaría con un Alvaro Alsogaray, o un Martínez de Hoz. Pero hay que tener cuidado, (Ricardo) Brinzoni está instalando un discurso muy peligroso, llegó a decir que los chicos desaparecidos ni existían. Yo se lo dije a (Fernando) De la Rúa que Brinzoni está amparando a los delincuentes; él lo defendió, dijo que eran cuestiones de protocolo y no es cierto.
–¿Usted cree que De la Rúa no sabe lo que piensa el jefe del Ejército?
–Claro que sí, por eso hay que estar alerta. Nosotras trabajamos con otros organismos por la libertad de los presos de Tablada y ahora corre el rumor de que el Presidente planea detener los Juicios por la Verdad, ¡que ni se le ocurra decir una palabra en ese sentido! Eso da la pauta de que todavía está todo por construirse, porque hay gente que sigue levantando la teoría de los dos demonios y eso no se puede permitir.
Le hubiera gustado ser actriz, y “algo de artista debo tener”, confiesa mirando fijo al lente de la cámara que la fotografía. Pero eligió la docencia, que era también una manera de pararse frente a un auditorio y seducirlo como lo hizo aquella vez, antes de cumplir los siete, cuando su mamá la puso en un tren junto a su hermano para que viajara desde Villa Sauce, en La Pampa, hasta Retiro, donde la esperaba su abuelita. “Fui cantando rancheras todo el viaje; el vagón entero me aplaudía; imaginate lo que sería, un piojito”. Después aprendió a bailar, a actuar, hasta bailó clásico un verano porque, en definitiva, se animaba a todo. Su padre era empleado de correo, eterno itinerante de los pueblos chicos del interior del país donde cumplía su rol en la oficina postal con la responsabilidad de quien tiene en sus manos una gran tarea. “Mamá se amoldó a él, ella era inglesa, se dedicaba al diseño de modas aunque después de casada tuvo que dejar de trabajar; papá era muy machista.”
Sólo hubo un hombre en su vida, Guido, el mismo al que ahora cuida con amorosa dedicación porque el mal de Parkinson no le permite valerse por sí mismo. Se ve mucho mayor que ella, aunque sólo le lleve un año. Lo mismo pasó hace 65, cuando Estela tenía quince, dos trenzas y medias tres cuartos, y él 16 y un bigote que lo hacía parecer de 20. “Es el amor eterno”, dice y disimula la sorpresa cuando le preguntan si nunca más se fijó en otro hombre. Claro que no. Ellos son padres de cuatro hijos y abuelos de 12 nietos, contando a Laura y a su hijo Guido, nacido en cautiverio, el que todavía no conoce, pero imagina y busca. “Yo sé que la muerte hace que una idealice, pero yo conocía íntimamente a mi hija y estoy orgullosa de ella; todos mis hijos son lindos y valientes, pero por ella tengo una gran admiración, por ella y por sus compañeros.”
Estela se acuerda con cierta vergüenza de esas discusiones en las que le proponía a Laura optar por la caridad, eso era lo que le habían enseñado en el colegio de monjas al que asistió, a visitar hospitales y donar a los pobres. Pero Laura no quería parches. Tampoco quería otras cosas, “como fiestas de quince o cualquier otro detalle que tuviera que ver...” ¿Con un estilo de vida burgués? “Puede ser. Con lo bonita que era de pronto dejó de arreglarse, usaba sólo ropa clásica de la militancia, yo le hacía vestidos, le regalaba cosas y ella a su vez se las daba a los que no tenían”. Algo de ese compromiso radical de su hija todavía la interpela, aunque defiende sus opciones, incluso las estéticas, “dejaré de maquillarme cuando esté en el cajón”, dice con una sonrisa y sin perder nunca la apostura de una directora de escuela. Ella se reivindica como una persona “normal”, que trabaja “limpiamente”, que dice lo que tiene que decir, en donde tenga que decirlo. Y no rechaza ningún estrado. “Nos entrevistamos con los gobiernos democráticos y eso nos permitió muchas cosas, como la creación del Banco Nacional de Datos Genéticos, que se alimenta de sangre nueva todo el tiempo, por nuevas denuncias y también porque se modernizan los métodos y hay que renovar las muestras.”
La sangre, para ella, no es una metáfora. Habla de sangre derramada y recuerda el cuerpo de su hija, que le llevaron a La Plata en una furgoneta, con el vientre y la cara destrozados por un itakazo, una mano asomando por debajo de la lona, lo único que entonces pudo tocar de Laura. “Tenía un corpiño de encaje negro, una camisa y bombacha. Esa ropa la vi años después, cuando exhumamos su cuerpo y se comprobó que había parido. Era importante el corpiño porque una compañera se lo había prestado en La Cacha, donde estuvo desaparecida. Esa compañera salió en libertad y lo reconoció”. Estela dice que fue entonces cuando cerró su duelo, cuando pudo dejar de ir al cementerio, dejar de poner placas en su tumba, dejar de dudar de todo. Laura, que había perdido dos embarazos –uno de seis meses– cuando estaba contenida y cuidada por su familia y por profesionales, había tenido un hijo en las catacumbas del terror y lo había nombrado: Guido.
–Cuando se la llevaron ni siquiera sabía que estaba embarazada, me había escrito que estaba gorda, pero no entendí. Si la hubiera visto me hubiera dado cuenta, pero no podía verla; ella y mi marido tenían miedo de que yo metiera la pata.
Estela habla de lazos de sangre y nada más lejos de ella que una imagen poética.
–La sangre no es agua, lo creo muy profundamente, creo en la herencia como vínculo, se heredan muchas cosas, no sólo el color de ojos o de pelo, también lo que va por dentro, los gestos, las vocaciones. Hubo chicos que no se explicaban por qué les gustaba pintar en una familia donde nadie lo hacía, y cuando se encontraron con su historia encajaron como en un rompecabezas perfecto. Eso forma parte de la identidad, un bien y un derecho que no se puede negar ni desechar. Hay quien dice que hay que dejar a los chicos en paz, porque hace mucho que están con sus apropiadores, que ya son como los padres... No. Porque hay gente de cuarenta o cincuenta años que de pronto se da cuenta de que es adoptada y siente el impulso de saber quién es, de quién es hijo, y busca. Muchos vienen a Abuelas o a la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad, es una constante. Es decir que nos convertimos en un referente de la integración de la familia a través del recupero de la identidad.
–¿La familia como institución se construye con lazos de sangre?
–No solamente, pero son muy importantes. Y cuando alguien busca, aunque después no se reúna con sus familiares, a su manera está recomponiendo esa célula primaria que es la familia y hasta esa supuesta modernidad europea que en algún momento creyó que podía desintegrarla hoy se arrepiente. En el caso particular nuestro con más razón, estamos recomponiendo lo que la dictadura nos arrebató.
–¿Se plantean contradicciones cuando esa recomposición no cuenta con el consentimiento de los chicos apropiados? ¿Hay alguna alternativa a realizar los análisis de ADN de manera compulsiva?
–El ADN compulsivo fue una oferta siniestra de la Corte Suprema de la Nación cuando declaró prescripta la causa sobre la identidad de Emiliano Castro Tortrino. A ese chiquito nunca se le permitió conocer a su familia; ahora sus abuelos murieron, quedan primos y tíos. Nosotros denunciamos al Estado argentino ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y todavía estamos en conflicto. Pero en ese momento la Corte Suprema intentó negociar que dejemos ese caso y que a futuro nos daban esta posibilidad de que el ADN se haga sí o sí. Aceptamos la resolución sobre los análisis, pero no renunciamos al caso Castro Tortrino. Ningún caso se puede clausurar eternamente. Estos chicos son las principales víctimas, de eso no hay duda, pero también están los derechos de las familias que los buscan y los derechos de toda la sociedad. Porque la apropiación es un delito de orden público, nos compromete a todos, y mientras haya un chico con su identidad cambiada, la identidad de todos es confusa.
El nieto de Estela, el hijo de Laura, el bisnieto de un empleado de correos que a su vez era hijo de un caudillo político de la localidad de Moreno, tiene 22 años, los cumplió el 26 de junio. Tal vez estudie en la facultad, tal vez no. Estela lo busca en cada chico de su edad, en cada acto, en cada colectivo a que se sube, cada mañana, a las nueve en punto cuando parte desde La Plata a Capital, para cumplir con sus funciones en la sede Abuelas. En cada pared de esa casa del barrio Tolosa, en cada uno de los adornos que se acumulan como testigos del tiempo del desencuentro, hay una historia que contar; cada foto, cada recuerdo es como una pieza de un enorme puzzle que conserva en su centro un espacio vacío. Que dice un nombre, Guido, el que le puso su madre, el mismo por el que lo conocen sus abuelos, sus tíos y primos. Esa es su identidad. La que le robaron. La que las Abuelas están recuperando para cada uno de los jóvenes que todavía están desaparecidos. Con paciencia, con determinación, sin pausa.
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