Domingo, 20 de enero de 2008 | Hoy
Por Martín Scorsese
Taxi Driver
En una de mis escenas preferidas, el cuerpo de Bob está en posición de ataque, a punto de golpear; está inmóvil, dispuesto a todo. Sabe perfectamente cómo moverse. Es una escena muy extraña porque Harvey Keitel la había improvisado totalmente, incluido el discurso sobre lo que puede hacer con Iris [Jodie Foster]: “Puedes hacerle esto y lo otro... pero nada de sadismo”. Como una letanía obscena. Esto es el humor de la calle, aunque la mayoría de la gente no lo encuentra divertido. Y, sin embargo, a muchos les gustó la película. Yo tenía muchas ganas de hacer la película, por el guión de Paul Schrader, por la fuerza de los personajes, pero no creía en ella, pensaba que la película nunca funcionaría. Bob sí creía en ella. Igual que los productores.
El corte de pelo tipo mohawk es una referencia a uno de mis amigos, Victor Magnotta. Estuvimos juntos en la Universidad de Nueva York. El quería llegar a ser sacerdote. Vino la guerra de Vietnam y se enroló en las fuerzas especiales. Se encontró en uno de los peores escuadrones, especializado en guerrillas. A su regreso, cenamos juntos y me contó todo lo que había hecho, lo que le ocurrió allí. Eran historias horrendas. Luego hizo de especialista. Aparece en todas mis películas hasta determinado momento. Una noche estábamos cenando juntos, durante el rodaje de Taxi Driver, y Barbara [De Fina, productora de muchas películas de Scorsese] le pidió que contara su experiencia en las fuerzas especiales, la jungla, las serpientes, etcétera. Y nos contó que en Saigón uno se cruzaba en la calle con tipos con el cráneo rapado, tipo mohawk, lo que quería decir que pertenecían a las fuerzas especiales, que era mejor no acercarse a ellos: estaban dispuestos a estrangular, a matar. Los habían preparado para eso. Y entonces nos mostró una fotografía. El corte era algo más corto que el que luce Bob en la película, pero se parecía mucho. Ya no recuerdo quién dijo que había que aprovechar eso. Bob dice que fue él quien tuvo la idea. Es una de esas historias que los dos nos hemos apropiado [risas] ¡Se la cedo a él! Recuerdo que nos miramos al mismo tiempo. En aquella época, estas ideas simultáneas entre Bob y yo ocurrían cada vez más a menudo. Incluso muy recientemente, en Cabo de miedo [Cape Fear, 1991]. Yo me había ido a la montaña durante un par de días –algo que, en principio, nunca hago– y él intentó reunirse conmigo. Sólo lo llamé a mi regreso. Le conté que durante esa estancia volví a ver el primer El cabo del terror [Cape Fear, 1962] y me di cuenta de que era preciso utilizar a toda costa la música original de Bernard Herrmann. Entonces me dijo: “Era exactamente por eso por lo que quería verte, ¡yo pienso lo mismo!” [Risas]. Siempre es así desde Taxi Driver.
Vic Magnotta murió trabajando, durante un rodaje en Nueva York. Era la última escena peligrosa de la jornada: había que arrojarse al río Hudson en coche. Fue en 1988. Se la jugó a suertes con otro especialista. Le tocó a él. Se hundió y nunca volvió a la superficie.
Toro salvaje
Bob quería hacer la película. Yo no; no sabía nada de boxeo. Para mí es como un juego de ajedrez físico. Se necesita la inteligencia de un jugador de ajedrez para saber escoger los golpes, y al mismo tiempo hacerlo con el cuerpo. Alguien puede no tener ninguna educación y resultar ser un genio en el arte del boxeo. Cuando yo era pequeño, miraba los combates de boxeo en los cines, que siempre estaban rodados desde el mismo ángulo, y nunca conseguía distinguir a los boxeadores. Me parecía muy fastidioso y además no entendía nada. Tenía una pequeña idea acerca de la motivación de un boxeador, y entendía por qué Bob quería interpretar a toda costa el papel de Jake La Motta. Procedía del mismo medio social, obrero, italonorteamericano. Había frecuentado un poco el hampa. Era también una historia de hermanos, y demás. A mí me rondaba otra idea por la cabeza, que se convirtió finalmente en el tema del guión de The Neighborhood, que escribí con Nicholas Pileggi: la llegada de los italianos a los Estados Unidos, el reencuentro entre mi padre y mi madre, y toda la experiencia de los italonorteamericanos entre los años veinte y los años sesenta. Yo quería ir en esa dirección. Trabajé en el guión durante dos años. Fue en ese período cuando rodé New York, New York y El último vals. Me divorcié por segunda vez y tuve mi segundo hijo. En aquella época, solía pasar mucho tiempo con Robbie Robertson (líder de The Band, grupo insignia de los años setenta que actuaba con Bob Dylan, y al que Scorsese filmó en 1978 en El último vals) y me drogaba mucho. Viví al límite y casi me destruí por completo. [Silencio].
Poco antes de tocar realmente fondo, le pedí a Paul Schrader que escribiera una nueva versión de la historia de La Motta.
El fracaso de New York, New York fue recibido con una especie de júbilo en Hollywood. Y me hundí completamente en ese mundo, diciendo: “Adelante, vamos directo al infierno, y ya veremos lo que ocurre”. En aquella época era lo bastante joven como para pensar todavía que no iba a morir. Eso fue entre los años 1977 y 1978: frecuenté a mucha gente de cine en el mundo y en Hollywood. La droga circulaba, estaba por todas partes. Robbie me decía: “Hay una fiesta en París, ¿vienes?”. Ibamos a todas partes: París, Roma, Londres, Nueva York. Era siempre la misma fiesta. Luego me dije: “¿Es así como voy a encontrar a la mujer de mi vida? ¿Acaso voy a vivir experiencias sexuales inolvidables? ¡Lo dudo!”. De todos modos, ¡me iba bastante mal! [Risas]. Ellos eran estrellas de rock: tenían todo lo que querían. Yo me limitaba a seguirlos e intentar vivir a su ritmo. Ya no conseguía concentrarme en mi trabajo. Trataba de vivir las cosas de manera idiota, pero ya no estaba en condiciones de trabajar. Llegué a un punto en que de cada siete días cuatro los pasaba en la cama, enfermo, a causa de mi asma, de la coca, de las pastillas. ¡Cuatro de cada siete días!
Estaba tan agotado que no llegaba siquiera a hablar durante las sesiones de selección. Bob esperaba de veras que yo remontara la pendiente. Por mi parte, no lograba entender qué encontraba de interesante en ese tema. Yo sabía que estaba aumentando de peso para el papel. Por aquel entonces ambos teníamos treinta y cinco o treinta y seis años. El no cesaba de repetirme: “Sólo tengo dos años para hacerle sufrir esto a mi cuerpo. Es verdaderamente necesario hacer esta película”. Yo no siempre lograba entender lo que estaba en juego en este proyecto. Luego, un día, vino a visitarme y me dijo: “Pero, ¿qué te ocurre?” Y luego añadió: “¿No quieres hacer esta película? ¡Sólo tú puedes hacerla!”. Respondí que sí. Y entonces comprendí; fui consciente de que yo era él... [Scorsese muestra la foto de De Niro interpretando a Jake La Motta obeso]. Yo podía hacerlo. Esa película hablaba de mí. No tenía que decírselo a Bob: ya lo sabía. Todo lo que quería de mí era un compromiso. Y de algún modo, en mí se disparó un resorte. Dije: “Lo haremos. ¡Adelante!”. El me dijo: “Ve a ver a Isabella al salir del hospital, pasa algunos días en Roma, relájate y vuelve. A tu regreso, si quieres, trabajaremos juntos en el guión”. Salí del hospital. Partí en seguida para Roma y fui al norte de Italia a visitar a los Rossellini. Vi también a los hermanos Taviani que rodaban El prado (1980]. Luego me fui a una isla con De Niro y trabajamos de nuevo el guión. En realidad, durante esas dos semanas y media en la isla de St. Martin rehicimos por entero la película. Es curioso, porque dos años más tarde, Peter Savage, uno de los coproductores de la película, murió en esa isla de una crisis cardíaca mientras jugaba a la ruleta... Aparece en Toro Salvaje y en Taxi Driver. Cuando volví, dejé la droga. Una noche, durante ese período, me encontré con Robbie. Se levantaba cada cierto tiempo para ir al servicio. Le dije: “Si vas al servicio para drogarte, no te preocupes: puedes hacerlo delante de mí”. Me respondió: “Yo no me drogo, Marty. ¿Por qué tendría que hacerlo? Tú las has probado todas...” Lo que quería decir, en tono de broma, era hasta qué punto todo aquello había sido una pérdida de tiempo y de energía. Yo ya no la necesitaba. Había vuelto a encontrar lo que quería hacer, lo que quería decir. La opinión de los demás ya no me importaba. Nunca hablé de esto con Bob, pero él sabía lo que quería hacer con esa película. Y yo también lo sabía. Nos dimos cuenta de ello durante ese período de trabajo en la isla. Estaba tan claro, era tan preciso. Tenía la misma convicción que en el momento de Calles salvajes y de Taxi Driver. De nuevo me sentía a gusto. Me daba cuenta de que mi actitud con la droga había sido ridícula. Pero sé que todos los que han pasado por eso sienten lo mismo: te avergüenzas un poco, temes que la gente se acuerde y que te aborrezca por ello. Es falso. Lo que cuenta es lo que eres y lo que haces en el momento en que lo haces.
Dibujé todas las escenas de combates. Recuerdo que, un día, Bob me llevó a verlo mientras se entrenaba, para que observara los golpes. Estaba en el cuadrilátero. En un momento dado, volví la cabeza. Bob se acercó y me dijo: “¿Tú no miras o qué?”, y le dije: “Sí, sí”. Entonces él añadió: “Esto lo hago por ti, ya lo sabes”. Luego subió de nuevo al cuadrilátero. Lo que él no sabía es que me estaba dando cuenta de que no podía rodar eso de manera frontal, neutra, que por ahí no sacaría nada. Me dije: “Es preciso rodar desde el interior del cuadrilátero. Es preciso rodar de forma más detallada, más elaborada”. Aquel día, él podía mostrarme todos los golpes que quisiera, que eso no cambiaría nada. Filmó esas sesiones en video. En él se mostraba un desgaste físico pero nada más, y yo no podía decírselo. Lo que me impresionó aquel día era la magnitud de la tarea que me esperaba para dar forma a esos combates: hablo de los combates porque era lo primero que queríamos rodar, durante díaz semanas. El resto eran otras diez semanas con los actores. Era duro pero correspondía a lo que yo llamaría el rodaje de una película normal, con los problemas que cabía esperar. En las secuencias de los combates hubo enormes dificultades para encontrar los planos que necesitaba. Cada día era preciso poner a punto, con el director de fotografía Michael Chapman, toda una maquinaria para obtener lo que queríamos. Había que prestar atención al físico de Bob, al número de tomas, pero debo decir que en el cuadrilátero había una energía extraordinaria. El rodaje de las secuencias de combate equivalía al de diez películas a la vez.
El rey de la comedia
La idea salió de la última escena de Toro salvaje, cuando Bob se mira en el espejo e imita una escena de La ley del silencio. Era la imagen de alguien que había atravesado pruebas terribles, que había sufrido y hecho sufrir a los que lo rodeaban, y que había llegado a una forma de paz consigo mismo y con el mundo. Yo no había encontrado aún esa paz en mí. Después de Toro salvaje, volvió el nerviosismo. Para mí, esta película era una película de kamikaze: lo puse todo en ella, creyendo que sería mi última película. Pensaba irme a Roma a rodar documentales sobre la vida de los santos. Pasarme al documental. Aún estaba algo insatisfecho. Me gustaba Toro salvaje y conservaba la energía que había puesto en esta película, aunque no sabía lo que iba a hacer. Entonces Bob apareció de nuevo y me propuso El rey de la comedia. Me dijo: “Es una película que podrías rodar en Nueva York, muy rápidamente. Podrás hacer lo que quieras”. Reflexioné sobre ello. Luego pensé en Jerry Lewis, con el que había coincidido en Las Vegas y en Los Angeles. En seguida elegí a Sandra Bernhard. Yo estaba aún algo débil por Toro salvaje. Tenía una pulmonía, de la que me curé durante una estancia en Roma. Empezamos la preproducción y el rodaje de El rey de la comedia mucho antes de lo previsto, porque estaba a punto de empezar una huelga de realizadores. Porque un realizador es un profesional: se levanta por la mañana para ir al trabajo. Pero yo soy perezoso. Estaba a punto de rodar una película de veinte millones de dólares y no lo notaba. Bob me había dado el guión diez años antes, pero entonces yo no había entendido el tema; diez años más tarde captaba mejor los personajes de Jerry y de Rupert por todo lo que había vivido durante ese tiempo. Bob había sentido estas cosas desde el principio porque él ya era una estrella. La película está bastante lograda, en mi opinión. Principalmente gracias a los actores, que son maravillosos. Quería hacer dos cosas: rodar lo más rápido posible y, sobre todo, reducir mi estilo a algo muy contenido, con planos muy sencillos en su composición, que diesen la impresión de que los personajes están como encerrados en ellos. Crear una tensión.
El tema permitía esta premisa porque era una comedia costumbrista. Quería que los planos se pareciesen a los de la televisión. Michael Chapman, que no hizo la fotografía de la película, me dijo que eso no sería posible porque yo tenía un ojo demasiado refinado. Esto puede que sea verdad, pero en esta película intenté hacer algo distinto. Por el contrario, no la rodé tan rápidamente, y perdí mi energía durante el rodaje. Cada día trataba de saber por qué había querido hacer esta película. Con El rey de la comedia comprendí que cada vez iba a ser más duro para mí rodar una película rápidamente para pasar a la siguiente. Ya no tenía edad para pensar de esa manera.
Buenos muchachos
Bob había cambiado durante estos nueve años que nos separaban de El rey de la comedia. Había rodado Erase una vez en América, de Sergio Leone, y otras muchas películas. En otras palabras, había cambiado de estilo. Después de Erase una vez en América, película de gran espectáculo, había rodado La misión, de Roland Joffe, otra película de gran espectáculo. Luego hizo una pequeña aparición en Brazil [Brazil, 1987], de Terry Gilliam: demostraba así su voluntad de trabajar permanentemente, de experimentar y de pasar de un estilo de realizador a otro. En Buenos muchachos me dio exactamente lo que yo quería a pesar de un tiempo de rodaje bastante breve. Nuestra colaboración había evolucionado: me preguntaba qué es lo que quería y yo le contestaba; él hallaba lo que buscaba, luego se pasaba a otra escena. Muy rápidamente. Esto nos daba risa, y hablábamos sobre ello en la cabina, entre toma y toma; él me decía: “¿Te acuerdas de antes? Venga hablar, y hablar. Pero, ¿por qué teníamos tanta necesidad de discutir, antes?”. Nos dábamos cuenta de que habíamos envejecido, recordábamos los viejos tiempos. Aunque es cierto que con Bob se discute siempre. Fue el caso de Cabo de miedo y de Casino.
Cabo de miedo
La interpretación de De Niro es excesiva, ésta era su intención y a mí me parecía bien. Era preciso hacer olvidar la primera versión, El cabo del terror de Jack Lee Thompson, que es, en cierto modo, modélica en su género. En la película de Jack Lee Thompson, Mitchum actúa de forma muy sobria, muy contenida. Era preciso ir en otra dirección, no sólo para diferenciarse de la primera versión, sino también para lograr otro estado espiritual, más en relación con lo religioso. La idea de un ángel vengador, del personaje que expía sus pecados.
Cada escena tenía algo particular. Queríamos mostrar que el personaje de De Niro no cesaba de reaparecer, se le hiciese lo que se le hiciese. No me refiero sólo al final, cuando surge del agua... era algo que estaba inscripto de antemano en el género, con algunas referencias religiosas. Pero él está decidido. Dice: “Me habéis hecho daño. Lo pagaréis. Nadie me podrá hacer cambiar de opinión. ¿Queréis apelar a la ley? Yo puedo hacerlo también. ¿Queréis acudir a la policía? Yo puedo ir también. ¿Buscáis un abogado? Me procuraré uno. No podréis impedirlo. Tendréis que pagar. Y además sabéis que sois culpables”. Yo quería que fuera como un cuchillo. Con sus tatuajes en la espalda, su cuerpo se parece a un arma mortal. Irá hasta el final, sabe que tiene la llave, corre el riesgo de destruirse, pero no importa. Y, en cierto modo, le hace un favor al personaje de Nick Nolte, porque le abre los ojos, lo enfrenta a sí mismo. El ya no puede vivir hasta que no se enfrente a Nolte. La secuencia en la que se oculta debajo del coche, pegándose a él, fue idea de De Niro. A partir de esta secuencia, estamos en otra película, más en la tradición del género, del cine de hoy. Se asemeja a Terminator [Terminator, 1984]. Pero no únicamente desde un punto de vista robótico: es algo moral. Un sentimiento de culpabilidad, y cuando empecé a ver el tema desde este ángulo, transformé por completo el personaje de Max. En la primera película, persigue a la chica en la escuela. Y en realidad, ella se da cuenta de que es tan sólo el conserje. Había una escena parecida en la nueva versión, pero yo no quería hacer eso. Por ello imaginé otra escena entre él y la chica, una escena en la que la seduce. Destruye el poco respeto y confianza que ella siente hacia su padre. Yo veía la secuencia de esta manera. Steven me aconsejó que reelaborara esta escena con Wesley Strick, a quien yo no conocía. Nos volvimos a ver, Bob, Wesley y yo, y decidimos que toda la película tenía que partir de ahí. Wesley hizo un trabajo magnífico con esta secuencia. Y, a partir de ahí, cambiamos los personajes, la familia, todo salvo el final. De todas mis películas, ésta es la que me ha dado más dinero: ¡ochenta y siete millones de dólares sólo en los Estados Unidos! En Europa también. Si os cuento esto es porque lo he leído en Hollywood Reporter hace unas semanas. Buenos muchachos ha recaudado cincuenta millones de dólares en los Estados Unidos. Fue una buena colaboración entre De Niro y yo en una película que no deja de ser una película de estudio.
Casino
En Casino [Casino, 1996] quería dos personajes, uno controlado y otro peligroso. Los actores sólo podían ser Bob y Joe [Pesci]. Conocimos a Rosenthal, que inspiró el personaje que interpreta Bob en la película, y sabíamos que de entrada el papel sería diferente de lo que él hiciera. Es un hombre que oculta sus emociones, lo que resulta interesante. Su forma de vestir, además, nos gustaba bastante a Bob y a mí. Lo hice participar en las sesiones de escritura de guión, como hago siempre. No teníamos una historia completa, lineal. A medida que escribíamos el guión, buscábamos cada vez más información. Cuando me daban un elemento nuevo, se lo transmitía a Bob, que enseguida pedía más detalles a Rosenthal. Luego podía ocurrir que Rosenthal le contara otra historia a Bob, o a Nick Pileggi por teléfono. Lo anotábamos todo. Y a partir de lo que nos habían dicho Rosenthal y otros, hallamos una forma de contar la evolución de su relación con Ginger [el personaje interpretado por Sharon Stone], basada en incidentes reales que incorporamos. Se cambió la cronología, se alteraron algunas cosas... Esto fue muy largo, muy difícil, porque el rodaje estaba previsto para finales de ese mismo año. En el caso de Buenos muchachos tuvimos dos años para escribir el guión. Yo no quería una película de dos horas. Era necesario que tuviera otra dimensión, como una especie de gigantesca máquina que reflejaría la América de ayer y de hoy. Todo el simbolismo que la gente busca en ella está ahí. En realidad, es la historia de dos personajes que corren tras una bolsa llena de dinero. Están casados y quieren ese dinero.
Era preciso que De Niro fuera más sobrio. No quiero rehacer las mismas cosas. Me siento más cómodo cuando me expreso a través de él, como actor. He tenido suerte con él, porque no teme interpretar a personajes que en algunos momentos son desagradables, espantosos. Lo interesante en él es que hay honradez, bondad y compasión. El público lo nota, creo. Consiguió comunicarlo con su personaje de Travis Vickle en Taxi Driver. Yo no sé cómo lo hace. Hay momentos en que ni siquiera necesitamos hablar para entendernos. Da igual que se trate de confianza, de culpabilidad o de orgullo. Lo sabemos. Así nos ahorramos todos los problemas sin interés con los que a menudo se enfrentan los demás.
Este retrato está incluido en Mis placeres de cinéfilo
de Martin Scorsese.
(Editorial Paidós).
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