Miércoles, 20 de febrero de 2008 | Hoy
Por E. L. Doctorow
Ernest Hemingway trazó las estrategias de su arte en las primeras etapas de su carrera y se mantendría fiel a ellas a lo largo de toda su vida. Según éstas, al redactar un relato evitaría hacer mención de su problema central; al escribir una novela, la situaría geográficamente y, en la medida de lo posible, tendría en cuenta la hora en que sucedían los hechos en cada página; construiría las frases de modo que provocaran una emoción, pero sin anunciarla, sino relatando de manera precisa la experiencia capaz de causarla. Lo que logró con todo eso fue un arte riguroso de vasto poder, si bien se adecuaba más a ciertas emociones que a otras. Era, sin duda, un genio, pero de esos que anuncian sus límites. Los críticos se dieron cuenta de ello desde el primer momento, no obstante lo cual, en la década del ‘20 y con las miras puestas en el futuro, se unieron a sus lectores para convertirlo en el escritor de su tiempo. Su material era original. Conmovía. Cada página de clara prosa encerraba un juicio implícito sobre todo cuanto se había escrito hasta el momento. La voz de Hemingway detestaba la afectación, la hipocresía y la retórica que estaban en boga.
La fuente de su material y el manantial que alimentaba su imaginación era su propia vida. Las cuestiones que pertenecen al ámbito intelectual –la historia, el mito, la sociedad– no venían al caso. Era lo que veían sus ojos y lo que su corazón sentía aquello que acrisolaba en el molde de la ficción. Por lo tanto, vivió su vida con el único objetivo de ver y sentir lo más posible. No existía ningún lugar de la tierra donde no se sintiera como en su casa, salvo, quizá, su propia tierra natal. El provincianismo de sus padres, que eran del Medio Oeste, convirtió la independencia en una salida fácil para él. Se casó joven y engendró un hijo –las circunstancias tradicionales para sentar cabeza–, y partió hacia Europa con su familia en busca de emociones. Esquió en los Alpes austríacos; cogió el tren hacia París para asistir a las carreras ciclistas o a los combates de boxeo; cruzó los Pirineos para presenciar las corridas de toros, y realizó precipitadas escapadas a las aldeas serranas para pescar o ir de cacería. También en Estados Unidos iba y venía en coche entre Idaho o Wyoming y Florida, y nunca alquilaba una casa donde vivir por más de una temporada. Se divorció y volvió a casarse, y tuvo más hijos, antes de adquirir una propiedad en Cayo Hueso. Pero la pesca era más emocionante en Cuba, y había una mujer a la que amaba en secreto y que se convertiría en su tercera esposa... y así sucesivamente. Fue Flaubert quien dijo que para poder crear su obra un escritor ha de establecerse en un lugar tranquilo, arraigado en el aburrimiento. Hemingway, en cambio, vivió en una suerte de nomadismo frenético, pero la obra fue surgiendo de él. Por las mañanas, sentado ante cualquier mesa que encontrase en una habitación alejada de donde estaba su familia, escribía a mano cuentos, narraciones y novelas.
A medida que su fama iba en aumento, era capaz, en este o aquel remoto paraíso que había encontrado, de acabar con su soledad llamando a su lado a amigos o colegas de otras partes del mundo. Y éstos acudían, a pesar de los inconvenientes que tuvieran, para pescar, cazar o cabalgar con él, pero sobre todo para beber en su compañía. Tenía amigos deportistas, amigos militares, amigos que eran célebres, amigos literatos y amigos del bar de la localidad. Siempre estaba haciendo amigos y rompiendo amistades, imaginando afrentas, con la guardia alta como un campeón de los pesos pesados. La gente, en su mayoría, permanece tranquila en el mundo, y vive en él con tiento, como si no le perteneciera. En cambio, Hemingway lo consumía con voracidad. Personas de todas las clases sociales se sentían atraídas por su conducta, y por la jactanciosa, encantadora o agresiva puerilidad de sus hábitos, así como por la celebración ritual de sus apetitos.
En conjunto, extraía elementos de la vida real durante un corto espacio de tiempo. Escribió Fiesta mientras aún se veía en París con muchas de las personas en quienes se inspiró para crear sus personajes, y si bien le llevó diez años aprovechar las experiencias vividas en la Primera Guerra Mundial para redactar Adiós a las armas, en la época de la Guerra Civil efectuaba viajes a España sabiendo que estaba seleccionando a la gente, los incidentes y los lugares para Por quién doblan las campanas, una novela que concluyó en 1939, a los pocos meses de finalizada la contienda. Sólo la enfermedad anulaba su eficiencia, o, más a menudo, alguno de los muchos accidentes físicos que sufrió; caía a una zanja con el coche, como consecuencia de lo cual se quebraba algún hueso, o se cortaba con un cuchillo, o se arañaba los ojos con una rama. Pero durante la Segunda Guerra Mundial su habilidad para elaborar rápidamente episodios de la vida real fue declinando, y con ello la justificación de sus técnicas. Aunque era fundamentalmente corresponsal de guerra, la única novela que creó a partir de esta experiencia fue la mediocre Al otro lado del río y entre los árboles, que no se publicó hasta 1950. El público advirtió su decadencia y la atribuyó a la descomposición que comporta la fama, pero en la última década de su vida escribió París era una fiesta, memorias de su primera época en París (publicada póstumamente en 1964), y El viejo y el mar, y parecía que había vuelto a darse cuenta de lo que era capaz de hacer.
Hemingway habló del suicidio durante toda su vida, hasta que lo llevó a cabo. En 1954, su propensión a los percances físicos culminó no en uno sino en dos accidentes de aviación en el este de Africa, adonde había ido a cazar, como consecuencia de los cuales sufrió conmoción cerebral, lesiones en las vértebras, quemaduras y heridas internas que lo convirtieron, a los cincuenta años, en un viejo. Una mirada retrospectiva nos sugiere que el castigo a que fue sometido su cuerpo en el curso de su existencia parece haber sido la mitad de algo, un combate de boxeo con un contrincante invisible, quizá. En su mente nunca estaba ausente la idea de matar; tampoco en la realidad, mientras cazaba o era testigo de alguna guerra, ni en su obra. Durante toda su vida persiguió animales. Mató leones, leopardos y kudúes en Africa, osos grises en las Rocosas, perdices en Wyoming y palomas en Francia; dondequiera que fuese, se apoderaba de lo que estaba a su alcance. Y luego de matar algo, no dejaba necesariamente de prestarle atención. Su biógrafo Carlos Baker se refiere al día en que, estando en Cuba, Hemingway enganchó un pez espada de doscientos treinta kilos, luchó con él y lo llevó a tierra. Una vez que llegó, triunfante, al puerto, recibió las entusiastas felicitaciones de amigos y conocidos. Pero al parecer ello no fue suficiente. A las dos o tres de la madrugada, tras una noche de borrachera para celebrarlo, se lo vio otra vez en el muelle, solo bajo la luz de la luna, donde la enorme presa estaba colgada cabeza abajo en el motón de aparejo; Hemingway daba puñetazos al pez como si de un saco de arena se tratase.
Desde la muerte de Hemingway, ocurrida en 1961, sus herederos y sus editores, Charles Scribner’s Sons, se han puesto al día con su obra, editando aquellos trabajos que, por una razón u otra, no fueron publicados en vida del escritor. Había conservado inédita A Moveable Feast en atención a los sentimientos de las personas que en ella aparecen y que pudiesen estar vivas. Sin embargo, con respecto a la novela Islas en el golfo parece haber tenido cierto recelo en editarla. Con mayor motivo aún cae en esta categoría El jardín del Edén, cuya redacción comenzó en 1946 para dejar inconclusa tras trabajar en ella, de forma intermitente durante los últimos quince años de su vida. Se trata de una historia muy entretenida, si bien no es, posiblemente, el libro que él imaginaba. Una vez publicado, constaba de treinta capítulos breves con un total de unas setenta mil palabras. Una nota del editor advierte que se hicieron “algunos cortes” en el manuscrito, pero según la biografía de Baker, en un momento determinado el original revisado de la obra estaba compuesto por cuarenta y ocho capítulos y doscientas mil palabras, de modo que la nota editorial denota mala fe. En una entrevista aparecida en The New York Times, un editor de Scribner’s reconoció haber suprimido una parte que se encontraba en borrador por considerar que no estaba integrada en la “trama principal” del texto, pero ese corte redujo la extensión del libro en dos terceras partes.
El héroe de este Jardín del Edén radicalmente desbrozado es David Bourne, un joven novelista y veterano de la Primera Guerra Mundial, que en la década de 1920 recorre España y Francia con su esposa, Catherine, en viaje de luna de miel. En su pequeño Bugatti negro, parten del pueblo marinero de Le Grau-du-Roi, donde su estada ha sido idílica, rumbo a Madrid, lugar en el cual aparecen las primeras sombras en su relación. Catherine se muestra celosa de la actividad literaria de su esposo. Al mismo tiempo, exige cierta experimentación en su relación amorosa: quiere que simulen que ella es el muchacho, y él, la chica. En Aigues-Mortes, Francia, Catherine se hace cortar el cabello muy corto, y luego le pide a él que se ponga en manos del mismo peluquero para que le haga otro tanto, a fin de que se vea como ella. David la complace en esto también, aunque no sin cierta reticencia, y presintiendo la descomposición definitiva del matrimonio.
Siguen hasta La Napoule, cerca de Cannes, y allí toman dos habitaciones en un hotel muy pequeño, donde reina una gran tranquilidad porque es verano y en el sur de Francia la temporada ya ha finalizado. En una de esas habitaciones, David se dedicará a escribir. Acaba de publicar en Estados Unidos su novela de guerra, y recibe con el correo reexpedido los recortes de prensa y la carta en que el editor le dice que el libro es un éxito. La noticia perturba a Catherine. Las diferencias entre ambos se agudizan cuando ella se atreve a manifestarle que el único tema sobre el cual vale la pena que escriba es la luna de miel de que están disfrutando.
Un día, mientras toman un trago en la terraza del hotel, despiertan la curiosidad de una bella joven llamada Marita, que se muestra muy impresionada por aquella pareja de piel bronceada, cabellos casi blancos recientemente decolorados, camisas francesas de pescador, pantalones de hilo y alpargatas. La joven se muda a su hotel. Catherine hace realidad los presagios de David e inicia una relación amorosa con Marita. En un síntoma más de su inestabilidad, alienta a David a embarcarse en su propia relación erótica con la mujer, quien facilita las cosas al confesarle en privado que se ha enamorado de ambos. David sucumbe. Los miembros del ménage nadan hasta las calas desiertas de las playas de la zona y toman el sol desnudos. David duerme con una o con la otra, según los turnos que ellas mismas establecen. Los días transcurren entre ingentes cantidades de alcohol, martinis que el mismo David prepara en el diminuto bar del hotel y adereza con aceitunas con ajo, o absenta, o botellas hurtadas de whisky Haig con agua Perrier, o Tavel, o Tom Collins cuidadosamente preparados. Las mezclas y el consumo de bebidas constituye el medio que parecen haber escogido para adaptarse al impacto de sus actos y las conversaciones mutuas.
Es Catherine quien comienza a derrumbarse bajo la tensión. Se vuelve mordaz, cae en el arrepentimiento o bien se dedica a reprochar a David su relación con Marita o a condenarse a sí misma por echarlo todo a perder. Como defensa contra la situación y lo que percibe como un creciente desequilibrio mental de su esposa, David comienza a escribir la historia que durante años se ha resistido a poner sobre el papel, la historia “dura”, como la llama él, basada en su existencia como adolescente en el este de Africa, al lado de su padre, un cazador blanco. Esta historia se introduce gradualmente en la narración principal cuando el muchacho David avista el elefante de enormes colmillos que su padre y un ayudante africano están buscando; da cuenta de que lo ha visto y se arrepiente de ello durante toda su vida, pues su padre sigue el rastro de la enorme bestia y la mata. El punto culminante de la novela tiene que ver con la reacción de Catherine ante esta historia, que David ha escrito a mano en las sencillas libretas que usan los escolares franceses. Entonces ocurre una desgracia que es la peor que puede sufrir un escritor como tal, y el ménage se rompe para siempre; dos permanecen juntos, y uno se va.
En una primera lectura, ésta es una historia sorprendente proviniendo del gran atleta de la literatura norteamericana. Hasta entonces, nunca se había presentado como un estudioso de las prácticas de alcoba. Más interesante aún es la pasividad de su héroe escritor, quien, evidentemente, detesta la caza mayor, y se retrata a sí mismo como un hombre totalmente sometido a los poderes de la mujer, desamparado ante la tentación e incapaz de reaccionar frente al rostro de la adversidad. La historia es contada desde el punto de vista masculino de David Bourne, en la entrañable –o supuesta– tercera persona preferida por Hemingway, pero su mayor logro lo constituye Catherine Bourne. Con anterioridad no existía en la narrativa de Hemingway un personaje femenino tan descollante. De hecho, Catherine quizá sea el personaje femenino más impresionante de toda su obra; más real y dotado de mayor dimensión que la Pilar de Por quién doblas las campanas o la Brett Ashley de Fiesta. Aun cuando su creación parte de la ingenua premisa de que las fantasías sexuales constituyen una forma de locura, Catherine se erige en una figura fáustica que se tortura a sí misma y es presentada como una mujer brillante atrapada en una ceremonia de participación sustituta, fruto de la inventiva de otro. Catherine representa el fruto del estudio más informado y sensible que Hemingway haya dedicado jamás a una mujer.
El personaje de Catherine Bourne basta para que este libro se lea con avidez. Pero hay otras cosas adicionales capaces de dar satisfacción al lector. En un número considerable de partes de la narración, los diálogos contribuyen a la tensión del relato, lo que no puede decirse de Al otro lado del río y entre los árboles, su última novela del mismo período, para la cual Hemingway saqueó algunos de los temas de la obra. Y hay pasajes que demuestran que la escritura del viejo conserva la fuerza de su obra anterior: la descripción de David Bourne pescando un róbalo en el canal de Le Grau-du-Roi, por ejemplo, o mientras nada en la playa de La Napoule. En estos casos, sale victorioso merced a la estrategia de utilizar el paisaje para evocar estados de ánimo.
Sin embargo, detallar las discretas excelencias de un libro es como decir, también, que no es todo lo acabado como sería de desear. La otra mujer, y tercer personaje principal, Marita, no adquiere el peso necesario que justifique su voluntad de inmiscuirse en un matrimonio y prestarse a contribuir a la desintegración de éste. Se trata de un personaje carente de color y que en gran medida parece inarticulado. El autor no justifica la pasividad de David Bourne, salvo en el sentido de que puede ser una facultad de su profesión. Pero la triste verdad es que su estilo, tal como se comprueba en la historia del elefante, no es lo bastante válido como para exonerarlo: es un mal ejemplo de su arte, un tratamiento manido del tema de los ritos de iniciación de adolescencia, que recuerda, en su propio detrimento, el relato de Faulkner sobre el mismo tema: “The Bear”.
En el personaje de David reside la definitiva falta de vida de la obra. Su incapacidad para tratar la crisis de su relación no está acorde con la consumada confianza en sí mismo de que da muestras en su tratamiento con camareros, camareras y hoteleros europeos, que en este libro, como en otros de Hemingway, aparecen siempre dispuestos a proporcionar al joven colonizador norteamericano las comidas y bebidas, los sacacorchos y cubitos de hielo, así como las cañas de pescar que necesita. De hecho, David Bourne realiza sus cultos actos gastronómicos y sus libaciones con tanta frecuencia que el lector se siente lo suficientemente desalentado como para preguntarse si el verdadero logro de Hemingway en sus primeras grandes novelas fue, en verdad, el de un escritor de libros de viajes que enseñó al provinciano público norteamericano qué platos debe pedir, qué bebidas debe preferir y cómo debe tratar a la servidumbre europea. Hay momentos en que tenemos la sensación de que no estamos en Francia ni en España, sino en el estado provisional de Yuppilandia. El lector acaba por llegar a la conclusión de que el más astuto de todos los escritores cometió un error muy poco corriente al no encontrar una guerra para destruir a sus amantes, ni un acto que no fuese su propio galanteo para poner en riesgo su supervivencia. Las setenta mil palabras del texto no logran justificar el tono de solemne egocentrismo, que en esta obra alcanza niveles prodigiosos.
Pero en este punto tenemos que considerar nuevamente las consecuencias que puede acarrear la preparación para la imprenta de una obra póstuma perteneciente a un gran escritor. En la medida en que nos sea posible confiar en la biografía y en el catálogo que prepararon Philip Young y Charles W. Mann de los manuscritos de Hemingway, éste pretendía que El jardín del Edén fuese una obra importante. En un momento, la concibió como parte de una trilogía en la que el mar estuviese presente. En efecto, su título sugiere un tema dominante en su vida creativa, la pérdida del paraíso, la expulsión del jardín del Edén, que rige en Fiesta y Adiós a las armas, entre otros libros y relatos. Al parecer, los estudiosos pueden elegir entre más de una versión del manuscrito. En una de ellas Carlos Baker menciona la presencia de otro matrimonio, compuesto por un pintor llamado Nick y su esposa, Barbara. De la misma generación que David y Catherine Bourne, Nick (¿será Adams su apellido?) y Barbara viven en París. Y tal vez haya personajes adicionales. Presumiblemente, las partes que tienen que ver con ellos se encuentran en un estado menos acabado y pueden eliminarse fácilmente para descubrir los restos escasos de la novela que ahora tenemos impresa. Pero la verdad sobre la revisión de la obra de un autor fallecido en tales circunstancias es que uno sólo puede efectuar cortes para subrayar su fuerza, para reiterar las estrategias estilísticas que la caracterizan; cuando es posible que él mismo estuviese trabajando para trascenderlas. Quizá no sea éste el libro que Hemingway imaginaba en los momentos más ambiciosos de su lucha por escribirlo, una lucha que lo tuvo ocupado de manera intermitente durante unos quince años. Y debería haber sido publicada por lo que es, un fragmento de algo, una parte de un proyecto.
Pues existen en él signos evidentes de que algo emocionante estaba ocurriendo, el desarrollo del espíritu de un escritor con miras a la compasión, a una expresión menos vindicativa de la realidad. La clave reside en el personaje de Catherine Bourne. En su comportamiento es una descendiente directa de la señora Macomber, de “La vida breve y feliz de Francis Macomber”, o de Francis Clyne, la amante castradora de Robert Cohn en Fiesta, la clase de mujer que con anterioridad el autor no ha hecho más que detestar y condenar. En esta obra, en cambio, ella ha madurado para sugerir en Hemingway los rudimentos de la perspectiva feminista. Y en cuanto a David Bourne, es, sin duda, el hermano literario menor de Jake Barnes, el periodista reducido a la impotencia por una herida en aquella primera novela de expatriado. Sin embargo, la pasividad de David no es física y, por lo tanto, resulta más difícil de superar. De hecho, nos recuerda un poco a Robert Cohn, a quien Jake Barnes desprecia por sufrir en silencio los comentarios despectivos que las mujeres le hacen en público. Tal vez Hemingway esté aprendiendo a expresar sus juicios con mayor sensatez. O quizá David Bourne no haya sido pensado en absoluto como el héroe de la novela.
Con un reparto más amplio y, tal vez, múltiples puntos de vista, podría haberse intentado algo más que el resultado con que contamos ahora, una visión revisada de la generación perdida, quizá, una lectura adicional de una suerte de vida norteamericana ex patria, con el contexto más amplio que habría ganado el tono del libro. Existen aquí claves suficientes para sugerir los signos inequívocos de un reciclaje de los materiales primarios de Hemingway tendiente a obtener menos ficción y fanatismo literario, y un mayor grado de verdad. Y esto es emocionante, porque ofrece la prueba evidente, a pesar de la celebridad, del premio Nobel, de los tormentos físicos que se infligía, de que nos encontramos ante un escritor aún en desarrollo. Aquellas mismas estrategias estilísticas que Hemingway formuló para obtener semejantes éxitos en su obra temprana, se convirtieron en una trampa en la obra posterior. Puede apreciarse que este proceso se inició en su novela Por quién doblan las campanas, donde implantar la concepción del libro en la geografía, fijar toda la acción en el tiempo y atenuar sin cesar la fuerza de las frases, fueron, desde el punto de vista formal, estrategias dramáticas insuficientes para el tema. Me gustaría suponer que al comenzar El jardín del Edén, su siguiente novela después de aquella obra sobre la guerra, así lo comprendió y quiso reelaborar los elementos, a fin de rehacerse a sí mismo. El que fracasara casi no tiene importancia, pero haberlo intentado –lo cual constituye la heroicidad más auténtica de un escritor– requiere más valor que enfrentar la embestida de un elefante con un Mannlicher 303.
Este retrato está incluido en Poetas y presidentes,
de E. L. Doctorow.
(Editorial Muchnik Editores S.A.)
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