Miércoles, 20 de febrero de 2008 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Gabriel Puricelli *
Hay un título al que Fidel Castro Ruz no renunció ayer y es el de Líder Máximo. Cuando declinó ser confirmado por la Asamblea Nacional del Poder Popular para sus posiciones de presidente del Consejo de Estado (que ejerce desde 1976) y de comandante en jefe (desde 1959), el revolucionario convaleciente dio el segundo paso de una transición que una enfermedad inesperada le ha consentido dirigir hasta el momento. Porque así como se ha visto obligado a abandonar el día a día de la administración gubernamental, Castro ha logrado preservar el timón del largo plazo y la capacidad de modelar el futuro (así sea el más inmediato), indicando derroteros y ordenando un proceso de transición cuya estación de llegada (¿el gobierno colegiado?, ¿el fin del unipartidismo?) no se puede adivinar hoy y que tal vez sea la única incógnita en el diseño que el inminente ex jefe de Estado está desplegando, que él mismo no pueda despejar.
La renuncia del anciano ex guerrillero pone en escena una vez más la herida narcisista de la que no logran recuperarse los EE.UU. desde el derrocamiento de ese títere de la mafia que fue Fulgencio Batista y que la gran potencia terminó de asumir como propio, presa de la obsesión de los hermanos Kennedy por asesinar a Castro. En efecto, en medio de las primarias de los partidos estadounidenses, las noticias de La Habana obligaron a todos a pronunciarse, con uniforme y previsible anticastrismo, poniendo en el centro del debate público la situación de un país que dejó de constituir una amenaza a la seguridad nacional de ese país el día, hace 45 años, en que Nikita Khruschev detuvo la instalación de los misiles soviéticos. Los más obcecados partidarios estadounidenses del realismo en política internacional se toman un recreo freudiano para definir sus posiciones respecto de la cuestión cubana. Esos reflejos traducidos en comunicados de las campañas de Barack Obama, Hillary Clinton y John McCain no serán seguramente motivo de mayor preocupación para los hermanos Castro, que (repartiéndose en esta cuestión los roles de policía bueno y de policía malo) ven con aplomo cómo se alinean lentamente las fuerzas políticas y sociales que van a arrumbar más temprano que tarde el bloqueo irracional e ilegal que le han impuesto a Cuba con la Guerra Fría como mero pretexto.
Esa tendencia inexorable, traducida en los cada vez más frecuentes viajes a la isla de legisladores demócratas y republicanos y en el lobby cada vez más intenso de sectores empresarios de los EE.UU., es el telón de fondo de la cuidada coreografía que tuvo ayer un pico dramático. Estudiosos de la transición vietnamita, los hermanos Castro saben que si la dirección de Hanoi pudo empezar a resignar el monopolio del Partido Comunista es porque fue capaz de enmendar la relación de hermanos-enemigos que había desarrollado con China: para seguir teniendo legitimidad en condiciones de mayor competencia política era necesario dar un salto en el desarrollo económico que sólo se hacía posible aprovechando creativamente las nuevas coordenadas geopolíticas asiáticas. Parece haber una resonancia de esa música en esta partitura que, resignando todos los títulos menos uno, el Líder Máximo sigue dirigiendo.
* Consejero directivo, Facultad de Ciencias Sociales, UBA.
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