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Crímenes y pecados de adolescentes
El director de “Kids” insiste en “Bully” con sus crudos retratos de las jóvenes ovejas descarriadas del “sueño americano”.
Por Horacio Bernades
A medida que pasa el tiempo va quedando cada vez más claro que la revulsiva Kids (1995) fijó para su realizador, el ex fotógrafo Larry Clark, un territorio cinematográfico que volvería a pisar reiteradamente, película tras película. Ese territorio es la adolescencia estadounidense contemporánea en su versión más cruda, desnuda y nihilista, tal como confirmaron las posteriores Otro día en el paraíso (1998) y Ken Park (2002, exhibida en el último Bafici). Entre estas dos, Clark filmó otro par de películas, lanzadas durante el 2001. Una de ellas fue una extravaganza. Se trata de Teenage Caveman, remake de una de Roger Corman y exponente de la ciencia ficción más trash, originalmente realizada para la televisión y editada en la Argentina el año pasado en video, con el título El despertar del horror. En ella, sin embargo, el realizador se las arreglaba para seguir hablando de sus temas favoritos. La otra, que también pudo verse en una edición anterior del Festival de Cine Independiente, es Bully, que permanecía inédita y que ahora el sello SBP edita directamente en video, con el título Bully, mentes perdidas.
Basada en un caso real sucedido a comienzos de los ‘90, da toda la sensación de que si este episodio aquí narrado no hubiera ocurrido, Larry Clark lo hubiera inventado. Porque desde que debutó en cine, no hizo otra cosa que continuar retratando aquello que ya lo obsesionaba treinta años atrás, cuando publicó su primer álbum de fotos, Tulsa, enteramente ocupado por jóvenes junkies, cuyos cuerpos semidesnudos el observador registraba, en una contraposición entre plenitud adolescente y autodestrucción latente. Esos vuelven a ser los ejes de Bully, a la que el subtítulo añadido en su edición local agrega una dosis de moralina. Es cierto que en Bully el deseo sexual y el de muerte vuelven a estar estrechamente imbricados, pero Clark retrata la conducta de sus personajes sin juzgarlos explícitamente, lo cual acentúa la ambigüedad y el impacto.
Cuando Marty (un inmejorable Brad Renfro) y Billy (Nick Stahl) conocen a Lisa (Bijou Philips) y Ali (Rachel Miner), entre los cuatro se inicia una ronda de deseos urgentes, que son tanto del cuerpo del otro como de su aniquilación. De a poco se irá viendo que la amistad entre Marty y Billy está hecha de complicidades, pero también de una corriente homoerótica con fuertes componentes sado-maso, que jamás termina de consumarse. Ex surfista, Marty es una retraída masa de músculos apretados, que soporta resignadamente los arrebatos de furia de Billy, el bully del título (patotero en lunfardo inglés). Así como de pronto Billy puede poner un video porno-gay en la casetera mientras penetra a una chica por detrás, cuando vea a su compañero gozando con alguna partenaire sexual se interpondrá, con intenciones de violación. Dispuesta a vengarse, la aparentemente inofensiva Lisa se revelará a su vez como conspiradora consumada, moviendo los hilos para convencer a Marty y sus amigos de que a un tipo como Billy no cabe otra cosa que asesinarlo.
Como en sus otras películas, lo que parece interesarle a Clark es lo salvaje, lo que no sabe de reglas ni límites, y es allí donde el cuerpo y el deseo adolescente se le vuelven tan fascinantes como temibles. En su visión, a los adultos sólo les cabe estar ausentes (como en Kids), cuando no establecen con sus hijos relaciones de puro odio generacional. Así sucedía en Otro día en el paraíso, El despertar del terror y también aquí, donde los padres aparecen como meras figuras de autoridad vacía. La droga circula libremente, pero lo que produce es un estado de aturdimiento o un permiso para el vale todo. Después del asesinato, cometido con tanta brutalidad como un ritual primitivo, vendrá el arrepentimiento de algunos, la culpa de otros y la absoluta ausencia de barreras morales por parte del resto. En la visión terminal del realizador, a la justicia y la ley no les cabe otra función que el castigo, tanto o más brutal que el crimen que pretenden condenar. Ligereza con que se juega a un videogame.