EL PAíS › PANORAMA POLITICO
Criterios
Por J. M. Pasquini Durán
Es inminente la firma protocolar del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI), pero distintos voceros del organismo siguen presionando para que el gobierno nacional alce las tarifas de los servicios públicos y refuerce el ajuste fiscal, igual que lo hicieron sus antecesores y pese a los pésimos resultados obtenidos. Los que conocen de cerca el pensamiento presidencial aseguran que no ocurrirán esas concesiones, al menos en los términos que propone el Fondo, pero los expertos en presupuestos aseguran que el del próximo año prevé algún aumento en las tarifas mientras que los salarios de los empleados estatales y las jubilaciones seguirán en el freezer. Aunque el presidente Néstor Kirchner prefiere subrayar las nuevas partidas para asistencia social, obras públicas y diversos rubros de la educación, incluida la investigación de ciencia y técnica, sólo una severa austeridad en los gastos garantizará el superávit primario del tres ciento pactado con el FMI, si es que éste, al revés de los veinticuatro acuerdos anteriores, se cumple al pie de la letra.
La austeridad puede ser una virtud en el nuevo Estado, un paso adelante en contraposición con los tradicionales despilfarros producidos por una mezcla de latrocinio o de excesiva burocracia. El círculo virtuoso cerrará cuando el gasto sea menor y, sobre todo, cuando cumpla con dos requisitos básicos: gastar con honestidad y en equitativo beneficio del conjunto social. En esa lógica, resulta indispensable y urgente la reorganización del Estado mediante una sostenida y metódica gestión para reacomodar las cargas burocráticas, dejar caer las taras que lo entorpecen y dar a cada dotación alguna misión específica que se pueda controlar y mensurar. Hay reparticiones en los tres niveles estatales que son como capas geológicas, residuos acumulados por los sucesivos gobiernos, ya que cada uno montó sobre lo existente a su propio personal de confianza, siempre escaso para hacerse cargo de las múltiples responsabilidades, mientras otros centenares y a veces miles de empleados vegetan sin destino ni estimulación.
Los diversos sindicatos de los trabajadores estatales deberían contribuir al mismo esfuerzo, en lugar de esperar pasivos que algún planificador académico decida sobre el futuro y sin hacer de cada posición una roca inamovible, para conservar el empleo de cada uno pero también para que la mayor eficiencia tenga la recompensa adecuada. De igual modo, el capitalismo tendría que dejar de vivir como parásito de los fondos públicos en lugar de arriesgar el patrimonio particular y el crédito en el legítimo juego de la oferta y la demanda. No habrá nuevo Estado sin renovar las prácticas y criterios de sindicatos y empresarios o subordinándolos al tráfico de influencias y, todavía peor, a la coima o a la asociación ilícita. No hay nación que haya podido pasar de la decadencia al progreso sin remover esos obstáculos, aunque a primera vista parezcan esfuerzos imposibles, ilusiones sin raíces, se trata antes que nada de un cambio conceptual, cultural para decirlo con más pompa, tan posible como la mudanza del escepticismo a la esperanza que hoy se registra en la opinión de la mayoría debido a la gestión del Presidente, por el que pocos hubieran apostado hace menos de un semestre.
Es una condición indispensable, porque estas reparaciones se hacen desde arriba hacia abajo y en la prédica presidencial hay algunas indicaciones en esa dirección, pero todavía no hay acciones enérgicas en el mismo sentido. En cambio, hay ejemplos de lo contrario, como es el caso de la conformación de la nómina de diputados nacionales del peronismo bonaerense. Tanto el gobernador reelecto, Felipe Solá, como el ex presidente Eduardo Duhalde, han aceptado que para integrarla el mérito que se tuvo en cuenta fue el servicio personal que cada uno de ellos le brindó al jefe partidario. La recompensa es una banca en el Congreso nacional, no importa si fueron benéficos para el interés nacional y popular, por citar dos categorías repetidas en las retóricas de esos dirigentes. Habrá que esperar que, con el criterio que convierte la carga pública en patrimonio privado, el jardinero, el chofer o la cocinera de los Duhalde sean nombrados asesores rentados de semejantes diputados. Ese criterio patrimonialista es el mismo que sustenta, sin exagerar en la comparación, el grotesco dramático de Santiago del Estero, donde a todo lo conocido se sumó ayer la denuncia de campesinos sobre la presencia de grupos parapoliciales armados que persiguen a los que protestan y demandan justicia. Allí el matrimonio Juárez también envejeció ejerciendo el gobierno como si fuera un feudo de propiedad privada.
No siempre la legalidad supone legitimidad, o viceversa. La legislatura porteña esta semana tuvo que pasar por esa prueba, porque sus miembros debieron resolver si aceptaban o no la incorporación de Elena Cruz, electa en el 2000 en la lista de Domingo Cavallo, después de haber sido absuelta por los tribunales del cargo de apología del delito debido a sus alabanzas de Jorge Rafael Videla. Con el mismo énfasis con que los neonazis niegan el Holocausto, Cruz asegura que la inmensa mayoría de los detenidos-desaparecidos vive y es libre en algún lugar del mundo, una afirmación que no se atrevieron a pronunciar, en sus recientes declaraciones, Díaz Bessone, Harguindeguy y Bignone, jerarcas de la dictadura. Por decisión de mayoría, para disgusto de tantos, Cruz podrá ejercer su mandato hasta el 10 de diciembre. Los que desesperan por este caso, como si fuera un dato aislado y único, deberían tomar nota que Patti y Rico han colocado ocho diputados en el Congreso nacional, por decisión de una porción de la ciudadanía bonaerense, que ubicó a esos dos intendentes en el segundo y tercer puesto del ranking electoral. En la ciudad, Mauricio Macri colocó 23 legisladores, donde hay más de uno que, igual que Cruz, en su momento siguió a Cavallo como la salvación nacional y otros que por precaución callan sus opiniones sobre el terrorismo de Estado pero votaron las leyes del olvido y aplaudieron el indulto.
La democracia es un sistema imperfecto, aunque el mejor de todos según Churchill, porque permite a veces que la legalidad abra las puertas sin preguntar quién va a entrar. Albert Camus, un rebelde inspirador, escribió después del nazismo: La democracia “es una forma de organización en que la ley está por encima de los gobernantes y esa ley es la expresión de la voluntad de todos, representada por un cuerpo legislativo”. Los casos antes mencionados muestran, además, que para serlo la democracia debe ganar la voluntad, la conciencia y el corazón de los ciudadanos. Un éxito electoral no es garantía de nada para nadie. Una reflexión que debería madurar el reelecto jefe de la Ciudad que se dedica, desde su última victoria, a dictar necrológicas, a pesar de que las evidencias, con la Cruz incluida, muestran que en la sociedad superviven ideas y figuras que hace rato deberían haberse ido por las alcantarillas de la historia. Por lo tanto, en lugar de velorios, hay que organizar la celebración de la vida con programas y acciones concretas que derroten la pobreza y el atraso. El exitista sin medida pierde con facilidad noción de la realidad, lo mismo que el escéptico crónico. Los políticos, en general, deberían trabajar como si las elecciones fueran la semana que viene, porque el tiempo pasa rápido y cuando menos lo esperen tendrán que dar cuentas de nuevo sobre lo que hicieron para ganar el respeto y la lealtad de sus votantes.