Jueves, 30 de octubre de 2008 | Hoy
Hay que saber perder, se dice, y eso significa, entre otras cosas, respetar las reglas del juego cuando el resultado es la derrota. Hay algo menos fácil todavía: hay que saber qué significa perder y qué se pierde cuando ya no se trata de un juego. La cara de satisfacción que encuentro en el resentimiento desconcertado e hipnótico de una viuda empujada a realizar falso testimonio, en la grosería destemplada de Asad, defensor de los policías que dejaron escapar al Laucha Corres, en el ensorberbecimiento mediocre de la actuación de Long y de algunos pequeños miembros del coro, me recuerda el regreso de Suecia después de la goleada, presentándose sin vergüenza como ¡campeones morales!
Seis años después de un crimen mafioso realizado por un sicario, ex de la ESMA, “carnicero” de profesión, y resulta que se festeja un fallo por homicidio simple que ofende a la verdad. El marco político corrupto que programó un asesinato trágico para la ciudad de Bahía Blanca se regocija: de aquí salen cepillados y lustrosos algunos nombres que volverán reciclados en próximas elecciones. Las omisiones y acciones abusivas (eufemismos a los que obliga el poder discrecional cuando tiene amparo legal) del fiscal desvían o imposibilitan identificar a los autores intelectuales.
Escribo esto para decir que nadie se confunda, que somos los dueños exclusivos de la derrota, que no se la cedemos a nadie; la derrota es la familia de Felipe Glasman, de sus amigos del alma, de los nuestros, de la infinidad de personas que con generosidad solidaria hicieron suya esta causa alentando que se realizara una investigación seria que pudiera aproximarse a la verdad de lo sucedido.
Hemos fracasado en este intento. Aunque no nos detendremos aquí, es imprescindible decir que este fallo es una derrota que nos duele. La zoología cloacal, picaresca y cínica, está satisfecha. Es doloroso decirlo, pero es imprescindible decirlo para que la justicia y la verdad puedan alguna vez volver a correr por aguas más limpias, desenredadas de las impericias programadas lejos de toda espontaneidad inadvertida.
Jorge Jinkis
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