Miércoles, 22 de junio de 2011 | Hoy
CIENCIA › DIáLOGO CON SANDRA GASPARINI, INVESTIGADORA DE LA UBA, DOCTORA EN LETRAS
Ciencia y ciencia ficción (o fantasía científica, como se la solía llamar) siempre mantuvieron relaciones complejas de amor-odio. Aquí se dialoga sobre las fuentes del género y las fronteras entre el ensayo científico y la ficción a mediados y fines del siglo XIX.
Por Leonardo Moledo
–Usted estudió las fantasías científicas argentinas del siglo XIX.
–Fue mi tema de doctorado, efectivamente. Yo trabajé el tema de la emergencia de este género, en 1870.
–Lo único que conozco es algo de Holmberg. ¿Qué más hay?
–Bueno, todo comienza con la primera novela de Holmberg, de 1875, que se llama Dos partidos en lucha, pero se extiende hacia la escritura de algunas narraciones de Horacio Quiroga, de Leopoldo Lugones. Lo que me interesó a mí fue ver cómo se generaba esa forma literaria acá, qué genealogía tenía, mediante qué mecanismos se apropiaba del discurso científico. Fue una década en la que hubo un fervor científico: desde la importación de científicos europeos por parte de Sarmiento hasta la política científica de Avellaneda, la fundación de la Academia Nacional de Ciencias, de las sociedades científicas... Un auge que coincide con la institucionalización de la ciencia en la Argentina. La pregunta fue, entonces, qué tuvo que ver este naturalista-escritor que fue Holmberg con el surgimiento de esta forma escurridiza.
–¿Escurridiza?
–Sí. Si usted se pone a leer los textos de la época, es muy difícil encontrar rasgos comunes entre lo que escribe él y lo que escribe Carlos Monsalve o Carlos Olivera, que eran periodistas y escritores que no tuvieron gran repercusión en el siglo XIX. Eduarda Mansilla, incluso, tiene algunas fantasías científicas. Hay otro escritor que se llama Luis V. Varela, de quien se dice que es el fundador del género policial en la Argentina, que también escribió cosas de este tipo.
–¿De qué manera se incorpora el discurso científico?
–Trabajan con el lenguaje poético para incorporar el lenguaje científico. Holmberg, por ejemplo, utiliza el ensueño (un motivo romántico) para acercar la inspiración poética a la inspiración del científico. Por otro lado trata de establecer en la fantasía científica una discusión sobre el medio. Fíjese que acá está recién apareciendo la discusión sobre transformismo y antitransformismo: en el ’82, Sarmiento y Holmberg dan una conferencia sobre las ideas darwinistas que es contestada por un estudiante de Medicina católico en la prensa... También es interesante en las ficciones cómo tratan de discutir con las Academias, que están recientemente creadas, pero tienen personas que adhieren a los viejos paradigmas. La fantasía científica, creo, se pretende como una especie de brulote en contra de ese témpano que es el antitransformismo en la Argentina. Holmberg lo hace desde dos puntos de vista: la literatura y la educación.
–Lo que está en disputa es la visión del progreso, ¿no?
–Sí, y sobre lo que es el progreso. Hay un texto como “Nelly”, en el que aparece el fantasma de la mujer de uno de los presentes, que lo está buscando para pedirle algo. Lo interesante es que el protagonista de la ficción se propone comprobar científicamente la existencia de ese fantasma. Se ponen en escena todas las prácticas que había propugnado el espiritismo, que eran prácticas que remedaban la metodología experimental. Acá casi todos eran espiritistas. José y Rafael Hernández, por ejemplo. Hay pocos escritores de la época que no hayan participado de prácticas espiritistas. El discurso cientificista a fines del siglo XIX aparece imbricado en las ficciones. Holmberg también escribía crónicas científicas sobre sucesos extraños e inexplicables.
–¿Por qué son científicas esas crónicas de sucesos inexplicables?
–Se llamaban así.
–¿Se acuerda de alguno de esos episodios inexplicables?
–Los temas típicos son el sonambulismo, la hipnosis. Para ellos Charcot, en La Salpetrière, tiene algo de mago y algo de psiquiatra. Se plantean como deudoras de un discurso científico, aunque no lo fueran. Hay una crónica sin firma donde se trata de probar que se puede dormir con un hemisferio y con el otro estar despierto. Y eso aparece después de que Holmberg escribiera sobre esa cuestión en una novela. Está siempre en diálogo el periodismo, la ciencia y la literatura.
–Eso después va a seguir, desde el lado literario, en el propio Arlt.
–Sí, claro. Arlt tiene un texto interesantísimo que se llama “Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires”. Con el espiritismo se genera la necesidad de denunciar a los embaucadores. Las propias revistas espiritistas funcionan como medio de denuncia de los fraudes. Arlt cuenta una visita a un grupo espiritista y trata de mostrar que está todo armado. Creo que esto tiene que ver con la herencia del método experimental: sólo lo mensurable y palpado es lo verdadero.
–¿Y cuál es la genealogía de esas fantasías?
–En lo cercano tiene que ver con Verne y con las utopías siderales. Ahí me encontré con un montón de textos interesantísimos de tipos que tenían una imaginación mucho más desbocada que Verne. Tanto Holmberg como otros escritores hacen un procedimiento de reelaboración de las fantasías científicas europeas. Dos partidos en lucha, por ejemplo, se presenta con un rótulo entre paréntesis que la califica como “Fantasía científica”. Yo creo que eso es una especie de coartada: Holmberg se escuda detrás del carácter novelístico y no ensayístico de ese texto que viene a plantear que el darwinismo es el paradigma científico que tiene que respetarse, para esquivar las críticas que se le puedan hacer desde las Academias.
–Esto viene por el lado del movimiento positivista, que terminó degenerando en una cuestión también espiritista. ¿Y la veta romántica del asunto? ¿Mary Shelley, por ejemplo?
–También. Hay una novela en la cual se le dan cadáveres de la Facultad de Medicina a un personaje para que analice el sistema nervioso de los reos. El sabio prometeico está muy presente. En cuanto a lo romántico, yo le decía que hay un vínculo muy grande con el género del ensueño, propiamente romántico. A través del sueño, de forma bastante ilógica, se plantean cuestiones que la ciencia podría plantear en forma de corolarios. Estoy pensando en el famoso caso de serendipia de Kekulé, de cómo él descubre en una especie de duermevela la fórmula del benceno. Hay una especie de entramado paralelo al de la metodología científica.
–Es un momento, desde los ’50 hasta fines de siglo, en que la ciencia se estructura como una cosa separada del resto de las actividades. Es muy difícil que haya un científico que se ponga a escribir.
–Holmberg es raro. Es médico, pero nunca ejerce su medicina. Su práctica científica se de-sarrolla como naturalista, como entomólogo. Después hay otros que son jurisconsultos. Está Wilde, que es escritor y médico. Ricardo Gutiérrez, que también es médico. Estas producciones empiezan en el ’75, y recién en los ’80 puede hablarse de una esfera estética que comienza a consolidarse. ¿Cómo distinguir entre política y literatura, por ejemplo, antes del ’80?
–¿Qué leía esta gente?
–De todo. Fundamentalmente, novelas europeas en lengua original, en inglés y francés. Holmberg era uno de los pocos que también leía en alemán de primera mano. Incluso escribe un artículo donde dice que el alemán tiene que enseñarse en los colegios, porque es el idioma de la ciencia en el siglo XIX.
–Y es verdad.
–Sí, claro.
–Ya tenemos el paisaje general. ¿Qué piensa a partir de eso?
–Yo escribí la tesis un poco enojada con la idea de precursoría, según la cual Holmberg (que escribe mal) es precursor de Lugones (que escribe bien). Prefiero hablar de genealogía, de reapropiaciones. Me parece que la precursoría no sólo plantea un antes y después sino una distinción entre lo bueno y lo malo. Rojas, por ejemplo, dice que Holmberg escribe ficciones a la manera de Hoffman, de tal modo que uno tiende a pensar que Hoffman es el bueno y Holmberg, el imitador. A mí eso no me sirve para pensar este período tan rico.
–¿Y qué conclusión saca de todo esto?
–Básicamente, que los años ’80 empiezan en los ’70. Pero, además, que muchos de los narradores de la década del ’80 tienen poco que ver entre sí; que entablan una disputa que va y viene de acuerdo con la política de la época. Es decir, que la generación del ’80, ese bloque monolítico en el que se nos ha hecho creer, en literatura y en cultura no existe. La fantasía científica permitió poner un poco de humor y parodia frente a este lugar exagerado en que se ponía a la ciencia en los finales del siglo XIX, cuestionando ciertos conocimientos y poniendo un límite a la idea del progreso indefinido.
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