CIENCIA › DOS NORTEAMERICANOS Y UN ALEMAN, GANADORES DEL NOBEL DE FISICA
Una luz cuántica en la oscuridad
Esta vez el Nobel de Física le tocó a la óptica, saldando una deuda de treinta años que la teoría cuántica tenía con Glauber, Hall y Haensch y premiando también las aplicaciones que de sus teorías surgieron.
Por Federico Kukso
Así como los biólogos se divierten con un dilema eterno que roza lo filosófico –¿qué fue primero, el huevo o la gallina?–, los físicos no se quedan atrás y exhiben el suyo: ¿la luz es una onda o un flujo de partículas? Aunque, lamentablemente, hay que admitir que en esta competencia de disyuntivas los físicos tienen todas las de perder pues desde fines del siglo XIX y principios de XX se sabe la respuesta: ambas. Ocurre que la luz actúa a la vez como onda y como partícula, peculiar y caprichosa dualidad develada por gigantes como Albert Einstein, el príncipe Louis-Victor de Broglie (sí: entre la nobleza también hubo científicos), Werner Heisenberg, Niels Bohr, Erwin Scroedinger, por supuesto, todos ellos ganadores del Premio Nobel de Física en la primera década del siglo pasado. En el asunto también aportaron su granito de arena (mucho más tarde) los norteamericanos Roy J. Glauber y John L. Hall y el alemán Theodor W. Haensch que, como era de esperar, desde ayer acaban de ingresar a ese selecto club de los “divos científicos” que sólo el Nobel puede convocar y que incluye figuras de la talla de Max Planck, Gustav Hertz, Guillermo Marconi, Enrico Fermi y Murray Gell-Mann.
En el reguero de premios habidos y por haber, premios a libros o a la música, premios a estrellas del cine y premios científicos hay de todas las especies: premios corporativos (como el de las grandes editoriales) movidos por pragmáticas campañas marketineras y los galardones no tan non sanctos como aquellos otorgados en reconocimiento de una trayectoria de vida, una obra completa o una senda de investigación. En esa categoría entran los premios Nobel que en sus diferentes ramas (medicina, química, literatura, paz y economía) acostumbran caer en las manos de octogenarios o de personas que superan la franja de los 60. Así volvió a ocurrir este año, más precisamente ayer, cuando la Real Academia de Ciencias de Suecia anunció que los agraciados eran el neoyorquino Roy Glauber, de 80 años, ex profesor de física en la Universidad de Harvard, por su “descripción teórica del comportamiento de las partículas de la luz”; el también norteamericano John Hall, de 71 años, investigador de la Universidad de Colorado, y el alemán Theodor Haensch, de 63, profesor de física en la Universidad Ludwig-Maximilians de Munich por “su desarrollo del espectroscopio basado en la precisión del láser”, o en otras palabras, la determinación con precisión extrema de la luz de los átomos y moléculas.
Desde casi siempre, pero con más ahínco a partir del siglo XVII, la luz y su naturaleza fascinan por su origen oculto. Tanto que con el tiempo dos teorías opuestas se dividieron el campo de la física. Por un lado, la teoría corpuscular, detrás de la cual se enfilaron todos aquellos que apostaban por la luz como corpúsculos capaces de atravesar objetos transparentes. Su creador y máximo difusor fue ni más ni menos que Isaac Newton, una especie de oráculo de la ciencia, cuya talla e influencia dilataron el tiempo en que este conjunto de hipótesis tardó en caer (hecho que daba a entender lo increíble: que Newton podía fallar). Por el otro, durante el siglo XIX, con los experimentos de Fizeau, triunfó la teoría ondulatoria de Christian Huygens, apoyada por el matemático Leonard Euler a la cabeza, planteaban una analogía entre las ondas luminosas y las ondas sonoras (Euler llegó a describir, por ejemplo, al Sol como una campana cuyo sonido es la luz) y coronada por James Clerk Maxwell que demostró que la luz era una onda electromagnética.
Hasta que llegó Einstein y su desparpajo de genialidad: descubrió el efecto fotoeléctrico (por el que ganó en 1921 el Nobel, y no por la teoría de la relatividad como mucha gente cree) y sentó las bases para comprender que la energía de un haz luminoso se encontraba concentrada en paquetitos a los que llamó “cuantos de energía” o “fotones”, y que harían nacer a la física cuántica para cambiar el rumbo de la ciencia. En cierto sentido, los trabajos de Einstein dirimieron de una manera extraordinaria la antigua disputa y desde entonces se habla de la naturaleza dual de la luz: onda y partícula a la vez.
El de la luz y su naturaleza fue un problema, un acertijo a resolver, que movió a hordas de científicos deseosos de diseñar los más excéntricos experimentos para encontrar la llave que abriera la puerta y pusiera fin al misterio. Fue tan así, que esa voracidad por descubrir lo desconocido se plasmó en los premios Nobel. Hoy, a 104 años de que se estableciera este galardón que redime la memoria de Alfred Nobel, se puede apreciar la supremacía del tema entre los agasajados de este año.
En cuanto al Premio Nobel de Física en general, hasta ahora se entregó a 176 personas (sólo a dos mujeres –a Marie Curie en 1903 y a María Goeppert-Meyer en 1963– y fue declarado desierto, o no convocado, seis veces). La presencia de la luz es tan abrumadora en la lista del Nobel que se pensaba que ya no había espacio para un nombre más. Y menos para tres.
Pero en esta ocasión, la ampliación de la lista se amerita: Roy Glauber es considerado uno de los protagonistas en sentar las bases de la óptica cuántica, cuyos vástagos más populares son los rayos láser, los mismos que hacen funcionar los reproductores de compact discs, por ejemplo. Glauber abrió la puerta y la dupla conformada por Hall y Haensch, en cambio, ensanchó el camino: afinaron la precisión de estos rayos que permitieron desarrollar relojes atómicos ultraprecisos, mejorar la tecnología de los sistemas de navegación por satélite o GPS, y contribuyeron a medir el tiempo hasta el punto de casi diseccionarlo en sus partes mínimas (el attosegundo, por ejemplo: 0,000000000000000001 segundos). Experiencia que seguramente querrán llevar a la realidad justo en este momento para hacer eterno su paso fugaz por la cumbre del prestigio científico.