CONTRATAPA
Una mujer herida
Por Enrique Medina
La mujer sube al colectivo. Al echar las monedas en la ranura de la expendedora de boletos, sonríe. Agarra el boletito. ¿Acabar de leer a González Tuñón tendrá algún significado? Pidiendo permiso y dando perdones, se corre hacia atrás. Se agarra del pasamanos con la izquierda y en la derecha sostiene el libro abierto y relee el fragmento:
“Y no se inmute, amigo, la vida es dura.
Con la filosofía poco se goza.
Eche veinte centavos en la ranura si quiere ver la vida color de rosa”.
Debido a los sacudones del vehículo, apoya el libro sobre el vientre para poder leer, por lo que debe agachar la cabeza; al revés de los demás pasajeros, que llevan la cabeza alta para mirar la calle: lee y por el rabo del ojo percibe algo extraño. Una mano abre la cartera de una anciana. Automáticamente cierra el libro y levanta la cabeza con un grito.
–¡Chofer, chofer! ¿Falta mucho para el Rivadavia?
La mano se contrae de inmediato. Ella sigue hablando muy fuerte y le guiña el ojo a la anciana, indicándole que cierre la cartera. La anciana pone los ojos como huevos.
–¡Avíseme, chofer! ¡Porque me bajo en la parada siguiente para hacer un trámite en la comisaría!
Y mira al punga frustrado, que se hace el gil igual que los otros dos que esperan, tácticamente, en la puerta de descenso, para rajar sin problemas o tirar los ganchos a los que bajan. Son pungas clásicos, con sus bolsas de mercado y sacos en el brazo para cubrir la operación.
–¡Chofer, chofer! ¡Abra la puerta que unos caballeros quieren bajar!
La mayor parte del público se da cuenta de lo que está pasando y de a uno se suman a los gritos de la mujer.
–¡Guarda con los bolsillos y las carteras!
–¡Hay ladrones! ¡Cierre las puertas y toque mucho la bocina así viene la cana!
Por cagazo o complicidad, el chofer abre las puertas y los pungas, inexpresivos cual dólmenes, descienden y caminan en distintas direcciones ante el abucheo de la gente. El colectivo sigue y todo el mundo dice lo suyo. Con la renovación del pasaje, unos bajan, otros suben, el incidente deja de interesar y la heroína deja de ser felicitada. Ella se corre más hacia atrás. Trata de aparentar calma, pero el temblor interior no se detiene. No tiene ganas de leer. Recién ahora toma conciencia del mal momento. Al paso de los minutos se va tranquilizando. Nota que un muchacho en el asiento del fondo le mira las piernas. Es casi un chico para ella. Lo mira. El rehúye la mirada, y ella hasta cree que se puso rojo de vergüenza. Le gusta. Se pone bien derecha para lucir el cuerpo, su gran capital. ¿Y por qué no? Yergue el busto. Haciendo como que mira la numeración de la calle, observa que es un lindo muchacho. Humilde y sencillo como un grillo, diría Nalé Roxlo. Se desocupa el asiento de al lado. Oh, Dios, me estás dejando caer en la tentación. Al ocupar ella el asiento, el muchacho se corre para dejar más espacio; gesto al que ella corresponde con un “gracias” tenue y entrador. ¿Me creerá una estúpida si abro el libro? ¿Lo miro? Se lo ve simpático. Tengo que cuidar las formas, soy mayor para él... tranquila, tonta, disimulá que te está mirando, ay Dios, ¿dónde estoy? ¡Me pasé...! Aprovecho y le pregunto... ¡Uy se levantó! Dios, ¿me bajo detrás? El muchacho toca el timbre y vuelve como buscando un olvido. Ella lo ve hermoso y hasta cree que él intenta la caricia. Efectivamente, la acaricia y le dice:
–Aprendé a cerrar la boca.
Y salta a la vereda tirando la hojita de afeitar en el agua sucia que corre como riíto por el cordón de la vereda. Ella siente el ardor del tajo y apenas tiene tiempo de colocar el pañuelo que ya está ensangrentado. Un señor se da cuenta de que algo ha ocurrido y le grita al chofer que frene, que hay una mujer herida. Ella llora, no porque le asuste la sangre, no, llora porque el hombre dijo la verdad: es una mujer herida.