Jueves, 4 de diciembre de 2008 | Hoy
Por Enrique Medina
Me increpa en la puerta del diario. Además de bella se la adivina de carácter, me acusa: “Es una vergüenza, se ha cumplido un nuevo aniversario de una de las plumas primordiales de la literatura de todos los tiempos y nadie...”. Me defiendo, abuso de excusas. Se llama Alejandra Tenaglia y viene de Chabás, me tira su crónica sobre Proust y desaparece. Vuelvo en mí. Hay textura en el papel, sí, ella existe; huelo, sí, ha dejado su rastro en ese escrito:
“Hablar de tiempo perdido parece aludir, casi instintivamente, al tiempo malgastado. Pero el tiempo se pierde tan sólo al suceder. Marcel Proust, a los 35 años, recluido en una habitación revestida de corcho que lo protegía del asma, escribió en busca de su tiempo transcurrido. En páginas repletas de palabras que no dan tregua al lector, nos lleva a Combray (Illiers), Balbec (Cabourg) y París. Las oraciones parecen no tener fin y se cree que, saltando el instante siguiente, siendo vencido el lector por ellas, cerrará finalmente el libro. Pero llegado ese momento, el encanto de la obra va creciendo y, carilla tras carilla, el dolor, la ansiedad, el amor y el hastío ocioso de quienes entran y salen del relato se impone. Proust, con su narrativa, nos ha aprehendido; como ha aprehendido, con su escritura, el tiempo perdido. Nació en París, el 10 de julio de 1871 en el seno de una familia adinerada. Se relacionó con los grupos elegantes de la ciudad y muchos de sus integrantes le servirían de modelo para sus personajes. En 1896 aparece su primera obra: Los placeres y los días. Entre 1895 y 1899 escribe Jean Santeuil, novela autobiográfica descubierta y publicada tras su muerte. En 1913 aparece el primer volumen de En busca del tiempo perdido. Por el camino de Swann, donde ocurre el famoso episodio de la magdalena mojada en el té por el narrador: ‘... en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior... ¿Dé dónde venía y qué significaba?... Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad... Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila... ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas de Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té’.
Así incorpora a la literatura la memoria involuntaria. La publicación de este primer volumen fue sufragada por el propio Proust y pasó desapercibido. En 1919 aparece el 2º volumen: A la sombra de las muchachas en flor. Tiene éxito y gana el prestigioso premio Goncourt. En 1920 es nombrado Caballero de la Legión de Honor, e invitado a escribir en diarios y revistas de renombre. Aparecen El mundo de Guermantes (3º vol. 1920) y Sodoma y Gomorra (4º Vol. 1921), ambos con excelente acogida. El 18 de noviembre de 1922, a los 51 años, la muerte le arrebata la posibilidad de ver publicada la totalidad de su obra, cuyas últimas tres partes dejó manuscritas, llegando a nosotros gracias a su hermano Robert y a Jacques Riviere: La prisionera (1923), Albertina desaparecida (1925) y Tiempo recobrado (1927), en el cual el narrador se consagra a escribir la novela que el lector, en realidad, acaba de leer. Allí nos dice: ‘La verdadera vida, la vida por fin descubierta e iluminada, la única vida por consiguiente vivida de verdad, es la literatura; esta vida que en un sentido vive en cada hombre del mismo modo que vive en el artista. Pero los hombres no la ven, porque no buscan sacarla a la luz’. Y describe con exquisita simpleza la complejidad de sensaciones y pensamientos que genera la memoria causada por las experiencias vividas: ‘Un nombre leído antaño en un libro contiene entre sus sílabas el viento rápido y el sol brillante que hacía cuando lo leíamos... Más aún, una cosa que vimos en una cierta época, un libro que leímos, no sólo permanece unido para siempre a lo que había en torno nuestro; queda también fielmente unido a lo que nosotros éramos en ese entonces, y ya no puede ser releído sino por la sensibilidad, por la persona que entonces éramos... Si vuelvo a ver una cosa de otro tiempo, surge un joven. Y mi persona de hoy no es más que una cantera abandonada que cree que todo lo que contiene es igual y monótono, pero de donde cada recuerdo saca, como un escultor de Grecia, innumerables esculturas...’. Dotados de una singular observación, los minuciosos análisis que hace Proust de sus personajes, la irrupción en ellos, la opacidad detrás de otros, el recurso de la memoria involuntaria y la sutil evocación, armonizados por su natural talento al asumir la pluma de novelista, confirman la sentencia del Conde de Buffon: el estilo es el hombre. Estilo impar y excelso con el que buscó y recobró el tiempo. Tiempo que atrapó en más de tres mil páginas labradas con su puño, instalándose, cómodo y elegante, en la posteridad”.
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