Viernes, 24 de abril de 2009 | Hoy
Por Juan Forn
Parado frente a una foto que le había hecho a Pierre Bonnard en la vejez, Cartier-Bresson le comentó al crítico de arte Michal Kimmelman: “Uno puede perfectamente adivinar por qué a Picasso no le gustaba Bonnard: Picasso era un genio, pero no entendía ni la paciencia ni la ternura. Y la obra de Bonnard hay que mirarla y mirarla, hasta verla”. Todo en Bonnard es así. Obligado por su padre a estudiar Derecho, Bonnard volvió un día con el título en la mano, lo depositó sobre el escritorio de su progenitor y se fue para siempre de su casa. “La pintura y el dibujo me atraían desde siempre, pero no era una pasión irresistible; lo que yo quería a toda costa era escapar de la monotonía de la vida”, dijo. Pero poco después de abandonar su casa vio bajar de un tranvía a una mujer y terminó viviendo con ella los siguientes cincuenta años de su vida, durante los cuales la retrató en más de cuatrocientos cuadros (en casi cien de ellos, y una foto, dentro de una bañera). Cuando Bonnard pintaba un ramo de flores, primero lo dejaba marchitar y recién entonces lo reproducía en la tela... con colores aún más vivaces que los que habían tenido en plena floración. Cuando pintaba a una modelo, le pedía que no posara sino que se moviera libremente por el estudio, “así puedo pintar tu presencia y tu ausencia a la vez”. De hecho, mucha gente (empezando por Matisse) ha dicho que mirar los cuadros de Bonnard es como entrar en una habitación vacía y de pronto descubrir a alguien que estaba inmóvil en un rincón, o que se refleja fugazmente en un espejo, alguien que podría ser un recuerdo o un fantasma.
La historia de Bonnard con su mujer es asombrosa. El efectivamente la vio bajar de un tranvía en el Boulevard Haussmann, la siguió hasta su trabajo, supo que bordaba perlas artificiales a las mortajas de los muertos, que decía tener dieciséis años, que se hacía llamar Marthe Meligny, que tenía tuberculosis y que estaba sola en el mundo. En realidad ella tenía doce años más, se llamaba Marie Boursin, había cortado todo vínculo con su familia cuando escapó a París y, si bien era de salud delicada, viviría cincuenta años más. Según Bonnard, no fue tanto que se enamorara sino que intuyó, en aquel primer vistazo, que había algo en ella decisivo para él como pintor. Y, de hecho, lo fue: la obra de Bonnard comienza cuando empieza a pintar a Marthe. Quizá por eso aceptó mansamente acompañarla de una terma a otra, durante tres años, hasta que ella reconoció a regañadientes su mejoría y se asentaron en París. Pero allí boicoteó todas las amistades pictóricas de Bonnard (decía que iban al atelier a robarle los trucos). No lo dejaba salir mucho y, cuando lo acompañaba por la calle, se vestía con mil colores y se ofendía si la gente la miraba (llevaba un paraguas para taparse).
Bonnard decía que Marthe era una cruza de duende y gorrión. Thadeé Natanson también la recuerda como un pájaro: la mirada nunca fija en algo, los pasitos cortos y saltarines, los tobillos finos acentuados por los tacos altos, la fascinación por el agua caliente (se bañaba dos y hasta tres veces por día), e incluso la voz, que no sonaba como el canto de un gorrión precisamente, sino como el graznido de una urraca. Bonnard no supo el verdadero nombre de Marthe hasta que se casó con ella (en 1925, ya llegaremos a eso) y siguió creyendo hasta su muerte que ella no tenía familia (después de enterrada Marthe en 1942, aparecieron dos hermanas que reclamaron la mitad de los bienes del pintor). Nada de eso hizo mella en él, pero en los años ’20 pareció cansarse de su musa. Entre 1923 y 1925 tuvo dos amoríos con modelos: uno con la morocha Lucienne Dupuy de Frenelle (a quien pintó muchas veces) y otro con una suiza grandota, que quería ser pintora y se hacía llamar Renée Monchaty. Bonnard sólo la pintó una vez (y la hizo rubia en lugar de castaña), pero dejó el cuadro inconcluso para irse con ella a Roma. Incluso conoció a los padres de ella, con la intención de pedirles la mano, pero de repente volvió solo a París y un mes más tarde se había casado... con Marthe.
Renée también volvió a París: a suicidarse. Timothy Hyman, concienzudo biógrafo de Bonnard, cita las tres versiones que se conocen del hecho: una dice que se disparó un tiro en el corazón, otra que se envenenó en la cama, rodeada de pétalos de rosas y la tercera que se cortó las venas en el baño. Dos cosas pasaron cuando los Bonnard se enteraron de la noticia: Marthe revolvió el estudio hasta dar con el retrato inconcluso y lo arrojó al patio (Bonnard lo rescató sin que ella supiera) y la pareja abandonó París para instalarse en una casa de campo en las colinas de Le Cannet, donde el clima era más adecuado para la salud de Marthe y para la vida que quería para la pareja. (Zoe Valdés dice, en cambio, que Bonnard sucumbió a una depresión terrible, se fue a las Antillas y Cuba y, en 1927, pintó un cuadro titulado Le suicide, donde reproducía la última visión que tuvo Renée Monchaty de la vida: una mesa, un jarrón con rosas amarillas, un libro abierto y una pistola encima. Claro que Zoe Valdés también dice que Renée se suicidó de un pistoletazo dentro de una bañera en cuyas aguas flotaban una miríada de pétalos de rosas amarillas.)
Lo cierto es que en aquella casa Bonnard dio rienda suelta a su obsesión, o a su consuelo: refaccionó el baño para que tuviera agua corriente, calefacción y una tina especial, y lo azulejó en azul (es el baño que pintaría una y otra vez, con Marthe dentro del agua), dio a cada cuarto de la casa un color diferente (rojo, amarillo, verde, celeste), hizo un estanque artificial donde crió un único pez llamado Agenor y compró el terreno lindante sólo por el almendro que se alzaba allí. Ni siquiera las penurias de la guerra lo hicieron abandonar esa casa. Todas las mañanas salía de paseo, seguido por su perro salchicha Poucette. Primero iba a ver al pez Agenor, luego pasaba junto al almendro y encaraba las colinas rumbo al pueblo. Bajo ese almendro escribía su diario, famoso por su laconismo (“Hoy lluvia”, “Toda la mañana de buen humor”, “Jabón, miel, queso”). Sólo tres veces en veinte años anotó una reflexión. Las reproduzco: “En el momento en que uno dice que es feliz ya no es feliz” (1929), “Mejor aburrise solo que acompañado” (1938), “No todo el que canta está contento” (1944). El día que murió Marthe, en enero de 1942, simplemente escribió “Buen tiempo” y a continuación, con letra temblorosa, trazó una pequeña cruz.
Bonnard sobrevivió cinco años a Marthe. Siguió pintándola de memoria después de la muerte de ella (siempre con el mismo aspecto juvenil, pero, a medida que pasaban los años, ocupando un lugar cada vez menos central en los cuadros). Sus admiradores iban en peregrinación a Le Cannet. Algunos pedían retratarlo: él sólo aceptaba si lo dejaban moverse, y al rato abandonaba la habitación, o se alejaba por el campo si estaban al aire libre. Poco antes de morir, encontró el cuadro que había hecho de Renée en 1924 y decidió terminarlo. Pintó un trigal de fondo que producía un halo dorado en torno de la cabeza de Renée, y después agregó otra figura, de perfil, casi dándonos la espalda, en el costado inferior derecho, justo en la dirección hacia donde apunta la mirada de Renée. Aun de espaldas la figura es inmediatamente reconocible: se trata del rostro de pájaro de ya saben quién. Hay quien lo considera el mejor cuadro de Bonnard. Yo me inclino por un autorretrato de 1931 titulado El boxeador, donde un Bonnard de torso desnudo y amarillo nos mira con la guardia alta. Lástima que no se llame El sparring: así, Marthe estaría en aquel cuadro también. ¿O no fue eso la vida de Bonnard: un tierno, paciente, infinito round de guantes como sparring de su esposa y musa inspiradora?
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