Viernes, 3 de julio de 2009 | Hoy
Por Juan Forn
El gigante de mostacho e impermeable que acompaña a Kurt Vonnegut en la foto responde al nombre de Serguei Dovlatov y es el responsable del evidente estado de ebriedad en que se encuentran ambos, todo a causa de una carta enviada una semana antes por el autor de Matadero Cinco. La carta decía: “Querido Dovlatov: a pesar de que nací en este país y he vivido en él toda mi vida (incluso defendí su bandera en una guerra), nunca he logrado colocar un cuento en The New Yorker. Tú, en cambio, lo has hecho a sólo dos años de llegar. ¿Pretendes romperme el corazón? Espero mucho de tu pluma. No dejes que este país de lunáticos desperdicie tu talento y ven cuando quieras a visitarme (si traes una botella de buen vodka)”.
El ignoto Dovlatov había llegado con lo puesto a Nueva York en 1980, después de ser expulsado por indeseable de la URSS. Como su compadre (y futuro Premio Nobel) Josef Brodsky, pertenecía a la pandilla de jóvenes escritores surgidos durante el Deshielo de Kruschev bajo el ala protectora de la indómita poeta Anna Ajmátova. Como Brodsky, Dovlatov moriría prematuramente (a los cuarenta y nueve años). Pero, a diferencia de Brodsky, no tenía escrito ni un solo libro cuando llegó a Nueva York, a los treinta y siete. Como si supiera el tiempo que le quedaba de vida, Dovlatov escribió doce libros en los doce años siguientes y después murió tal como había vivido: en un coma alcohólico, a bordo de una ambulancia aullante, que intentaba en vano abrirse paso en el tránsito entre Queens y Brooklyn para llegar al hospital. Lo asombroso del asunto es que esos doce libros escritos contra reloj están “tallados como poemas, línea por línea, con una sintaxis asombrosamente pura” (Brodsky), “mezcla perfecta de ácido sulfúrico y elegancia en el patíbulo” (Vonnegut). Como dice su traductor al castellano, el colombiano afincado en México Jorge Bustamante García, es asombroso que de las manazas de ese gigante que parece un tractorista borracho salga una prosa tan perfectamente cristalina.
Además de vodka, por las venas de Dovlatov corría sangre armenia (de su madre, que era actriz) y judía (de su padre, guionista de varieté). Nacido durante la evacuación de Leningrado, en 1941, en una ciudad de la estepa llamada Ufa, cuando ya era un gigante de más de dos metros le gustaba decir que en su infancia había estado en brazos de La Pasionaria y del castigado Platonov. Intentó estudiar filología en la universidad pero, por culpa de su tamaño y de su carácter, fue enviado a cumplir el servicio militar a Siberia, como guardia en los campos. Dovlatov narra la experiencia en su novela La Zona. El libro está escrito en forma de cartas de un autor a su editor, explicándole que no es fácil haber sido “invitado” a abandonar la URSS y las vicisitudes que le insume la tarea de reunir los fragmentos en que dividió su libro para enviarlo al extranjero sano y salvo. En cierto momento dice: “Para Solzhenitsyn el infierno son los campos. Para mí el infierno somos nosotros mismos. Pero Solzhenitsyn era un preso político muy culto y yo soy solamente un pobre borracho que trabajaba del otro lado, de carcelero”. Lo que Dvolatov se abstiene de decir es que su período como vigilante duró poco: la mayor parte del tiempo que pasó en Siberia lo hizo del otro lado de las alambradas, como convicto.
Para Dovlatov, como para Brodsky, nada era más imperdonable que aceptar el lugar de víctima. “Hay demasiado de eso en la literatura rusa”. Cuando la Perestroika permitió que sus libros se publicaran en ruso, primero fueron devorados ávidamente y casi a la misma velocidad se volvieron difíciles de tragar. “Como mirarse en el espejo”, decía él. También decía que las mejores ideas se le ocurrían invariablemente en el retrete. Actividades difíciles, ambas, en los baños de la URSS.
Su sarcasmo, su ojo genial para retratar la estupidez (“En la televisión de Leningrado pasan una pelea de box, un pugilista negro se enfrenta con un polaco rubio, el locutor dice: ‘Al boxeador negro pueden reconocerlo por el pantalón azul’”.) se combinaba con una vitriólica sinceridad consigo mismo, tanto para hablar de su alcoholismo (“Cuando era niño pensaba que la patria era la libertad. Después pasé a pensar que la patria era el lugar donde el hombre se encuentra a sí mismo. Hasta que llegó el momento de irme al extranjero y un amigo me dijo sin saberlo una de las grandes verdades de la vida: Recuerda, viejo, donde hay vodka, ¡allá está la patria!”) como para explicar por qué escribía (“Me atormenta mi incertidumbre, odio mi disponibilidad a afligirme por pequeñeces, desfallezco de miedo ante la vida y, sin embargo, eso es lo único que me da esperanza, lo único por lo cual debo agradecer al destino. Porque el resultado de todo eso es la literatura”).
Nabokov decía que caminaba siempre al borde de la parodia, pero necesitaba del otro lado un abismo de seriedad. La frase podría aplicarse perfectamente a Dovlatov. Quienes lo conocieron afirman que leía con una intensidad asombrosa. Era célebre su confesión: “La mayor desgracia de mi vida ha sido la muerte de Ana Karenina”. Mejor aun es su definición del arte del buen leer (“Cualquier tema literario presenta tres aspectos: todo lo que el autor quiso expresar; todo lo que supo expresar, y todo lo que expresó sin querer –el tercer aspecto es el más interesante”). Pero mi favorita absoluta de todas las grandes frases de Dovlatov es ésta: “Se puede venerar la inteligencia de Tolstoi. Maravillarse con la elegancia de Pushkin. Admirar el coraje moral de Dostoievski. El humor de Gogol. Y así sucesivamente. Pero yo sólo quise ser como Chejov”.
Aunque sea altamente improbable, me gusta pensar que Dovlatov pronunció aquella frase cuando iba acostado en la camilla de la ambulancia, mirando a uno y después al otro enfermero portorriqueño que trataban de mantenerlo con vida hasta llegar al hospital.
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