Sábado, 12 de septiembre de 2009 | Hoy
Por Osvaldo Bayer
Mi último día de estada en Alemania me deparó una alegría inmensa, increíble, un sentimiento de que por fin se acercaba la paz, la sabiduría, al ser humano. En la ciudad de Köln (Colonia) se inauguraba el primer monumento en la historia mundial dedicada a los desertores y a los que se habían negado a disparar sus armas contra el llamado “enemigo” en la última guerra mundial. Un monumento, ¿se imagina algo así el lector? Los archivos no dejan mentir. En la última guerra, de un total de treinta mil jóvenes desertores, o que se negaron a cumplir órdenes que podrían llevar a la muerte de otros, que fueron detenidos, veinte mil de ellos terminaron ejecutados, por fusilamiento o por la guillotina. El resto fueron condenados a penas de prisión.
El monumento es una pérgola justamente enfrente del antiguo edificio de la Gestapo (la policía política nazi) y de los juzgados donde fue impartida parte de esas penas de muerte. Todo un ejemplo.
Entre los condenados a muerte hubo casos de una valentía y un coraje civil increíbles. Están también los que se negaron a formar parte de los pelotones de fusilamiento de otros condenados, como judíos o prisioneros enemigos que trataron de huir. Para hacer todo eso se necesitaba más coraje que ir y obedecer como oveja de un rebaño las órdenes militares de enfrentar al llamado “enemigo”.
Muchos de esos valientes “desertores” condenados también sufrieron el castigo de la memoria porque sus familiares, aun después de la guerra, ocultaron esa verdad avergonzándose de que sus hijos o sus hermanos no hubieran cumplido las órdenes de sus superiores.
De todos aquellos desertores sólo queda un sobreviviente, Ludwig Baumann, de 87 años, que intentó como soldado alejarse de sus tropas en el frente francés pero fue capturado. Condenado a muerte, estuvo diez meses atado de pies y manos, tirado en una celda, esperando cada día que fueran a buscarlo para fusilarlo. La justicia militar, luego de ese tiempo, lo condenó a doce años de prisión. Cuando, después de la guerra, fue liberado, sufrió entonces el desprecio de la sociedad vencida que lo trataba como un traidor. Pese a eso fundó una organización por la paz y por la rehabilitación de todos aquellos que se habían negado a disparar sus armas contra otros seres humanos. Ahora tuvo la íntima alegría de concurrir a la inauguración del monumento en Colonia. Un reconocimiento al valor de la vida. Recién ahora, 64 años después del fin de la guerra, han sido rehabilitados esos seres que dijeron no a la bala, a la violencia, al bombardeo de ciudades, a la muerte. Durante esos 64 años el partido político mayoritario alemán, la Democracia Cristiana, se negó a la rehabilitación de esos héroes civiles. El argumento era que podían servir de mal ejemplo a los soldados del nuevo ejército alemán, la Bundeswehr, que actualmente actúa en la ocupación de Afganistán apoyando a las fuerzas de Estados Unidos. Pero la ética triunfó finalmente sobre los intereses políticos. La palabra del desertor también tiene el derecho de ser escuchada frente a la del que acepta el uniforme y el arma como única razón. Ya no basta cubrirlos con las palabras de “traidor a la patria” y “cobarde”; la desobediencia ante la razón militar puede valer como un gesto individual de coraje civil. ¿En quién se puede creer más: en quien acepta callado lo que le ordenan, como ocurre con la mayoría, o los que hacen valer su derecho a discutir y poner en duda las órdenes del poder de turno?
Una frase del último desertor sobreviviente quedó para siempre en el acto de inauguración del monumento: “¿Qué mejor cosa puede haber que traicionar a la guerra?” Es hermoso pasear por debajo de esa pérgola donde uno puede leer: “Homenaje a los seres humanos que se negaron a apretar el gatillo, a los seres humanos que se negaron a torturar, a los seres humanos que se negaron a reprimir”. Y ésta, muy de actualidad. “¿En qué momento el ser humano tiene que negarse a obedecer órdenes de represión y a imponerse su propio camino a seguir ante la violencia?”
El recorrido me dejó muy contento conmigo mismo. Una buena despedida de Alemania. De Auschwitz a la pérgola de Colonia, pienso. Siempre nacen esperanzas para un mundo nuevo, pienso.
Regreso a mi país. En el camino de Ezeiza debemos detenernos: una larga cola de automóviles impide pasar. Nos bajamos para preguntar. La policía está reprimiendo a los obreros de Terrabusi, me informan. Casi creo que es una broma: “¿A los obreros de Terrabusi? ¿A los que elaboran las masitas?” pregunto casi con inocencia. Y agrego: “¿Cómo se puede reprimir a quienes hacen cosas tan ricas? Me acuerdo de chico, la alegría al masticarlas...” Me miran como si yo fuese de otro mundo.
Sí, luego me enteraré de todos los detalles: Terrabusi ahora se llama Kraft, una empresa de Estados Unidos, que ha despedido a 160 trabajadores. Comenzaron las conversaciones y se declaró la conciliación obligatoria. Cuando los trabajadores fueron al comedor de la empresa notaron la presencia de efectivos policiales. Afuera había más de cien carros de asalto. Los responsables policiales dijeron que actuaban por orden de la fiscal Laura Capra, del Juzgado No 1 de San Isidro. Los trabajadores lo tomaron como una inútil demostración de violencia en pleno período de conciliación obligatoria. Se inició la discusión y sufrieron una violenta represión policial, con gases lacrimógenos y balas de goma. Hubo obreros heridos, entre ellos una obrera con una seria herida en la cabeza. Página/12 tituló, al día siguiente el hecho como “Una lluvia de balas de goma y de gases”.
Esas primeras horas argentinas me llenaron de desazón. Venía con la alegría de haber vivido la inauguración del monumento alemán a los desertores, a los que se habían negado a emplear las balas como medio de persuasión. Y llego a mi país y lo primero que veo es una represión antiobrera, con protagonistas de uniformes, palos, gases y balazos de goma. Y una fiscal que ordenó tal forma de brutal represión, aunque posteriormente negó haber dado esa orden.
Me nació en ese momento toda clase de preguntas: ¿Cómo una empresa extranjera permite en su predio una cosa así? ¿Acaso, justamente una empresa extranjera no tendría que mostrar gestos de mano abierta por la misma razón de estar en tierras distintas? ¿Por qué el despido sin indemnización a 160 obreros sabiendo la violencia que representa eso para esas 160 familias? ¿Cómo quieren que reaccionen esos hombres cuando se ven de esa manera aislados de todo derecho? Y otra pregunta: luego de la experiencia de los desertores que se negaron a disparar contra el llamado enemigo, ¿cómo la policía reaccionó así, con toda increíble violencia en vez de ser mediadores, de tratar de persuadir a los protagonistas, de buscar soluciones honorables? ¿Por qué siempre la defensa del poder y la culpabilidad del proletario? ¿Esa policía no aprende de la historia? ¿A qué lugar pasaron en esa historia los represores de las tragedias obreras argentinas como la Semana Trágica, la Patagonia Rebelde, y la de los hacheros de La Forestal (para mencionar apenas tres grandes injusticias cometidas por el poder contra los que hacen el pan y ajustan el riel)? ¿Por qué ningún oficial o agente de policía se negó alguna vez a cumplir la orden de reprimir con métodos feroces un reclamo obrero en la calle?
Las manos obreras que elaboran galletitas son cortadas por los que cumplen órdenes de los que quieren ganar más. Los obreros quieren trabajar, quieren llevar el pan de todos los días a sus hogares. Comprender eso es buscar soluciones, cómo se puede hacer un plan para que todos tengan derecho a vivir en paz y sin que sus familias pasen necesidades. Total, para llegar a ese arreglo tal vez un ejecutivo de la empresa, en vez de ganar cien mil dólares por mes tendría que aceptar un diez por ciento menos y renunciar este año a un viaje en yate por el Caribe, nada más. Y justamente ahora los medios informan que la dueña de esa empresa Kraft, Irene Rosenfeldt, ha ofrecido 16.730.000 millones de dólares a la empresa Cadbury, de chocolates, para comprarla. Le voy a escribir que ofrezca unos miles menos así puede dejar en paz a sus obreros argentinos. Acordarse de que la ética de la historia no perdona las pequeñeces y egoísmos. La paz se logra con la no violencia y no con despidos de obreros.
Nos informan que la empresa ha ordenado el alambre de púa para proteger la fábrica. El alambre de púa, símbolo del egoísmo y la represión. En vez de eso, señores ejecutivos, hagan jardines donde puedan jugar los niños de sus obreros y una escuela en las cercanías, para aprender la palabra convivencia entre todos. En vez de policía adentro, crear un lugar de esparcimiento para los obreros cuando terminen la jornada y puedan venir sus esposas a pasar un buen momento. Eso es la vida generosa, para eso tiene que estar el trabajo, y no para la ganancia, la protección policial individual y el alambre de púa.
Ojalá que alguna vez los argentinos tengamos oportunidad de levantar un monumento a policías que se nieguen a la represión de los hijos del pueblo.
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