Miércoles, 3 de febrero de 2010 | Hoy
Por Noé Jitrik
En Juegos de la edad tardía, del español Luis Landero, un personaje secundario le atribuye a un protagonista asediado por su mediocridad, sin conocerlo y desde un pueblo perdido en la nada, rasgos heroicos; el secundario “necesita” que haya un poeta revolucionario, perseguido y célebre para salir, a su vez, de su oscuro destino de vendedor de aceites y olivas. El protagonista acepta y poco a poco se crea una personalidad que es una pura mentira pero una mentira cada vez más brillante, mérito sin duda del fabulador real que, a su vez, por el hecho de inventarse esa trama, miente.
La lectura de ese texto me gratificó y como casi al mismo tiempo leí un ensayo de Ana María Martínez de la Escalera, El presente cautivo, sobre la mentira, imaginé que la mentira ocupa en nuestra vida un lugar más importante de lo que parece: no es sólo un condenable espacio ocupado por la moral. En primer lugar, porque hay diversas clases de mentiras, buenas y malas ante todo. Entre las primeras están las llamadas “piadosas”, las más abundantes, y entre las segundas, menos frecuentes, las destinadas a hacer daño: la reina es la calumnia.
El que formula las buenas lo hace en general para evitar un sufrimiento; en vez de decirle a un pariente a punto de morir que tiene cáncer se le dice que hay un desequilibrio en el metabolismo del calcio y del potasio; o para estimular la imaginación: cuando se le narran a los niños hazañas increíbles; o para dulcificar la muerte: cuando se les dice a los angustiados humanos que Dios los va a premiar y que van a estar mucho mejor en el paraíso que en esta tierra de dolores e ingratitudes, etcétera, etcétera. La literatura es un buen depósito de estas mentiras que a veces tienen una forma visible, otras son por omisión o por alusión o por indirectas o por ejemplos, a buen entendedor pocas palabras.
Las malvadas son dardos lanzados por un experto y cuando dan en el blanco el universo, al menos el de aquel que es objeto de ella, se estremece, no hay vuelta atrás; es lo que pasó con la pobre Desdémona a causa de las mentiras de Yago que se infiltraron en el espíritu de Otelo, incapaz de advertir el daño que le estaban tratando de infligir.
Esa situación, creo, no es tan excepcional; a diario vemos los productos de las mentiras malignas, sobre todo en política: los políticos mienten pero, digámoslo para aliviarles la culpa, a veces no se dan cuenta de que lo están haciendo; otras mienten porque previamente se han mentido a sí mismos y creen que lo que dicen es verdad; otras, en fin, con el noble fin de salvar a la patria o preservar el bienestar de los ciudadanos y, de paso, suele suceder, para obtener algún beneficio, no se conoce ninguna mala mentira que sea desinteresada.
La mentira política es la más frecuente en el ámbito social, tanto que es un lugar común atribuírsela a todos los políticos, pese a que algunos no mientan. Poco se puede hacer al respecto, salvo reconocer que el piso mismo de la vida social está constituido por mentiras, tan sólidas que no parecen ofrecer dudas acerca de su existencia mientras que de la verdad se dice, con toda razón, que es relativa; siendo así, se comprende que haya dificultades para determinar que una afirmación es mentirosa y sea tan fácil dudar de una verdadera.
¿Se comprende la esencia de la mentira sin el concepto de verdad? O sea, si una afirmación es falsa lo es respecto de una verdadera, la cual, a su vez, expresaría un hecho considerado cierto. Primera dificultad: ¿logra expresar una afirmación un hecho? Y segunda: ¿qué requisitos debe cumplir una afirmación –cuestión favorita de la lógica– para ser considerada verdadera y por qué puede decirse que un hecho es cierto? ¿Porque es probado experimentalmente o porque produce efectos indudables? Desde luego que es fácil reconocer que es mentira una afirmación que niega otra, pero no lo es respecto de un hecho cuando media una interpretación a su respecto.
Martínez de la Escalera centra su reflexión, aguda por cierto, en lo político, ámbito en el cual la mentira posee un contravalor ético: está mal mentir, peor todavía para beneficiarse o beneficiar intereses espurios.
Para otros, siempre está mal mentir y, por lo tanto, hay que decir la verdad cueste lo que cueste: “ya no te quiero más” declara un partidario de la verdad, y si duele pues que duela, es la verdad.
Cuesta decir la verdad, a veces tanto que es preferible omitirlo o bien edulcorarlo para evitar las “catástrofes de la verdad”. Hubo intentos de decir “toda” la verdad en una época dolorida, harta de mentiras e hipocresías pero eso no duró mucho, al parecer se perdía más que lo se ganaba diciendo la verdad, psicoanálisis incluido: ¡sólo Dios sabe cuántas mentiras se han dicho en sus divanes!
Estas notas abren la puerta a cientos de conflictos en el cruce entre mentira y verdad; prefiero, ahora, retomar la idea de la mentira buena, sobre la cual se basa la ficción y en general toda la literatura. Claro que el asunto es complejo porque se suele admitir que detrás de una bella ficción, o sea de una mentira bien escrita, se agazapa una verdad más importante que la que sería propia de un discurso “verdadero” o que pretende serlo. Vamos, entonces, de acá para allá y, por lo menos, sacamos una conclusión: es de espíritus simples estar seguros de una cosa o de la otra o, lo que es lo mismo, ni la mentira es un absoluto ni la verdad un bien total.
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