Viernes, 26 de febrero de 2010 | Hoy
Por Juan Forn
En 1978, Robert DeNiro y Martin Scorsese eran como hermanos. Habían filmado juntos Calles peligrosas, Taxi Driver y New York, New York, acababan de pasar cada uno a su manera por el infierno (Scorsese cuando la crítica lo despedazó por New York, New York, DeNiro cuando huyó a Italia a filmar Novecento y terminó a punto de estrangularse con Bertolucci), estaban los dos ávidos de revancha y de volver a trabajar juntos cuando DeNiro fue a visitar a Scorsese en la clínica donde éste se reponía del colapso producido por su adicción a la cocaína y el fracaso de New York, New York. DeNiro llegó con un libro bajo el brazo, Scorsese lo esperaba con otro libro para regalarle. Los dos pensaban lo mismo: en el traslado de ese libro al cine estaba la oportunidad de ambos de volver a la buena senda, a los buenos tiempos. El libro que Scorsese tenía para DeNiro era La última tentación de Cristo, de Nikos Kazantzakis. El que DeNiro le dio a Scorsese era la autobiografía del boxeador Jake LaMotta. Dos días después DeNiro volvió a la clínica y le dijo a Scorsese que el libro de Kazantzakis no le decía nada y Scorsese le contestó que a él le pasaba exactamente lo mismo con el de LaMotta.
DeNiro no se dio por vencido. Aprovechando la debilidad de Scorsese, siguió yendo de visita todos los días, ensayando cada tarde un argumento nuevo para convencer a su amigo. Porque, sin decirle nada, ya había pagado de su bolsillo los derechos para llevar al cine la historia de LaMotta y no se le ocurría ningún otro director que pudiera filmarla. “Pero yo no sé nada de box, nunca me interesó”, le decía Scorsese con un hilo de voz. Y DeNiro insistía, apelando arteramente al corazoncito de seminarista arrepentido de su amigo: “Imagínalo como un gladiador que sale a la arena. Imagina toda esa gente que quiere verlo devorado por los leones”. Y le describía la capacidad sobrehumana de LaMotta pasa asimilar el castigo sin caer a la lona, las veces que había remontado con un KO providencial peleas que perdía alevosamente por puntos. “¿Qué significaba LaMotta para nuestra gente? El tipo perdió cinco veces contra Ray ‘Sugar’ Robinson y al final de cada una de esas peleas, con la cara tumefacta y sangrante, iba a abrazarlo y le decía al oído: Tampoco esta vez pudiste noquearme, Ray. Imagina un boxeador que pelea como si no mereciera vivir. Imagina lo que puedes hacer con la cámara cuando filmes cada golpe, las gotas de sudor y de sangre volando por el aire y salpicando los tapados de piel y los smockings de la gente en el ringside. Te estoy hablando de una ópera, Marty. Las peleas serán como las arias. Sólo tú puedes convertir esta historia en una ópera del Bronx.”
Eso tocó un punto neurálgico en la vapuleada humanidad de Scorsese. En New York, New York había intentado que confluyeran sus ambiciones contrapuestas de ser un Gran Regista del viejo Hollywood a la manera de Vincent Minelli y un trangresor a la manera de Fassbinder o Godard. La crítica le había hecho saber de mala manera que no se podía ser las dos cosas al mismo tiempo. Ahora empezaba a entender que quizá sí se pudiera, si el vehículo elegido era el correcto. Para entonces DeNiro lo había llevado a un burlesque de la calle 47 donde LaMotta hacía de patovica a cambio de que lo dejaran subir un rato al escenario, donde recitaba trozos de Shakespeare con su dantesco acento del Bronx para la risotada del público. A eso debe sumarse un elemento providencial: el productor de Scorsese, Irwin Winkler, venía de lograr un éxito inesperado con Rocky y la gente de United Artists le rogaba urgente una segunda parte, pero Winkler había roto relaciones con Stallone. Si, en cambio, lograba interesar a United Artists en una película de box protagonizada por DeNiro, tendrían el dinero para filmar.
Scorsese sabía que no cotizaba nada bien en Hollywood, y menos después de la catástrofe de New York, New York y su internación para desintoxicarse. Para vender la idea, Winkler debió asegurar al estudio que a cargo del guión estaría un profesional: Paul Schrader (quien venía de una racha de guiones exitosos desde que Scorsese le filmó Taxi Driver). Schrader lograría sacar, de la tosca acumulación de confesiones que era el libro de LaMotta, un guión que era un directo al plexo. Empezaba con un plano negro, ruido de gritos y muebles rotos y por encima un vozarrón que decía: “¡Acábenla de una vez! ¿Son animales o qué?” (el guión agregaba que la pareja peleándose era LaMotta fajando a su mujer embarazada). Y en la última escena, después de que LaMotta cae preso en Miami por chulear pibas de catorce, en su momento de mayor degradación, cuando queda solo en el calabozo, procede a masturbarse, mientras murmura con la cabeza gacha: “No soy un animal, no soy un animal”. Para terminar de crispar a United Artists, Scorsese anunció que había que filmar en blanco y negro, porque así era como la gente había visto el box por primera vez: en aquellas míticas peleas que daban por televisión, en las fotos que salían a la mañana siguiente en los diarios. Nadie se explica hasta hoy cómo consiguieron luz verde para filmar.
Por supuesto, Toro Salvaje es en el imaginario mundial la película en que DeNiro engorda un millón de kilos para hacer el LaMotta crepuscular, después de haber hecho todas las escenas del LaMotta boxeador con un cuerpo que era más fibroso y eléctrico que un cable de alta tensión corcoveando. La leyenda dice que entrenó un año entero bajo la supervisión de LaMotta, que hizo más de mil rounds de guantes con sparrings que le bajaron varios dientes y a los que él les rompió una que otra costilla, filmó todas las escenas de LaMotta joven y se fue cuarenta días de caravana por restaurantes de pueblo del norte de Italia, comiendo siete y a veces ocho veces al día hasta agregarle treinta kilos a su fibrosa osamenta de 65 kg para filmar el resto de sus escenas.
Por supuesto, Toro Salvaje es también la última gran película americana de los ’70, la mejor película de box de todos los tiempos y la gran derrotada de los Oscar el año en que se estrenó (1980), cuando perdió contra Gente como uno, y Scorsese cayó como mejor director contra Robert Redford. La leyenda dice que Toro Salvaje perdió toda chance de Oscar cuando John Hinckley quiso asesinar a Reagan bajo la influencia de Taxi Driver, y que Scorsese fue a la entrega de los Oscar escoltado por agentes del FBI disfrazados de invitados, y que se lo llevaron antes de que terminara la ceremonia, y que en la limusina que lo llevó directo al aeropuerto para irse esa misma noche de Los Angeles encontró consuelo releyendo por enésima vez su ejemplar recontrasubrayado de La última tentación de Cristo, sin saber que lo esperaban nueve años de penuria hasta plasmar en la pantalla grande esa preproducción mental que comenzó, según cuenta el propio Scorsese hasta hoy, en aquel vuelo nocturno de Los Angeles a Nueva York, la noche en que Toro Salvaje perdió el Oscar.
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