CONTRATAPA

Chopin, el bicentenario de todos

 Por José Pablo Feinmann


Wladislaw Szpilman fue un pianista polaco. Pudo haberlo sido en muchos momentos de la historia. Paderewski fue otro pianista polaco. Pero murió en 1941 y en Nueva York, lejos de los nazis. Frédéric Chopin fue un pianista polaco y sufrió la devastación de su país por las tropas zaristas, pero desde París en tanto componía espléndidas polonesas, lejos también del peligro. Szpilman es atrapado por los nazis y atraviesa crueles peripecias. Ahora está escondido en una casa abandonada, derruida por las bombas, oscura, llena de ratas; él es, apenas, una más. Ahí, sin embargo, hay un piano. Vayamos al punto esencial: un oficial nacional socialista, que ama la música, lo encuentra, lo alimenta, no le pregunta su nombre, sólo le dice “judío” y cierta vez, luego de descubrir que es un pianista, se sienta y le pide que toque algo para él. Szpilman obedece y empieza, vacilante, con el Largo de la Balada N° 1 en sol menor de Chopin. Un “la” anuncia el comienzo de la balada. Es una redonda en clave de fa. La indicación de la partitura dice: pesante. Se trata de uno de los más inspirados comienzos de una partitura. El dibujo melódico se extiende luego del anuncio del “la”. El dibujo lo asumen las dos manos. Cada una toca una nota: do-fa bemol-sol-la bemol-fa bemol otra vez-mi-si-do-la bemol-mi bemol-si bemol-do hasta llegar al último aliento de esa frase: fa-mi bemol-re-re. Este “re” que la partitura exige tocar dos veces es el desmayo final, la cumbre del éxtasis romántico. Veremos más adelante cómo abordan los grandes pianistas este inicio. Szpilman, con muchas dudas, se ve muy nervioso, pero cada vez se va afirmando, cada vez Chopin irrumpe en ese sótano miserable y se instala entre esos dos hombres. Descarto toda discusión acerca de si el film de Polanski embellece el Holocausto con esta escena. Creo que “el judío” y “el nazi” se colocan al margen de la historia. El nazi también es pianista. Un mediocre pianista que apenas si arranca algo de ese instrumento, pero lo ama. Y ama a Chopin.

A lo largo de todos los años de su vida los hombres buscan a Dios. Poco se preguntan por lo divino en lo humano. Dos notables pensadores judíos lo hicieron. Martin Buber siempre habló de momentos en que la comunicación humana iba más allá y creaba su propia trascendencia. Este fenómeno se daba entre dos seres que compartían una experiencia de lo absoluto. Creada, a menudo, por ellos mismos. Pienso en las páginas de Yo y Tú. El yo-tú termina por realizarse fueran de las coordenadas del espacio y del tiempo. El yo-tú existe en el tú Eterno, que es (y aquí tal vez ya no siga tanto a Buber) el espacio de lo sagrado en lo humano. Entre ese “nazi” y ese “judío” sucede algo que está, no más allá, sino acá: una chispa de lo divino que penetra lo temporal. El nazi ya no es “el nazi”, el judío no es “el judío”. Están unidos por una experiencia religiosa sin Dios, sin trascendencia, que se da en el ámbito de lo humano, han creado un espacio absoluto, se ha establecido entre ellos una comunión sujeto-sujeto hecha posible por una música sublime. También Walter Benjamin habla de momentos en los cuales el Mesías entra en la historia por medio de hendijas. A esos momentos –no asequibles a todos ni asequibles fácilmente– cada cual puede darle el nombre que quiera. Creo que se trata de lo sagrado en el hombre, de lo divino sin dios, de la trascendencia inmanente, del reconocimiento absoluto del Otro, de la santidad de la existencia, de la espiritualidad absoluta, imposible de ser profanada, eterna. Ese instante que comparten “el judío” y “el nazi” por medio de la música de Chopin está fuera del tiempo, es eterno.

El pasaje que describí sirve para introducir el tema principal de la Balada. Son, en principio, seis notas. Chopin señala el pasaje: moderato, dolce. Las notas son: do-re-fa sostenido-si bemol-la-sol. Con esas seis notas, Chopin construye uno de los temas más hermosos (por ponerle un adjetivo a algo que está más allá de todo, del lenguaje incluso) de la historia de la música. En 1975, hastiado de la violencia demencial que arrasaba con toda posibilidad política en mi país, me recluí en mi casa. Luego de ir al trabajo, regresaba y no sabía qué leer, qué libro preparar, no tenía siquiera algunas ideas para garabatear un par de páginas. Entonces volví al piano. Me compré muchas partituras. Sabía que jamás habría de tocarlas. Pero quería intentarlo o, en su defecto, leerlas, estudiar su construcción. Terminé por concentrarme en dos: la Sonata en si menor de Liszt y la Balada N° 1 de Chopin. Estas dos obras marcaron hasta tal punto mi vida que bien podría decir que haberlas escuchado y estudiado (dentro de mis limitadas posibilidades) acaso sea suficiente para decir que valió la pena, que esa vida tuvo un sentido, que en medio del ruido y la furia de ese cuento que cuenta ese idiota y nada significa, existieron una sonata y una balada (escritas por dos compositores del romanticismo) que me abrieron la puerta inhallable de lo absoluto.

La Balada en sol menor de Chopin pertenece al campo de eso que se llama música absoluta. (Música absoluta no tiene nada que ver aquí con ese absoluto al que acabo de referirme.) La música llamada absoluta es la que no remite más que a sí misma. No se inspira en nada. Ni en una leyenda. Ni en un poema. Ni en un relato mítico. Cierta vez –George Steiner gusta contar este relato– Schumann interpreta algunas de sus Escenas Infantiles o un pasaje del Carnaval de Viena. Alguien del reducido público le pregunta qué quiso decir con esa música, qué significado tiene. Schumann lo observa un instante. Luego gira hacia el piano y toca otra vez la misma pieza: eso significa. Las baladas de Chopin son cuatro. Creo que la mejor es la primera y le sigue la cuarta. Ninguna de las cuatro es menos que una obra maestra. La Balada en sol menor fue compuesta en 1835. Chopin había compuesto ese año los Nocturnos 7 y 8. Y los Valses 2, 9 y 11. Tenía 25 años. Habría de morir a los 39. Como es previsible, conozco y atesoro muchas versiones de la amada Balada en sol menor. Siempre conviene empezar por la de Vladimir Horowitz, por la originalidad de su versión y por ser Horowitz. No vamos aquí a poner en cuestión la gloria de Horowitz. Aunque hubo quienes lo hicieron. Rubinstein decía: “Toca el piano como si Chopin, Schumann o Brahms sólo hubieran compuesto música para sus showy encores”. (Para “el show de sus bises”.) Más duro fue Vladimir Ashkenazy (un pianista totalmente diferente de Horowitz): “No es más que un high class entertainer”. Digamos: un showman para las clases altas. Bien, por decirlo claro: la versión de Horowitz es mala. El “la” pesante y prolongado de la apertura, Horowitz lo toca como si se tratara de un golpe de timbal. Lo es. Ese timbal dice: “Aquí está Horowitz”. Luego expone el tema de modo monótono y apenas audible. Esa es una partitura. Porque Horowitz toca dos. Entra en el segundo gran tema y se entrega a ese fenómeno que (algunos críticos, aceptándolo) llamaron su orquestación pianística. Que meramente consistía en añadirles notas a las partituras de los grandes compositores. Era un niño deslumbrado con su técnica asombrosa. Nadie desarrolló sobre un teclado las velocidades de Horowitz. Pero tocar el piano no es correr. “Correr no es mi problema”, le dice Martha Argerich a un director de orquesta. Y en seguida añade: “Al contrario, tal vez sí sea mi problema”. Y el director, con mucho ingenio y osadía, le responde: “Sí, Martha, a veces me recordás a Stirling Moss” (célebre corredor de autos británico). La enorme diferencia entre Horowitz y Argerich radica en que Argerich siempre encuentra el límite. Horowitz pierde conciencia de él. Así, el segundo tema de la Balada lo desarrolla con calma, pero es el mismo Chopin el que lo tironea al marcar la partitura crescendo, sempre crescendo y molto crescendo. ¡Para qué! Vladimir llega al acorde que culmina el crescendo y lo aborda haciéndolo explotar. Sin más, el acorde estalla bajo sus dedos poderosos. Son cinco notas en la mano derecha y una octava baja en la derecha. Esta ya no es la misma partitura. De modo que la versión de Horowitz es esquizofrénica. Y más aún: el pasaje presto con fuoco lo toca como si fuera un boogie boogie. Y las escalas son todas un vértigo. (Era un genio con las octavas. De aquí que la primera vez que tocó el N° 1 de Tchaicovsky, aun en Rusia, el director bajó del podio para ver si era cierto que ese pianista podía tocar octavas a esa velocidad. Podía, era Horowitz.) En el final, Chopin utiliza su tema central como inicio de la coda. Hay, luego de esa exposición, dos escalas ascendentes. Horowitz las aborda a una velocidad que quita la respiración. Pero de música, nada. Y entonces viene el final de la Opus 23. Si algún chopiniano quiere ofenderse o enojarse para siempre conmigo, que lo haga. Pero ese final de octavas en las dos manos, ascendentes y descendentes, no me gusta. Se parece demasiado al inicio de la milonga La puñalada, que, por otra parte, es muy linda. Siempre me devuelve al áspero mundo real. “Hasta en Chopin existe el error”, me confieso aturdido y retorno a él (a ese Error esencial que es hoy el mundo) con mayor sencillez. El mismo Chopin me condujo.

Hay otras versiones. Está la de Rubinstein, equilibrada, sólida. La de Murray Perahia, recomendable. Pero, durante estos días, traída desde el viejo pasado, la Deutsche Grammophon acaba de editar versiones de Martha Argerich, joven. En enero de 1959, a los 17 años, grabó, en la Radio de Berlín, su versión de la Balada en sol menor. Sólo el fraseo de la primera línea melódica establece su diferencia con todos los restantes pianistas. No toca ese primer “la” como si fuera un gong, anunciándose. Y llega al final (a ese “re” que se toca dos veces) quitándole el aliento a quien la escucha. Es tan sutil, es tan delicada la pulsación del primer “re” que uno cree (es más: está seguro y teme) que el segundo no suene. Porque no queda espacio sonoro para hacerlo sonar. Y no: Argerich llega al segundo “re” y lo entrega como el susurro de una frase que se extingue, como un aliento postrero y fatigado, que no muere, que sólo suspira, exhala desvaídamente, pero persiste en vivir. No habrá ninguna igual. Cuando ganó el Concurso Chopin en Varsovia (en 1965) le cantaron el Slata Lat (“Que vivas 100 años”). Sólo a Rubinstenin se lo habían cantado antes. Pero dicen los que conocen los misterios de la vida y de la música que –cuando se lo cantaron a Argerich– entre el público y cantando con toda su voz, y con desmedida alegría, estaba Chopin disfrazado de John Lennon. No me animaría a desmentirlos.

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