Jueves, 29 de abril de 2010 | Hoy
Por Noé Jitrik
Hay tres momentos, por lo menos, en la vida y acción de la palabra “escrúpulo”: el sustantivo madre, el “escrúpulo” propiamente dicho, su hija, la “escrupulosidad”, y su nieto, el adjetivo “escrupuloso”. Tienen en común el linaje pero no la suerte: el escrúpulo es una situación, es una abstracción, no tiene estatuto material: ¿de qué está hecho un escrúpulo?, ¿de reglas dichas o no dichas?; la escrupulosidad, en cambio, es algo más concreto, es una cualidad que algunos poseen, a obtener la cual aspiran o que es requerida en determinados oficios, y al decir de alguien que es escrupuloso se quiere significar o bien que es muy moral y cuidadoso o bien, en una escala menor y tal vez derivada, menos simpática, que es meramente fastidioso, aburrido, detallista, o las dos cosas juntas (un director de orquesta, por ejemplo, quiere que las cosas se hagan bien y por eso es escrupuloso pero, al mismo tiempo, sin dejar de serlo, puede ser fastidioso, irascible y arbitrario, se han visto casos así).
El sustantivo madre se suele usar en plural –nadie tiene un solo escrúpulo– y el carácter cuantitativo que de ahí se desprende se pone en evidencia por la negativa, o sea cuando se dice, y es muy corriente que se diga, que un sujeto tiene “pocos escrúpulos”, lo que implica, por contraste, que otro puede tener muchos pero eso es muy difícil de verificar aunque sí se pueda sentir; una frase como “tuvo muchos escrúpulos antes de tomar esa difícil resolución” ejemplifica plenamente tanto esa dificultad como esa pluralidad. En este punto se presenta un problema: ¿dónde se adquieren los escrúpulos? ¿Hay algún mercado donde se pueden comprar? ¿O es por intuición que se los adquiere? ¿O por enseñanza como la que se suele invocar con unción, la del padre de uno, fuente de toda sabiduría y justicia? El hecho, abreviando mucho, es que se tienen y hasta qué punto, o no se tienen, y eso se termina por ver.
La escrupulosidad, por lo que vamos viendo, es, como concepto, bastante inasible y los escrúpulos tan variados que sería una tarea de Sísifo tratar de clasificar y ordenar todas sus variantes; la dificultad reside en que todas son objeto de interpretación y, en consecuencia, encierran un no sabido, o un misterio que no se puede develar objetivamente sino sólo desde una coincidencia en ciertos valores entre el observador o el que juzga y el que opera, lo que torna la situación más fácil de comprender: el punto de vista se desplaza desde el que juzga hacia el que actúa, lo que significa que si el que juzga tiene una idea sobre lo que es tener escrúpulos exigirá al que actúa que también los tenga y en general los mismos.
En fin, y respecto del adjetivo, el sujeto escrupuloso suele mostrar que lo es, o sólo ostentarlo, y además ejercer esa cualidad, pero muy bien se da el caso contrario en un doble sentido: o bien el que se muestra escrupuloso puede no serlo en realidad –en el terreno moral se da esta clase de disociación– o bien no tiene inconveniente en no serlo, razón por la cual ambos –el que se revela como tal y el que nunca lo ocultó– suelen ser considerados “inescrupulosos”, lo que prueba otra vez más que el concepto se entiende un poco mejor por la negativa.
De todos modos, si en principio entre escrupulosos e inescrupulosos la diferencia es clara, las cosas se confunden un poco en la medida en que una misma persona puede ser escrupulosa en un momento, inescrupulosa en otro; ese movimiento indicaría cuán fluctuante es el concepto. Los ejemplos abundan y son siempre desconcertantes o dan lugar a diferendos muy fuertes: un médico que establece un diagnóstico con toda precisión es escrupuloso y si luego se niega a curar al diagnosticado por razones económicas es inescrupuloso; lo mismo un policía que resuelve la autoría de un crimen y luego, por corrupción, no actúa, o un banquero que registra con todo cuidado el dinero que se pone en sus manos y luego lo utiliza para obtener ganancias personales; el diligente Eichmann que cuidaba escrupulosamente que los trenes salieran a horario pero prescindía de que se llevaban a los futuros muertos a las cámaras de gas: la lista es infinita, y describir más casos sería trazar un mapa de las principales debilidades humanas.
La literatura, tal vez la mejor, es la que indaga sobre los inescrupulosos: la llamada “novela negra” es un ejemplo pero también la tragedia: si Lady Macbeth no hubiera sido inescrupulosa, su dócil marido no habría cometido todos los crímenes que cometió; si quienes dirigían el Banco Ambrosiano no lo hubieran sido, el papa Juan Pablo I no habría muerto misteriosamente y, hablando de papas, si los Borgia no lo hubieran sido, cuántos miembros de su familia se habrían salvado del veneno mortífero que sin el menor escrúpulo administraban. Modernamente, Zola escribió sobre inescrupulosos por dinero pero también Rulfo en Pedro Páramo, no de dinero sino de poder, y de entrada, no faltan casi nunca, desde que los griegos se hicieron las primeras preguntas sobre el comportamiento humano hasta los más preclaros escritores del siglo XIX y aun del XX, excepción hecha de los vanguardistas, a quienes estos temas no les interesaban ni tampoco pintar o describir personajes o comportamientos.
Por la literatura, entonces, podemos saber algo sobre la psiquis del inescrupuloso pero en la realidad sus tramoyas nos acechan y casi siempre caemos en sus trampas. Lo hicimos cuando apostamos a la moneda nacional y quienes poseían dólares jugaron a la devaluación sin escrúpulo alguno; lo hicimos cuando votamos al candidato cara de ángel que, apenas llegado al poder, la transformó en cara de íncubo; caímos en sus trampas cuando el amigo felón nos juró eterno secreto acerca de algo que nos importaba y de inmediato corrió a divulgarlo; lo hicimos cuando confiamos en bancos que nos dieron toda clase de garantías para cuidar de nuestros intereses y al poco tiempo, recostados en la inescrupulosidad de ministros, petroleros, productores de alimentos, medios de comunicación, tramposos internacionales, se quedaron con todo.
La experiencia personal no alcanza para agotar el tema y menos aún para construir un sistema de alertas contra inescrupulosos: que se sepa a los Yagos todo el mundo les cree o es más que posible que les siga creyendo pero no a las Desdémonas que se juegan a la inocencia. El mal, se sabe, es más atractivo que el bien o, si decir esto es muy crudo, se habla más del mal que del bien, aunque no necesariamente se hable bien del mal.
En realidad el tema puede ser un capítulo de una Etica, “De los escrúpulos”, en el que se muestren todos los matices de esta figura. Sin aspirar a tanto, no es poca cosa detenerse un momento, respirar profundamente y, al recuperar aliento, señalar algunos de sus matices. Ciertas figuras por ejemplo: una que liga la escrupulosidad con la limpieza y, por oposición, la inescrupulosidad con algo de comercio con la suciedad. Lo cual no deja de plantear ciertos problemas porque ni la limpieza es un absoluto, definido sin lugar a dudas, ni la suciedad deja de ser una manera fácil de calificar lo que no nos gusta.
Lo más importante, creo, es esa deriva de la acción de la internacional de la inescrupulosidad conocida como “corrupción”, que parece constituir un nivel superior de la inescrupulosidad, de enorme poder; tanto que se ha instalado definitivamente en muchos, demasiados, discursos, sean cuales fueren. En el discurso político ni qué hablar: de pronto, lo cual prueba su vigor, ha brotado como una enfermedad contagiosa y si las buenas conciencias declaman la necesidad de combatirla algunas mueren en la empresa, tristemente derrotadas; otras, tal vez no tan buenas, se pliegan a sus leyes después de resistirse un poco o porque siempre habían pensado hacerlo.
No quisiera caer en la arrogancia moralista y enumerar y clasificar lo que conforma el elenco de las inescrupulosidades, o sea, de las corrupciones, que decoran esta época. Para ejecutar un proyecto tan ambicioso habría que haber trazado mapas similares de otras épocas –eso no se hizo nunca– a fin de compararlos todos, lo que no dejaría de ser interesante y también tarea de algún infatigable maniático.
Me limitaría, tan sólo, a la que me afecta y me atrae con sus siniestros guiños, porque nadie, ni yo, está libre de caer en tentación: me refiero a la corrupción de la escritura. Pero, naturalmente, no lo haré no sólo porque internarse en lo próximo provoca tristeza sino porque, para muchos, ésta puede ser una preocupación incomprensible o fútil. No obstante, la corrupción amenaza y no sólo puede corromperse sino corromper, nada se salva de su poder letal.
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