Jueves, 29 de abril de 2010 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Rolando Gialdino *
La prisión preventiva es la privación de la libertad que puede serle impuesta a una persona durante la tramitación del proceso penal al que se vea sometida. Su aplicación, por ende, produce una tensión extrema con un principio arquitectónico del derecho de los derechos humanos, enunciado por la Constitución nacional y por diversos tratados internacionales con jerarquía constitucional: toda persona es inocente hasta que sea juzgado lo contrario por una sentencia con autoridad de cosa juzgada. De ahí su inocultable excepcionalidad. Empero, esta grave aridez del terreno que la permite no ha impedido que la aplicación de la prisión preventiva se haya extendido y, desde hace tiempo, con la devastadora fuerza de la maleza. Un reciente documento de la Comisión Provincial por la Memoria indica que en la provincia de Buenos Aires “hay alrededor de 30.000 personas privadas de su libertad en 54 cárceles, 12 institutos penales de menores y 310 comisarías”. En términos numéricos, la cifra se acerca a la cantidad tope de detenidos existente en 2005, cuando el fallo Verbitsky de la Corte Suprema de Justicia de la Nación censuró el hacinamiento carcelario, el excesivo uso de la prisión preventiva y las detenciones en comisarías o que importen un trato cruel, inhumano o degradante (Página/12, 9-3-2010). Luego, llueve sobre mojado: al solo hecho de la prisión se suma la legión de condiciones ominosas en las que aquélla es llevada a cabo.
Necesario es todo este recordatorio de principios y de realidades, separados por un abismo. Y no menos oportuno. El 23 de marzo último, el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, vale decir, el órgano previsto por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (de jerarquía constitucional) para examinar los informes periódicos que deben presentarles los Estados Partes, se pronunció sobre el cuarto informe de Argentina. Reconoció, por lo pronto, la importancia del caso Verbitsky dados los estándares internacionales que éste fijó. Pero también “lamentó” la falta de medidas para la aplicación efectiva de dichos estándares, y expresó su “inquietud” por la “persistencia” de una alta proporción de reclusos que permanecen en detención preventiva y la larga duración de ésta; también por las condiciones imperantes en muchos centros penitenciarios del país (hacinamiento, violencia intracarcelaria, falta de higiene, alimentación y atención médica...). Remató, entonces, con que nuestro país “debe” tomar medidas “con celeridad” para “reducir el número de personas en detención preventiva y el tiempo de su detención”, y para “poner fin” al cuadro carcelario indicado. La prisión preventiva, recordó una vez más, “no debe ser la norma”, sino una “medida excepcional”, y no debe existir ningún delito para el que sea obligatoria.
Según Dante, en lo alto de la puerta infernal estaba escrito: lasciate ogni speranza, voi ch’entrate (abandone toda esperanza quien entre aquí). Cabe preguntarse, entonces, la Corte Suprema ¿habrá equivocado su lectura cuando, en el caso Dessy, entendió, con todas las letras, que no era dicha advertencia sino la del art. 18 de la Constitución nacional (las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas) la grabada en el dintel de nuestras cárceles?, o ¿será que el diagnóstico y tratamiento que expresó en Verbitsky sobre la prisión preventiva fue errado para el paciente nacional, por haber seguido la “radiografía” tomada para la España del siglo XIX por Concepción Arenal: sólo una necesidad imprescindible y probada puede legitimar su uso, y hay abuso siempre que se aplica sin ser necesaria y que no se ponen los medios para saber hasta dónde lo es?
* Profesor de Derecho Constitucional y de Derechos Humanos.
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