Sábado, 29 de mayo de 2010 | Hoy
Por Sandra Russo
Era previsible, aunque aun así parecía descabellado: a la magnífica fiesta del Bicentenario iba a seguirle el revival de una de las falsas opciones no saldadas de la argentinidad. Era previsible quizá precisamente por lo descabellado, porque la reacción es así, siempre fue así, salvaje, demente en su capricho de etiquetarse superior a los otros. Pero aun así, no deja de azorar el incipiente replanteo del binomio civilización o barbarie. Esa es la estructura, el mito que late bajo las impresiones de algunos analistas de derecha. Es que es un mito fundante de la derecha argentina. La opción entre civilización y barbarie tiene un solo emisor, puesta en términos de la comunicación, y es después de todo una vigorosa comunicación histórica. Quien emite, en su origen y luego a lo largo de 200 años, da por cierto, al hacerlo y por el solo hecho de afirmar (se trata de una afirmación) que hay algo arriba, antológicamente, y algo abajo. La frase admite una superioridad.
Las palabras pueden ser reemplazadas, pero el enfoque es el mismo. La cultura o la ignorancia, lo blanco o lo negro, lo europeo o lo latinoamericano, los seres pensantes y la masa, el Colón o la 9 de Julio, lo exquisito y lo popular. Sólo algunas veces en la historia el sentido común argentino fue perforado por la inversión de los términos.
Pero esta vez, si uno enfoca sin mucho esfuerzo la escena, ve que en lo exquisito se coló Ricardo Fort, que no tiene pruritos con las bellas artes, ya que le dice al movilero que su familia ha tenido toda la vida un palco en el Colón. La nota con Fort se interrumpe porque llega Cobos. Todos llegan con sus galas, que son parte constitutiva del artificio de “lo exquisito”. Aquí las formas lo son todo. Las señoras han sacado a relucir las pieles que ya con esto de la ecología se usan poco. Incluso han podido sacar de las cajas de seguridad las joyas, en un gesto patriótico que ha dejado en suspenso el miedo de vivir en este país, la inseguridad reinante en este país. Travestido en un teatro dador de Oscar más que de obras de arte, el Colón tiene alfombra roja para que allí las estrellas den las notas.
Es que el Colón hace rato que no es lo que era, y hace rato también que muchas cosas ya no son lo que eran, lo que alguna vez fueron o pretendieron ser. Probablemente, si el macrismo hubiera tenido a su cargo el escenario de la 9 de Julio, las frases de Moreno, San Martín, el Che, Jauretche o Perón que pasaban en esa cinta sinfín hubiesen sido reemplazadas por publicidad de barritas de cereal Fel-Fort.
“Lo exquisito”, ya entre comillas, fue usurpado por estrellas de televisión y ricos sueltos que en los ’90 les arrebataron sus bastiones a la clase beneficiaria del Primer Centenario. Los medios electrónicos y el neoliberalismo alteraron para siempre el paisaje de patricios con antepasados militares que guerrearon en la segunda mitad del siglo XIX. No queda nada de aquellas niñas miss Mary que pudieron ser las hermanas Ocampo, o de una díscola genial como Sara Gallardo, que pudo ver el pecado de su estirpe. No hay nada de austeridad aristocrática. Los medios y el neoliberalismo han hecho que mostrarse electrónicamente sea el gesto natural del famoso que llega a alguna parte. Y el famoso no habla de arte, claro. Habla de lo que se opuso, de quién la peinó, de su vestido, de lo feliz que se siente por participar de esa fiesta tan importante en ese lugar que es un orgullo argentino.
Y también pasa que el orgullo argentino se empieza a despertar en otra parte. Allí a lo lejos, donde el emisor oficial de la argentinidad ubica a la barbarie. Todo cambia cuando el bárbaro advierte que no es bárbaro, sino que así lo ha llamado su conquistador. Y en el fondo de todo, siempre está el lenguaje. Los bárbaros que rodeaban a los griegos, los que siglos después rodearon al imperio romano o los que mucho más tarde rodearon la Bastilla, hablaban mal. El origen de ese mito fundante de Occidente, porque hasta ahí se remonta esta trama, es sencillo: los primeros bárbaros no “hablaban mal” sino otro idioma. El mito se origina en la ignorancia de los griegos: no sabían en qué idioma hablaban esos otros.
En la Argentina también hablamos distinto idioma, con la fuerza que tiene esa expresión, los que vibramos y sentimos el goce de mezclarnos, de rozarnos, de abrazarnos, de llorar en el hombro de otro, de agitar banderas, de gritar hasta quedarnos doloridos, de sostenernos horas en nuestros pies, de sonreírnos con desconocidos, de aceptar un mate al paso, de vivir esa experiencia alucinógena de ser millones y estar felices.
La reacción se defiende viendo otra cosa. No puede ver más que la masa o la chusma. No tiene otra cosa en la cabeza, ni en el alma ni en la mirada. No hay, en ese emisor histórico que resurge cada tanto, ninguna posibilidad de multitudes felices. Es más. Ese emisor cumple la función de mantener sojuzgadas a las multitudes para que nunca dejen de sentirse bárbaras.
Los verdaderos cambios, lo que no son cosméticos, sino rasguños en la costra del statu quo, suponen una revolución simbólica. Porque siempre el sujeto del cambio es el bárbaro que se libera de la mirada del griego o del romano y empieza a nombrarse a sí mismo de otra manera.
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