Sábado, 29 de mayo de 2010 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Emilio García Méndez *
El término Organismo No Gubernamental (ONG) posee, por su historia, una connotación positiva que no siempre se corresponde con la realidad. Nacidos masivamente en el período más oscuro de la historia de América latina, cuando todos los puentes entre el Estado y la sociedad civil se encontraban dinamitados, los ONG fueron desde sus diversas especificidades (muy especialmente en el campo de la infancia) una forma legítima y eficaz de mostrar la cara más obscena de las dictaduras militares. Bajo estas condiciones, un maniqueísmo primitivo y simplificador fue su marca de origen. En la sociedad se encontraba todo el bien y en el Estado todo el mal. La vuelta de la democracia acabó con las certezas maniqueístas y permitió demostrar lo obvio: que el bien y el mal se encontraban –y se encuentran– “democráticamente” distribuidos entre el gobierno y la sociedad, y que en esta historia no hay culpables, ni inocentes automáticos por su pertenencia institucional.
Más tarde, el Consenso de Washington y las políticas neoliberales impactaron profundamente sobre el mundo de las políticas sociales, y por ende de los ONG. El término pasó a englobar una realidad múltiple y contradictoria. De un lado, organismos de la sociedad civil trabajando desde la perspectiva y la práctica de los derechos humanos, intentando que las políticas gubernamentales se transformaran en públicas; del otro, simples prestadores de servicios que jurídicamente continuaron funcionando bajo el paraguas de los ONG. Por lo demás, conviene recordar que, en muchos casos, fue éste el vehículo privilegiado para canalizar las versiones más “simpáticas” de los ajustes estructurales. Políticas pobres para los pobres, para entender un poco este permanente festival del eufemismo que tiende a recubrir el mundo de las políticas para la infancia. Una parte no despreciable de estos “ONG” son precisamente los prestadores de los servicios destinados a la “institucionalización” de los hijos de los pobres en lugares que en muchos casos sólo un humor negro refinado persiste en denominar “hogares”. Un negocio considerable no inventado por el gobierno de Macri, pero sí continuado y cultivado con un ahínco digno de mejor causa. Varios millones se mueven en torno de esta miseria de las políticas sociales, producto frecuente de “internaciones” por protección que algunos sectores del progresismo mal pensante parecen amparar con su negativa irracional y sistemática a remover el decreto de la dictadura militar que permite su vigencia y florecimiento. Sólo en la Ciudad de Buenos Aires, 1300 menores se encuentran en estas condiciones con un costo mensual por niño nunca inferior a los 1071 pesos en los paradores, trepando a 2025 en las comunidades terapéuticas, llegando hasta los 4717,50 para casos de discapacidad y 5988 en las internaciones por motivos de salud mental. Estos costos, más allá de su inmoralidad, esconden en muchos casos la miserable “solución” de mantener a niños en estas instituciones por la imposibilidad de los padres de tener viviendas adecuadas, producto de la ausencia efectiva de cualquier política racional y sistemática de apoyo socio-familiar.
Es precisamente a instancias de muchos de estos “ONG” que el 23 de marzo de este año ingresó a la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires un proyecto de ley para prorrogar como mínimo por un año lo dispuesto oportunamente por la ley 2281 de 2008. Dicha ley, sancionada el 16 de octubre de 2008 y publicada en el Boletín Oficial de la CABA el 2 de diciembre (el mismo día que la Corte Suprema convalidaba la constitucionalidad del decreto de la dictadura que permitía la privación de libertad como forma de “protección” de los menores de edad), disponía simplemente que, en un plazo de 18 meses, los lugares convenidos para el alojamiento de menores debían cumplir con las exigencias mínimas que en materia de recursos humanos y materiales deben observar (en realidad desde el momento en que reciben el primer subsidio) estas “filantrópicas” instituciones.
Si en 15 meses la mayoría de estas “empresas” no ha movido un dedo para adecuarse a una ley desde ya laxa y contemplativa, no se entiende muy bien qué sentido tiene una nueva prórroga, por otra parte, impulsada por la bancada que responde al Ejecutivo de la Ciudad, es decir, por el que tiene, supuestamente, la obligación del control y habilitación de estas empresas. Es claro que un proyecto de esta naturaleza no puede sorprender si analizamos la triste performance de la Ciudad en materia de políticas sociales. Sin embargo, sólo con los votos que responden al Ejecutivo no es posible aprobar esta nueva ley. Aun a riesgo de un momentáneo gasto excesivo de energía, mantengamos los reflectores encendidos para ver de dónde salen los votos que faltan.
* Presidente de la Fundación Sur Argentina.
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