Jueves, 8 de julio de 2010 | Hoy
Por Leonardo Moledo
Para J**
Uno de mis mejores cyberamigos, J**, me escribió un mail exigiéndome que por razones que no viene al caso contar aquí (pero que, créanme, no son valederas), me abstuviera de comunicarme con él en adelante.
El mail era injusto y, naturalmente, no le hice caso. Muy por el contrario, le recordé el cuento “Los que abandonan Omelàs’’, de la divina Ursula K. Le Guin. Como no hay lugar suficiente aquí, les doy una versión resumida, que creo que bastará. No voy a utilizar comillas para marcar las partes textuales, y supongo que ustedes sabrán comprenderme.
Omelàs era la ciudad de la dicha sin fin: graves y silenciosos artesanos, alegres mujeres que llevaban a sus hijos y charlaban al caminar, la música sonaba y así. ¡Gozoso! ¿Cómo se puede explicar el gozo? ¿Cómo describir a los habitantes de Omelàs?
No eran personas simples, aunque sí felices. No tenían un rey ni usaban espadas ni poseían esclavos. Las leyes eran singularmente escasas. Sin embargo, nada de dulces pastores, nobles salvajes ni blandos utópicos, ni menos complejos que nosotros. El mal estriba en que nosotros poseemos malos hábitos, animados por pedantes y sofisticados empeñados en considerar la felicidad como algo estúpido. Sólo el dolor es intelectual. Sólo el mal es interesante.
Pero ¡oh, milagro! Omelàs produce la impresión de un país de un cuento de hadas. ¿Lo creen? ¿No? Entonces, permítanme que lo describa una vez más.
En el subsuelo de uno de los hermosos edificios públicos de Omelàs, hay un lóbrego cuartucho. Tiene una puerta cerrada con llave y carece de ventanas. El suelo está sucio, pegajoso, como es habitual en un sótano abandonado. En el cuarto hay un niño sentado. Aparenta unos seis años pero en realidad tiene casi diez y es retrasado mental. Tal vez nació anormal o se ha vuelto imbécil por el miedo, la desnutrición y el abandono. Se hurga la nariz y de vez en cuando se manosea los genitales mientras se sienta encorvado en el rincón más alejado de su celda. La puerta está cerrada, nunca viene nadie salvo en ciertas ocasiones, cuando la puerta cruje, se abre y asoman una o varias personas, que nunca hablan pero el niño, que no siempre ha vivido allí y recuerda la luz del sol y la voz de su madre, a veces habla: “Por favor, sáquenme de aquí. Seré bueno”. Nadie responde. Está tan flaco que las piernas carecen de pantorrillas y tiene el vientre hinchado. Va desnudo. Y está lleno de dolorosas llagas pues continuamente está sentado sobre su propio excremento.
Todos saben que existe, todo el pueblo de Omelàs. Algunos han ido a verlo, otros se contentan únicamente con saber que está allí. Todos saben que tiene que estar. Ninguno ignora que su felicidad, la belleza de su pueblo, la ternura de sus amigos, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus becarios, la habilidad de sus artesanos, incluso la abundancia de sus cosechas dependen por completo de la abominable miseria de ese niño.
Casi todos los que van a verlo son adolescentes, aunque con cierta frecuencia también un adulto acude y vuelve para ver al niño. Al verlo experimentan asco y se los advierte furiosos, ultrajados, impotentes. Quisieran hacer algo por el niño, pero todo es inútil. ¡Qué hermoso sería si sacaran al sol a esa criatura, la limpiaran, le dieran de comer, la cuidasen. ¡Pero si alguien lo hiciera, ese día y a esa hora, toda la prosperidad, la belleza y la dicha de Omelàs quedarían destruidas! Esas son las condiciones.
A veces los jóvenes regresan a sus casas llorando o con una furia sin lágrimas cuando han visto al niño y se han enfrentado a esa terrible paradoja. Pero a medida que transcurre el tiempo comienzan a darse cuenta de que aunque soltaran al niño, de poco le serviría su libertad; se halla demasiado degradado e imbécil para comprender la auténtica felicidad. Saben que ellos, como el niño, no son libres. La existencia del niño y el conocimiento de esa existencia hacen posibles la elegancia de su arquitectura, el patetismo de su música, la profundidad de su ciencia. A causa del niño son tan amables con los niños. Saben que si ese desdichado no lloriquease en la oscuridad, el otro, el flautista, no tocaría esa alegre música.
Pero a veces, un adolescente, chico o chica que va a ver al niño, no regresa a su casa para llorar o enfurecerse, no, en realidad no vuelve más a su hogar. Otras, un hombre o mujer de más edad cae en un mutismo absoluto durante unos días. Bajan a la calle, caminan solos y cruzan sin vacilar las hermosas puertas de Omelàs. Siguen andando por las tierras de labrantío. Cada uno va solo. Anochece; el caminante pasa por las calles de la ciudad, ante las casas de ventanas iluminadas, y penetra en la oscuridad de los campos. Siempre solos, se dirigen al Oeste o al Norte, hacia las montañas. Prosiguen. Abandonan Omelàs, siempre adelante, y no vuelven. El lugar adonde van es aún menos imaginable para nosotros que la ciudad de la felicidad. No puedo describirlo, en absoluto. Es posible que no exista. Pero parece que saben muy bien adónde se dirigen los que se alejan de Omelàs.
Recuerdo que leí este cuento en clase y que al terminar, se hizo un silencio espeso. Alguien lloriqueó. Y yo dije: “Pese a tanta felicidad, no se puede vivir en Omelàs. Hay que irse”. Estaba transmitiéndoles el hedor de lo insoportable recubierto por el helado de chocolate de la felicidad. Y una chica dijo: uno puede irse, sí, pero también puede quedarse y hacer que las cosas cambien.
Ni yo, ni la tres veces sabia Ursula K Le Guin, habíamos previsto esto, esta posibilidad, como no lo habrá previsto ninguno de los habitantes de Omelàs.
Así, le conté a mi amigo, decidí quedarme en Omelàs, para que ese horror no subsistiera. Pero J** no lo entendió (a pesar de ser alguien terriblemente ilustrado en todos los aspectos de la literatura).
“Usted abandona la ciudad. Yo me quedo, y aunque no tengo la menor idea de por dónde empezar, haré algo para que esto no siga.”
Naturalmente, fracasé, tal es el volumen de felicidad de la ciudad. No se puede hacer nada, amigos. Abandonen Omelàs, amigos. Aquí no se puede hacer nada. Yo también, finalmente, mañana me voy, hacia la noche y hacia lugares que conocen la desdicha. Estoy seguro de que en el camino me encontraré con J**.
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