Jueves, 8 de julio de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Marta Dillon
Hace poco más de una semana, cuando se convocó frente al Congreso a un acto a favor de la ampliación del matrimonio, decidí escribirles a los papás y las mamás de los compañeros de nuestro hijo para que nos acompañen. Mi esposa –uso esa palabra a pesar de lo arcaica que es porque nuestro vínculo es de matrimonio aunque no sea legal, y ahora mismo no encuentro otra– tuvo una leve duda frente a ese acto, le parecía que era pedir demasiado a un grupo de personas que podríamos elegir como amigos y amigas pero a quienes recién conocíamos. La respuesta fue conmovedora. Apenas llegamos a la plaza estaban todos ahí, los adultos y los niños, desafiando el frío con mate y galletitas, con sonrisas anchas como el Río de la Plata. Fue un golpe al corazón ver los cochecitos con los niños tan arropados como para cruzar la Cordillera, fue una caricia inmensa que hayan dejado en claro que no se trataba de un compromiso personal con nosotras, sino con la construcción de un mundo más amplio para la generación a la que estamos acompañando a crecer.
Todavía conservo el calor que percibimos ese día en que nos sentimos rodeadas por el reconocimiento de nuestros pares, padres y madres que saben que las zozobras que implica la crianza de un hijo no dependen de nuestros cuerpos sexuados, sino de la capacidad de entrega, de la generosidad para reconocer los deseos y necesidades de otro, más allá de los propios prejuicios, de la propia historia. Uno de los papás que esa tarde nos acompañó en nuestro reclamo, incluso, convocó a sus amigos y habló en esa convocatoria de los prejuicios que todos arrastramos. Contra esos prejuicios, él nos reconoce a mi esposa y a mí como madres de nuestro hijo. Contra esos prejuicios, seguramente, será capaz de construir el relato que pueda poner en palabras a nuestra familia como a diario hilvanamos las palabras necesarias para poder dar existencia a quienes nos faltan y sin embargo están, para escribir nuestra historia en nuestros propios términos. Trato de imaginarme cómo sería ese relato si tuviéramos que ajustarnos a la restricción de derechos que nos quieren imponer a partir de estos proyectos de ley –la de unión civil, por ejemplo– en la que nuestras familias existen pero a medias. Habría que decir, por ejemplo, que mi esposa es la madre de mi hijo pero que yo soy solamente la “unida civilmente” a ella pero sin ninguna obligación ni derecho para con ese niño que acunamos juntas, nos turnamos para hacer dormir, elegimos la comida que le hace bien y las canciones con que lo vamos a hacer bailar. Yo, entonces, pasaría a ser algo así como una comparsa, estoy en su vida pero que no me pida nada porque la ley me prohíbe maternar también al hijo de otra mujer, aun cuando decidamos poner nuestro amor y nuestra vida en común bajo el techo agujereado que la ley prevé para nosotras. Así, nuestro amor de pareja es casi un exotismo narcisista –una palabra de la que no se privaron nunca quienes están en contra de que podamos casarnos como cualquier pareja heterosexual–: entre nosotras todo, para nuestro hijo, sólo una madre, la que lo parió. Para con ella relaciones solidarias de protección mutua, para nuestro hijo sólo la mitad de la solidaridad. La ley, si este proyecto de unión civil se convierte en ley, me prohíbe darle más. Ni mi obra social, ni heredar mis bienes, ni darle mi nombre e inscribirlo en la historia que le corresponde porque al calor de mi historia y de la de su otra madre es como fue gestado, deseado, soñado, concebido y parido. ¿A quién tranquiliza esta nueva figura? ¿A quién se está protegiendo? No a mi hijo, no a los tres hijos de Andrea y Silvina que hace tres años que apenas duermen porque así es la exigencia de las familias múltiples. No al hijo de Gaby y Eli, que también quisieron contar cuánta suerte tuvieron de ser reconocidas como pareja y como madres durante el proceso de parto, nacimiento, cuidado de la salud y escolaridad de su pequeño en el Senado –aunque no las dejaron–, pero que ahora serán expulsadas como tantas otras del universo legal de las obligaciones y responsabilidades mutuas para con quien eligieron traer al mundo. No a los hijos y las hijas de tantas parejas que han hecho familias porque para eso no se pide permiso, porque la pulsión del amor no espera a que las leyes se pongan a tono, aunque las leyes deberían hacerlo para no dejar escrito, como se intenta ahora, que el apartheid es posible y hasta tiene dictamen de mayoría. Eso y no otra cosa es generar un régimen legal alternativo para quienes elegimos amar y vivir en disidencia con la disciplina heterosexual. Si la segregación se consagra por ley, por más mayoría que acompañe ese dictado, la humanidad de todos y de todas quedará dañada, reducida al tamaño de la incapacidad de ver más allá de la experiencia propia, de los prejuicios, los preconceptos, el miedo. Pero aun así, querido hijo, mi amado hijo menor, nada de eso que quede escrito podrá borrar de tu vida, de tu identidad y de tu memoria, que tus madres somos dos, que tenés una hermana mayor, una sobrina, una familia grande que excede los vínculos de sangre y que seguirá creando y reproduciendo este relato para que no te queden dudas sobre tu origen y tus derechos, más allá de lo que diga la ley. Y esto, como la segregación a la que quieren condenar a nuestra familia, también está siendo escrito, en este acto, en este momento histórico en el que todavía hay tiempo para que quienes tienen que decidir sobre tus derechos y los nuestros lo hagan de acuerdo con su humanidad y no con el tamaño de sus prejuicios.
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