Viernes, 30 de julio de 2010 | Hoy
Por Juan Forn
La historia no es nueva, pero el título es sensacional: El buen Jesús y el cabrón de Cristo. Así se llama la novela que acaba de publicar en Inglaterra Phillip Pullman, uno de los más conspicuos ateos británicos, autor de celebradas sagas de fantasía como La materia oscura, cuyo propósito original fue, según su autor, liberar a los niños de “las supercherías reaccionarias católicas” de Las crónicas de Narnia de C. S. Lewis. La idea del libro sobre Jesús fue de un editor escocés que lanzó una colección en que escritores “serios” reformulan mitos y leyendas clásicos de distintas regiones o religiones del mundo (desde el Prometeo griego al Sansón judío, pasando por la bruja rusa Baba Yaga, los hermanos japoneses Izanagi e Izanami, el escandinavo aquelarre de Ragnarok o la amazónica ciudad de Eldorado). Si bien los autores eran de sólido renombre (la canadiense Margaret Atwood, el ruso Victor Pelevin, la británica Jeannette Winterson, el israelí David Grossman, la croata Dubravka Ugresic, el brasileño Milton Hatoum), se ve que la colección andaba necesitando un poquito de pimienta y todo parecía indicar que Pullman la proveería de sobra, en cuanto se supieron el título de su libro y la decisión de la editorial de exigir a los periodistas trasladarse hasta sus oficinas en Edimburgo y firmar acuerdos de confidencialidad antes de echar un vistazo a la novela.
La campaña de prensa funcionó: los primeros periodistas que leyeron fragmentos del libro fueron contando de uno en uno lo que habían leído como si se tratara de un folletín por entregas hecho de titulares en letras catástrofe. Pullman, por supuesto, despojaba a Jesucristo de sus atributos divinos. Además, lo convertía en dos hermanos mellizos. Cosas ambas que no eran nuevas: los evangelios gnósticos hallados en Nag Hammadi en los años ’40 obviaban toda mención de milagros y resurrecciones, así como adjudicaban a Jesús un hermano gemelo, llamado en algunos casos Tomás y en otros Dídimo (vale la pena aclarar que Tomás en griego y Dídimo en arameo significan mellizo, y que en ambos casos tienen roles más que secundarios en la historia: emigran hacia Oriente cuanto Jesús empieza a predicar). La voltereta de Pullman consistía en hacer que Jesús y Cristo pasaran toda la vida juntos, uno como testigo silencioso del carisma del otro. Y, por supuesto, que fuese uno el que moría en la cruz y el otro quien “resucitaba” al tercer día.
Hay más. El ángel que se le aparece a María lo hace con aspecto humano, para no asustarla. Y no sólo le anuncia que llevará un hijo en su vientre, sino que procede a fecundarla él mismo, mientras le susurra que está plantándole la semilla de Dios. Cuando nacen los mellizos, uno es saludable y rozagante, el otro es flacucho y enfermizo (y por supuesto se convierte en el preferido de su madre, que lo apoda “mi mesías”, es decir Cristo). Uno vive en perfecta comunión con la naturaleza y las personas del pueblo; el otro se dedica a estudiar las escrituras en sus largos períodos de convalecencia. Uno comienza un día a comentar en voz alta su sencilla y explosiva visión del mundo; el otro –y aquí viene el gran rulo de la historia de Pullman– recibe un día la visita de un misterioso griego, que le explica cuál es su rol en la vida: poner por escrito las palabras pronunciadas por su hermano, para que no se pierdan ni se deformen con el paso del tiempo, para que el mundo no lo olvide. El Griego pasa a retirar cada tanto los pergaminos garbateados por Cristo. El Griego es el que le sugiere a Cristo que retoque ciertas cosas para que queden más claras, que aquí y allá agregue un milagro para estremecer aun más a los tibios de espíritu, porque de eso se trata: de hacer de Jesús la figura que tanto tiempo esperaron los judíos. Cuando eso empieza a suceder, sólo falta el último acto: que Jesús no esté, que muera en la cruz, para que sólo queden sus enseñanzas, convenientemente editadas. Y sobre ellas construir la iglesia: aquello que hoy llamamos catolicismo.
Así separa Pullman cristianismo e iglesia. Es decir: lo moral de lo clerical, la pureza de lo humanístico versus el ansia de poder y dominio de lo institucional. Hay una gran anécdota sobre Thomas Jefferson, que dice que un día arrancó de su edición del evangelio todas las páginas que contenían milagros y alusiones a lo divino en Jesús, y se quedó con un extraordinario manual moral de cuarenta páginas. Albert Schweitzer se cansó un día de predicar la palabra de Cristo y se fue a Africa a practicarla, cuidando enfermos. Tolstoi renunció a la literatura y a sus tierras y hasta al sexo para vivir a la manera de Jesús el hombre, no el dios. El lado humano de Jesús movió desde el principio tantas montañas como su lado divino y la iglesia fue la primera en saberlo, según Pullman. Lo curioso es que, cuando se publicó El buen Jesús y el cabrón de Cristo el mes pasado, cuando por fin se pudo leer el libro entero y no meros fragmentos, no hubo escándalo. Al contrario: entre las primeras voces que se alzaron estuvieron las de Richard Holloway (ex obispo de Edimburgo) y Rowan Williams (arzobispo de Canterbury), quienes describieron al Jesús de Pullman como “una voz de genuina autoridad espiritual” y al libro como un dignísimo sucesor de la Vida de Jesús de Renan, El Jesús histórico de Schweitzer, La última tentación de Cristo de Kazantzakis e incluso el famoso capítulo titulado “El Gran Inquisidor” en Los hermanos Karamazov de Dostoievski.
Curiosamente, las críticas más ásperas vinieron del lado de los no creyentes, que acusan a Pullman de sonar más calvinista que ateo (recuérdese que calvinistas y protestantes no creen ni en la virginidad de María ni en la resurrección de Cristo ni en la infalibilidad del Papa), de utilizar el recurso de los mellizos a la manera del Jekill y Hyde de Stevenson (como si fueran el lado bueno y el lado malo que todos llevamos dentro), de sonar como un predicador, aplanando el lenguaje legendariamente rico de la Biblia del rey Jorge (en el que abrevaron todos los grandes escritores anglosajones, desde Milton hasta Faulkner) para que se entienda su mensaje, y hasta de querer subirse al carro del El código Da Vinci (Dan Brown también usaba la figura de los mellizos, pero hacía que Judas-Tomás muriera en la cruz permitiendo a Jesús escapar a Europa con María Magdalena para tener descendencia). La sibilina Jeannette Winterson fue, sin embargo, la que más hundió el dedo en la llaga: dice que el problema principal de Pullman es el narcisismo literario, la idea de hacer de Cristo el cronista de su carismático hermano. Porque no existe un solo escritor en el mundo que se atreva a convertir un personaje escritor en el verdadero villano de un libro, aun cuando lo anuncie desde el título.
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