CONTRATAPA

El fin de la ciudad de Omèlas y mi amigo J*

 Por Leonardo Moledo

Para J*
Para la divina Ursula K Le Guin

El hombre se sentó en La Orquídea y desparramó una mirada triste sobre todos los presentes. La gorda se puso a llorar, a mí se me saltaron las lágrimas, y Dora ensayó unos pucheros.

“Yo viví en la ciudad de Omèlas –dijo el hombre–. Omèlas, ustedes saben, la ciudad de la perfecta felicidad, felicidad sostenida por la prisión de un niño en condiciones execrables, revolcándose en sus propias heces y sin ver jamás la luz del sol y grita que prometiendo no hacer nada malo. Y la gente lo mira y no hace nada, pero hay quienes, después de presenciar ese espectáculo, abandonan la ciudad para siempre; hay quienes quieren quedarse y salvar al niño de su horrible condición, sacrificando así la felicidad de toda la ciudad, pero se quedan con las manos vacías y los cerebros inútiles, al poco tiempo comprenden que no se puede hacer nada y después se olvidan. Pero hay otros, como dije, que se van y corren el riesgo de internarse en los pantanos que rodean la ciudad.

Anteayer partió mi amigo J*, que antes de irse me cubrió de insultos, tal vez porque yo no me iba, tal vez porque es su forma de expresarse; lo cierto –me lo dijo– es que se alejaba de mí para siempre.

Pero tres días después, me fui yo, decidí abandonar ese sitio de felicidad y horror, siguiendo los pasos de mi amigo J* y esperando encontrarlo en el camino que serpentea en medio de las ciénagas, y ubicarlo en el río de peregrinos que se van. Empecé a liar mis petates, mis botas de goma, mis libros sobre las tortugas y las estrellas, mis poemas sobre la tristeza y la dicha, mis instrumentos musicales, los adornos que tanto amaba, la pequeña escultura en forma de ángel que siempre me calmaba en los momentos de desdicha, cuando pensaba en el niño encerrado.

Y cuando termino y monto mi automóvil, me asalta un pensamiento terrible: ¿para qué querré aquellos objetos que ahora cargo, en un camino que se hunde en la noche estúpida y asquerosa de las ciénagas; por qué no hago como mi amigo J*, que huyó desnudo como el personaje de Teorema en la película de Pasolini. Detengo el coche en el mojón que marca el límite, que separa la felicidad del sufrimiento y la libertad en que estoy, en la oscuridad que no da tregua, la desdicha que acabo de elegir, miro los paquetes, todo me parece superfluo, ¿para qué quiero todas esas porquerías, para qué quiero arrastrarlos por el camino infinito de la desdicha y la desesperación? Así que saco un fósforo e ilumino la noche, que no por ello deja de ser menos espesa.

Y de pronto me doy cuenta de que la felicidad y el horror de Omèlas son tan extremos que no deberían existir, ni aun en la ficción; tomo entonces los bidones de nafta que había llevado para alimentar el camino, los arrojo, y veo cómo la ciudad entera se convierte en cenizas y siento un enorme regocijo, el último que experimentaré en ese mundo en el que me interno, mientras la ciudad ficticia queda borrada de la faz de la Tierra y sus cenizas, arrastradas por un huracán ficticio, se dispersan y se pierden de vista en el horizonte, mientras el niño, casi carbonizado, es depositado sobre un árbol que inmediatamente florece y lo devora.

Miro al costado y me encuentro con mi amigo J*, que ahora me sonríe, y luego me abraza, mientras en el horizonte las cenizas se siguen dispersando en la negra noche de las víctimas.”

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